Ella dice que nadie puede reconocerla, que nadie sabe su nombre ni apellido. Los que dio al llenar la ficha del hotel son falsos. Dice que nadie de su familia conseguiría dar con su paradero, que nadie puede imaginarse que haya huido hasta este pueblecito de montaña. En cambio, sí se imagina perfectamente la actitud de su familia. Su madrastra debe de haber hecho una llamada al hospital donde ella trabaja, con su voz sorda, como si estuviera acatarrada, sollozando incluso un poco, y también sin duda porque su padre debe de habérselo pedido con apremio. Sabe perfectamente que si ella se muriera, su madrastra en realidad no lloraría. No es más que una carga para esta familia. Su madrastra tiene a su propio hijo, un mozo ya bastante mayorcito. Cuando ella volvía a casa para pasar la noche allí, su hermanito tenía que dormir en una cama plegable en el pasillo. Esperaban poder disponer de su habitación, deseando que ella se casara cuanto antes. Pero ella no quería vivir en el hospital. En esas habitaciones habilitadas para el descanso de las enfermeras de guardia siempre reina un olor a desinfectante. Durante todo el día, en ese universo de sábanas blancas, de camisas blancas, de mosquiteros blancos, de mascarillas blancas, ella parece no tener suyos más que sus ojos y sus cejas. El alcohol, las pinzas, las pincitas, el ruido de las tijeras y de los bisturíes, el lavado repetido de las manos, los brazos continuamente sumergidos en el desinfectante hasta el punto de que la piel se torna blanca y mate, pierde el color de la sangre. A medida que los hombres y las mujeres del quirófano envejecen, la piel de sus manos adquiere el color de un ratón blanco. También a ella no le quedarán algún día más que unas manos completamente descoloridas. Y estas manos embarrancarán en la playa de arena y se cubrirán de moscas. Ella vuelve a sentir asco. Detesta su trabajo, a su familia, e incluso a su padre, un ser inútil que no pinta nada tan pronto como su madrastra levanta algo la voz. Habla un poco menos, ¿de acuerdo? Aunque se enfrente a ella, él no quiere que se sepa. Pues bien, dime, ¿en qué te has gastado el dinero? Si estás hecho un tonto de capirote, ¿cómo quieres que la gente encima te deje dinero? Una frase provoca otras diez, la voz de la madrastra resuena siempre así de fuerte. Él no rechista. Una vez él le tocó el pie, por debajo de la mesa, a tientas, cuando su madrastra y su hermano pequeño no estaban allí y se encontraban ellos dos solos, él bebió demasiado. Ella le perdonó, pero al propio tiempo era incapaz de hacerlo. No sirve para nada, detesta su debilidad. No es un padre que despierte admiración, un verdadero hombre, en el que ella pueda encontrar apoyo y del que se sienta orgullosa. Ella quiere dejar a los suyos desde hace mucho tiempo, siempre ha deseado tener su propia familia. Pero resulta que también de esto está asqueada. En el bolsillo de él, encontró un preservativo. Ella tomaba la píldora y nunca había estado preocupada a este respecto. No puede decir que tuviera un flechazo con él. Pero él fue el primer hombre que conoció que se atreviera a hacerle la corte. La besó. Comenzó a pensar en él. Se habían vuelto a ver, y luego fijado una cita. Él la deseaba, y ella se le entregó. Se habían esperado con impaciencia, se habían embriagado juntos. Ella estaba turbada, con el corazón palpitándole, temerosa, pero consintiendo plenamente. Todo era normal, lleno de felicidad, de belleza, lleno de pudor, sin vulgaridad. Dice que lo primero era amarle y ser amada por él, luego ser su mujer, y convertirse en madre, una joven madre, pero que vomitó. Afirma que no fue porque ella estuviera encinta. Pero, justo después de haber hecho el amor, ella notó algo en el bolsillo trasero del pantalón que él se había quitado. El no quería que registrase nada, pero ella lo hizo pese a todo y vomitó. Aquel día, después del trabajo, ella no volvió a su dormitorio común y no comió nada para ir a toda prisa a casa de él. Apenas hubo entrado, él la besó y le hizo hacer el amor sin dejarle recuperar siquiera el aliento. Él afirmaba que había que aprovechar la juventud, aprovechar todo el amor de su corazón. Teniéndolo acaramelado contra su pecho, ella asintió. Al principio, no querían tener hijos para poder así divertirse algunos años libres de toda preocupación. Ahorrarían para viajar un poco. No montarían una casa de entrada. Les bastaría con tener una pequeña habitación y él ya disponía de una, y ella no deseaba otra cosa que tenerle a él. Estaban loquitos el uno por el otro, nada iba a poder detenerles jamás, jamás de los jamases… Ella no tuvo tiempo de aprovecharlo, y únicamente le quedaba el asco. Un asco irreprimible que daba náuseas. Más tarde, ¡se echó a llorar y a insultar al hombre como una histérica! Su amor por él se había acabado. Le gustaba tanto el olor a transpiración de su camiseta… Hasta cuando iba limpio, era capaz de notarlo. Y, sin embargo, se merecía tan poco ser amado, él que podía hacer esas cosas en cualquier momento y con cualquier mujer. ¡Qué cerdos son los hombres! Una vida que acababa de empezar y ya estaba mancillada, como las sábanas de ese hotelito al que todo el mundo iba a acostarse. Nunca las cambian y huelen a sudor de hombre. ¡Ella no hubiera tenido que ir a este tipo de sitios!
¿Adonde hubieras ido si no, entonces?, preguntas tú.
Ella dice que no lo sabe, no comprende cómo ha podido venir aquí sola. Dice que andaba buscando un lugar como éste donde nadie pudiera reconocerla y totalmente sola había seguido el río remontándolo sin pensar en nada, siguiendo todo derecho hasta el agotamiento, hasta caer rendida en la carretera…
Tú dices que ella es una niña caprichosa.
¡No! Ella dice que nadie la comprende. Y tú tampoco.
Le preguntas si quiere cruzar el río contigo. En la otra orilla se encuentra Lingshan, la Montaña del Alma, donde pueden verse unas maravillas que ayudan a olvidar los sufrimientos y a conseguir la liberación. Tú te esfuerzas por seducirla.
Ella dice que le explicó a su familia que su hospital organizaba un viaje, y en el hospital dijo que su padre había caído enfermo. Pidió algunos días de permiso para cuidarle.
Tú dices que es una persona verdaderamente astuta.
Ella dice que no es ninguna estúpida.
12
Antes de emprender este largo viaje, durante esos días en que el médico me diagnosticó un cáncer de pulmón, lo único que podía hacer era pasearme por los parques del extrarradio. Todo el mundo decía que, en aquella ciudad polucionada, sólo el aire de los parques resultaba respirable, y particularmente el de los parques de las afueras. Los pequeños cerros que se alzan cerca de las murallas de la ciudad eran en otro tiempo lugares de incineración y tumbas. No han sido transformados en parques más que recientemente. Y como la urbanización ha llegado estos últimos años hasta las laderas de las colinas, de no haber sido protegidas, los vivos hubieran construidos casas en ellas disputándole el terreno a los muertos.
Ahora, únicamente su cima permanece yerma; y se amontonan allí losas de piedra inutilizadas que debían de servir de lápidas. Los ancianos de los alrededores vienen aquí cada mañana a hacer su gimnasia tradicional y a pasear sus pájaros. Pasadas las nueve, cuando el sol da en la cima de la colina, regresan todos a sus casas, jaula en mano. Una vez estoy por fin solo, tranquilo, saco de mi bolsillo un ejemplar del Libro de las mutaciones. Leo y leo, y bajo el tibio sol otoñal, siento que me vence el sueño. Me tumbo sobre una losa de piedra y apoyo la cabeza sobre mi libro a modo de almohada. Repaso mentalmente los trazos de los hexámetros * que acabo de leer y su imagen de un azul brillante flota sobre mi rostro enrojecido por el calor del sol.