¿Tú la ofendiste también o dejaste que se fuera?, pregunta ella.
Tú dices que te levantaste para irte, pero que no pudiste evitar volverte para dirigirle una mirada y que entonces viste sus dos mejillas y una flor roja de camelia prendida en su sien. El extremo de sus cejas y las comisuras de sus labios brillaban cual relámpagos, iluminando de repente el pequeño valle sombrío. Tu corazón se inflamó. Comprendiste al punto que habías conocido a una mujer de la camelia. Ella estaba allí sentada, perfectamente viva, y su pecho henchía su camisa de lino azul claro. Llevaba en un brazo una cesta de bambú, cubierta con un paño bordado nuevecito. Iba calzada con un par de zapatos nuevos también, de tela azul floreada. Se destacaba como un papel recortado en una ventana.
¡Acércate! Ella te hace una seña.
Sentada en una piedra, se saca con una mano sus zapatos de tacón alto y, con su pie descalzo, tantea los guijarros con precaución. Los dedos de sus pies blancos ondean en el agua pura, como gruesos gusanos. Tú no comprendes cómo ha empezado la cosa. Inclinas de repente su cabeza sobre los verdes juncos salvajes de la orilla del agua. Ella endereza el talle. Buscas con tus dedos el clip de su sujetador y liberas sus redondos senos, de un blanco diáfano bajo la luz del sol de mediodía. Ves brotar el rojo pezón de sus pechos y destacarse claramente bajo las areolas unas finas venillas azuladas. Ella lanza un gritito y sus dos pies se introducen en el agua. Un pájaro negro de blancas patas, sabes que este pájaro se llama alcaudón, se posa sobre una roca pardusca, redonda como un pecho justo en medio del riachuelo. A su alrededor, brilla la cristalina luz de la onda. Os metéis los dos en el agua, a ella le sabe mal mojarse la falda. Sus ojos húmedos y brillantes se asemejan a la luz del sol que se refleja en el agua del arroyo. Terminas por apoderarte de ella, esa bestezuela salvaje que se debate obstinadamente se vuelve de repente dócil entre tus brazos y se pone a llorar sin ruido.
El alcaudón mira a derecha e izquierda, levanta la cola, alza y baja su pico rojo cereza. Tan pronto como te acercas, emprende el vuelo a ras de agua; se va a posar un poco más lejos sobre una roca, continúa agitándose. Se vuelve hacia ti, alzando la cabeza y la cola. Te deja acercarte, luego emprende el vuelo, y a continuación te espera lanzando pequeños pio-píos. Este espíritu astuto de color negro no es otro que ella.
¿Quién?
Su alma.
¿Y quién es ella?
Tú dices que ella ya ha muerto. Esos bastardos se la llevaron durante la noche para darse un baño a orillas del río. De regreso, dijeron que no habían advertido su desaparición hasta que no estuvieron en la orilla. Pura mentira, por supuesto, pero eso fue lo que dijeron. Y también dijeron que si no les creían, que no había más que ir a buscar al médico forense para que procediera a la autopsia. Sus padres no quisieron que se le hiciera. La muchacha, al morir, acababa de cumplir dieciséis años. Y en esa época, tú eras aún más joven que ella, pero sabías que fue un crimen premeditado. Sabías que ellos le dieron varias veces una cita por la noche, que la ahogaron bajo el pilar de un puente y que abusaron de su cuerpo uno tras otro antes de volverse a reunir para intercambiar sus experiencias. Se burlaron de ti diciendo que eras un imbécil por no tocarla ni aprovecharte de ella. Desde hacía tiempo, estaban tramando poseerla. Oíste en varias ocasiones sus repugnantes conversaciones en las que siempre salía a relucir su nombre. Tú la avisaste a escondidas de que no se fiara y que no fuera con ellos por la noche. Ella dijo que sí, que les temía, pero no se atrevía a negarse y continuaba siguiéndoles. Ella les temía tanto como tú. ¡Qué cobarde fuiste! Y esos bastardos la mataron, y se negaron a confesar su crimen. Y tú no te atreviste a denunciarles. Desde hace muchos años, ella pesa sobre tu conciencia, igual que una pesadilla. Su alma en pena te atormenta y se te aparece bajo mil aspectos, únicamente la última imagen que guardas de ella al sacarla de debajo del pilar del puente ha permanecido intacta. La tienes siempre delante, chiss…, chiss…, ese pequeño espíritu astuto, ese alcaudón de blancas patas y de rojos labios. Arrancas una brizna de mimbre, coges una raíz de boj en los intersticios de una roca y tomas el sendero que sube hacia la orilla del río.
Cogiéndola de la mano, le aconsejas que pose sus pies sobre una piedra.
Ella lanza un grito.
¿Qué pasa?
Me he torcido un pie.
Con sus zapatos de tacón alto, no hay manera de caminar por la montaña.
Pero no voy calzada para caminar por la montaña.
Pero, ya que estás en la montaña, ¡prepárate para sufrir!
14
Si uno mira por la ventana de la planta superior de una vieja casa de esta callejuela tortuosa, es posible contemplar hasta donde se pierde la vista tejados de tejas al sesgo. También se divisa el tragaluz de un granero encajado entre dos tejados. Sobre las tejas, delante del tragaluz, hay secándose unos zapatos. En la buhardilla, un lecho de dosel de dura madera tallada protegido por un mosquitero, un armario ropero de palisandro adornado con un espejo redondo y, delante de la ventana, un sillón de bejuco. Cerca de la puerta, un estrecho banco en el que ella me hace sentarme. Resulta casi imposible moverse en él. La conocí la víspera, en casa de un amigo periodista. Fumamos juntos, tomamos aguardiente, charlamos, bromeamos a propósito de sexo sin que ella se mostrara en ningún momento esquiva, lo cual no es nada común en este pueblo de montaña. Luego acabamos hablando de mi problema y mi amigo dijo que yo necesitaba una mujer para que me hiciera de guía. Ella aceptó llevarme aquí sin dudarlo.