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– Perfecto, ¿no?

– ¿Conviene hacer algo más? -Le estaba preguntando sobre el asunto de la fibroscopia.

– ¿Hacer el qué? -me preguntó él en tono de reprensión. Estaba en su derecho, se dedicaba a salvar vidas humanas.

Luego me hizo ponerme de pie delante del aparato de rayos X, me pidió que respirara hondo, toser, darme la vuelta, a izquierda, luego a derecha.

– Usted mismo puede verlo -dijo mostrándome la pantalla de control-. Mire, mire.

En realidad, yo no veía nada muy claro: en mi cerebro, una masa informe, y en la pantalla negra y blanca, el armazón óseo de mi pecho.

– No hay nada, ¿no? -prosiguió él en tono de reproche, como si yo tratara expresamente de buscarle problemas.

– Pero ¿cómo explicar lo que se veía en estas radiografías del pecho? -No pude evitar hacerle la pregunta.

– Si no hay nada, es que no hay ya nada. Ha desaparecido. ¿Cómo explicarlo? Una gripe, una neumonía pueden hacer aparecer una sombra. Y desaparece al curarse.

No hice ninguna pregunta respecto a los estados de ánimo. ¿Podían hacer aparecer una sombra?

– ¡Viva tranquilo, joven! -Hizo girar su sillón y se desentendió de mí.

Era cierto, acababa de volver a la vida, me sentía más joven que un recién nacido.

Mi hermano se fue a toda prisa en su bicicleta, pues tenía aún una reunión.

La luz del sol me pertenecía de nuevo. Me tocaba disfrutarla. Sentado en una silla, al borde del césped, mi compañero de clase se puso a hablar del destino con elocuencia. No se habla del destino más que en los momentos en que ya no es necesario.

– La vida es algo admirable -declaró-, un fenómeno absolutamente del azar. Puede calcularse el número de posibilidades existentes en el orden de los cromosomas, pero las oportunidades que se ofrecen a un recién nacido, ¿cabe preverlas?

Era inagotable. Estudiaba para ingeniero genético. Al escribir su tesis de final de carrera, la conclusión a la que había llegado como fruto de sus experiencias no se correspondía con la opinión de su tutor, decano de la Facultad, y, durante una entrevista, contradijo al secretario del comité del Partido de esta misma sección. Una vez licenciado, había sido enviado, por consiguiente, a una granja de los montes Daxing'an a criar ciervos. Más tarde, consiguió un puesto de profesor en una universidad de reciente construcción en Tangshan sólo tras un sinfín de complicaciones. No se esperaba ser «desalojado» de allí y condenado como «lacayo de la mano negra de los contrarrevolucionarios». Luego hubo de padecer todo tipo de tormentos durante cerca de diez años antes que llegaran a la siguiente conclusión: «Falta de pruebas». ¿Quién se hubiera imaginado que sería trasladado diez días antes del gran terremoto de Tangshan, mientras que sus torturadores perecerían todos al derrumbarse su inmueble? Fue por la noche, nadie logró escapar a la muerte.

– ¡Que se los trague la tierra, a cada uno su destino! -dijo.

Y yo debía reflexionar sobre mi forma de vivir, ahora que acababa de nacer a una nueva vida.

13

Delante de ti, una aldehuela con sus casas todas parecidas, de ladrillos azules y negras tejas, dispersas a lo largo de la orilla, al pie de bancales en terraza y de colinas. Por la entrada de la aldehuela, pasa un riachuelo recubierto de largas losas de piedra. Y ves también allí una calle, que lleva a la aldea, empedrada con piedras de un gris azulado en las que se advierten las profundas roderas de las carretillas. Y oyes de nuevo el resonar de tus pies descalzos golpeando contra la piedra y dejando una húmeda huella. Te incita a entrar. Es una callejuela parecida a la de tu infancia, con rastros de barro en las losas. Y finalmente descubres entre los intersticios el arroyuelo que atraviesa la aldea por debajo del camino. En la puerta de cada casa, una losa en realce permite sacar agua y hacer la colada. En las olitas centelleantes flotan restos de hojas de col. Oyes también, detrás de las puertas de las casas, el cacareo de las gallinas que se pelean para picotear. En las callejuelas, no ves ni un alma, ni niños, ni perros, el lugar es tranquilo y solitario.

En la esquina de una casa, el sol ilumina la pared-pantalla encalada. Su luz, cegadora por contraste, resalta en la calle oscura. Encima del dintel de una puerta, brilla un espejo decorado con los ocho trigramas. De pie bajo el alero, descubres que este espejo, destinado a mantener alejadas las influencias nocivas, está vuelto hacia la esquina de la pared-pantalla adonde reenvía las malas vibraciones que llegan de enfrente. Si sacaras una foto desde allí, el contraste de tonos de la pared-pantalla inundada de la luz amarilla del sol, de la sombra gris azulada de la callejuela y de las losas de piedra grisáceas, daría una sensación de calma y felicidad. Las tejas rotas de los aleros de los curvos tejados, las grietas de las paredes despertarían también una especie de nostalgia. O bien, una foto tomada desde otro ángulo de la gran puerta de esta casa, con la luz reflejada por el espejo de los ocho trigramas, el umbral de piedra, desgastado a fuerza de ser pulido por el trasero de los niños, daría una imagen viva de la que desaparecería toda sombra del odio que ha animado a estas dos familias de generación en generación.

No me cuentas más que historias crueles y espantosas, dice ella, no quiero escucharlas.

¿Qué quieres escuchar, entonces?

Cuéntame bonitas historias con atractivos personajes.

¿Quieres que te hable de las mujeres de la camelia?

No quiero oír hablar de brujas.

No son ningunas brujas. Las brujas son unas viejas arpías repugnantes, mientras que las mujeres de la camelia son siempre jóvenes y bellas.

¿Como la mujer del bandido Segundo Señor? No quiero escuchar este tipo de historia cruel.

Las mujeres de la camelia son tan hechizantes como benévolas.

A la salida de la aldea, remontando el lecho del arroyo, las enormes rocas se vuelven resbaladizas, pulidas por las aguas.

Ella avanza con sus zapatos de piel sobre las rocas húmedas cubiertas de musgo. Tú le dices que no podrá ir muy lejos, pero ella te pide que la cojas de la mano. Pese a que la has avisado, se resbala. La atraes hacia ti, diciendo que no lo has hecho expresamente, pero ella dice que eres un canalla, frunce el ceño. En las comisuras de su boca se dibuja, sin embargo, una sonrisa. Ella aprieta fuertemente los labios. No puedes dejar de besarlos. Ella los afloja al punto y tú te asombras de su dulzura. Disfrutas de su dulce aliento. Dices que este tipo de cosas sucede a menudo en la montaña. Ella es la seductora y tú el seducido. Apoyada contra ti, ella cierra los ojos.

¡Háblame!

¿De qué?

Háblame de las mujeres de la camelia.

Ellas seducen a los hombres, en las montañas, en los umbrosos senderos, en los recodos de los caminos, y a menudo en los pabellones terminados en punta…

¿Tú has visto alguna?

Por supuesto. Estaba sentada muy derecha en el banco de piedra de un pabellón construido en medio de un camino. Imposible evitarla. Era una montañesa muy joven, vestida con una camisa azul claro de lino, los botones de tela a un lado, el cuello y las mangas bordadas de blanco; llevaba un pañuelo de batik elegantemente anudado. Sin quererlo, aflojaste el paso y fuiste expresamente a descansar en el banco de piedra, frente a ella. Como quien no quiere la cosa, ella te observó sin volver la cabeza, manteniendo apretados sus finos labios de un rojo brillante. Había realzado sus cejas y sus ojos de un negro de jade con un trozo de madera de sauce pasado por el fuego. Era perfectamente consciente de su atractivo y, sin el menor disimulo, con sus relucientes ojos echaba unas miradas embelesadoras. Es siempre el hombre quien se siente incómodo frente a ella. Tú también, incómodo, te levantaste para irte. En ese umbroso camino desierto, ella ya había conseguido hacerte perder el tino. Sabías perfectamente que no tenías más que tres oportunidades sobre diez de poder amar a un tipo de mujer como éste, y las siete restantes temerla, no te atrevías a precipitar las cosas. Dices que fueron los picapedreros los que te advirtieron. Pasaste la noche en su refugio. Ellos se dedican a extraer piedra de la montaña y, durante toda la velada, bebisteis aguardiente y hablaste de mujeres con ellos. Le dices que no puedes llevarla allí, pues no podrías garantizar su seguridad. Únicamente una mujer de la camelia es capaz de dominar a esos picapedreros. Afirmaban que todas ellas saben practicar la acupuntura simplemente con sus dedos. Un arte que les fue transmitido por sus antepasados, y sus ágiles manos logran curar las graves enfermedades que los hombres no pueden sanar, desde las convulsiones de los niños hasta la hemiplegia. Y por lo que se refiere a los matrimonios, a las defunciones, a los secretos entre hombres y mujeres, todos recurren a sus buenos oficios para que medien y arreglen las cosas. Cuando uno se encuentra, en la montaña, una flor silvestre semejante, conviene contemplarla sin arrancarla jamás. Cuentan los picapedreros que, en cierta ocasión, tres hermanos confabulados no les hicieron caso. Se encontraron, en un sendero, a una mujer de la camelia y se les ocurrió una maldad. ¿Que ellos tres no iban a conseguir someter a una mujer? Tras ponerse de acuerdo, sé abalanzaron sobre ella y la arrastraron hasta una cueva. Como era una mujer sola, no pudo presentar resistencia a estos tres mozarrones. Una vez que los dos primeros terminaron de satisfacerse con ella, la mujer imploró al tercero: «El bien es recompensado con el bien, el mal con el mal. Tú eres joven aún, no te comportes igual que ellos. Libérame, te lo ruego, y te enseñaré una receta secreta. Descubrirás su utilidad más tarde. Podrás casarte y vivir a tus anchas». Presa de la duda, el hombre se apiadó de ella y la dejó irse.