Susurra en mi oído unos ruegos apremiantes en dialecto locaclass="underline" «Cuando ella llegue, deberás ofrecerle incienso, luego arrodillarte y prosternarte tres veces. Es imprescindible que sigas estas normas». Su entonación y su comportamiento son de todo punto los de las mujeres de este lugar. Apretado contra ella en este estrecho y corto banco, tengo durante un instante la impresión de estar haciendo algo indebido, como si mantuviera con esta mujer, en este pequeño pueblo, una relación adúltera, como si, dado que todo el mundo se conoce, uno no pudiera venir aquí más que para una cita. De repente, siento subir el ácido hedor de las verduras en conserva. Sin embargo, en esta buhardilla, ni una mota de polvo, el piso ha sido tan fregado en su parte central que ha acabado apareciendo el color original de la madera. La puerta está cubierta de una tapicería muy pulcra. No hay aquí ningún lugar para guardar verduras en conserva.
Sus cabellos rozan mi rostro. Ella se acerca a mi oído:
– ¡Aquí la tienes!
Entra una mujer gruesa de cierta edad, seguida de una anciana. La mujer gruesa se despoja del delantal, se sacude el polvo de sus ropas de colores desteñidos, pero también perfectamente limpias. Acaba de preparar su comida. La anciana delgada y bajita me dirige un cabeceo.
– Síguela -me advierte mi amiga.
Me levanto y subo tras ella por la escalera, luego abre una puerta secreta. En el interior, un cuarto minúsculo con tan sólo una mesa, un altar para quemar incienso y unas tablillas en honor del Viejo Señor, del Gran Emperador de la Claridad y de la diosa Guanyin. Delante del altar hay depositadas unas ofrendas de dulces, de fruta, de agua pura y de aguardiente.
En las paredes de tablas penden unas bandeloras rojas bordadas con un galón negro o festones amarillos e inscripciones propiciatorias. El sol se refleja en las tejas brillantes del tejado, el humo de una varilla de incienso que se consume se alza entre los rayos de luz del tragaluz, creando una atmósfera de recogimiento. Comprendo por qué mi amiga ha estado cuchicheando desde que entrara en la estancia. De unos casilleros de debajo de la mesa, la anciana saca un paquetito de varillas de incienso envueltas en papel amarillo. Le ofrezco inmediatamente un yuan, siguiendo los consejos de mi amiga. Tomo el incienso que enciendo con los rollos de papel de arroz que ella ha prendido con unas cerillas y, juntando las manos, me arrodillo sobre el cojín de delante del altar. Luego me prosterno tres veces. La anciana hace una seña para mostrarme que aprueba este signo de piedad. Vuelve a coger el incienso, lo separa en tres manojitos que inserta en el pebetero.
Cuando volvemos a la habitación, la mujer gruesa lo ha preparado ya todo y se mantiene sentada derecha en el sillón de bejuco, con los párpados caídos. Es evidente que es la médium que entra en comunicación con los espíritus. La anciana se sienta al pie del lecho y le cuchichea algunas palabras, luego se vuelve hacia mi amiga para preguntarle la hora y el lugar de mi nacimiento. Le doy la fecha según el calendario solar. No recuerdo muy bien cuál es según el calendario lunar, pero no obstante puede calcularse. La anciana me pregunta a continuación mi hora de nacimiento. Yo respondo que la ignoro, pues mis padres ya han muerto. Ella parece sumamente incómoda y se pone de nuevo a discutir en voz baja con la médium, que murmura alguna cosa. Comprendo que dice que no es muy grave. A renglón seguido, pone las manos sobre sus rodillas y se queda sentada tranquilamente, con los ojos cerrados. A su espalda, un palomo se posa sobre las tejas del tejado y se pone a arrullar alborotando el plumón que lanza unos destellos violáceos en su cuello. Naturalmente, comprendo que se trata de un palomo en plena parada nupcial. De repente la médium deja escapar un suspiro que espanta al palomo.
Observo las tejas del tejado portadoras de melancolía. Apretadas cual escamas de pescado, despiertan en mí recuerdos de infancia. Pienso en los días de lluvia, cuando unas gotas de agua brillantes impregnaban las telarañas en un rincón de la casa, temblando en medio del viento. Luego pienso que no sé por qué he venido a este mundo; las tejas tienen como una fuerza de atracción que debilita y paraliza. Tengo unas ligeras ganas de llorar, pero ya no sé llorar.
La médium suelta un hipido. Sin duda, el alma de un espíritu se une a su cuerpo. Ella no cesa de hipar para expulsar el aire contenido en su estómago. Tanto es el que tiene que expulsar, que las ganas de hipar se apoderan a su vez de mí. Pero no me atrevo y me ahogo interiormente. Temo hacerle perder sus facultades y que se imagine que he venido a crearle problemas y a burlarme de ella. Soy realmente persona de buena fe, aun cuando no crea en absoluto en esto. Los hipidos son cada vez más frecuentes, su cuerpo es presa de las convulsiones, pero ella no parece hacerlo expresamente. En mi opinión, sus convulsiones espontáneas son el efecto de prácticas respiratorias. Su cuerpo entero se pone a temblar. De repente, alza un dedo en el aire en dirección a mí, pero mantiene los ojos cerrados y me apunta con el dedo índice. A mi espalda está el tabique de tablas, no puedo retroceder, me limito a incorporarme y no me atrevo a mirar a mi amiga. Ella siente sin duda mayor devoción que yo, si bien no ha hecho más que acompañarme. El sillón de bejuco chirría sin cesar bajo los balanceos del cuerpo de la mujer gruesa. Ella dice unas imprecaciones incomprensibles, algo así como: «Reina Madre de Occidente, Señores del Cielo y de la Tierra, un pino en la casa de los espíritus ha hollado las ruedas terrestres y celestiales mientras que los demonios y los monstruos han quebrantado todos los tabúes». Habla cada vez más rápido. Ha de tener por fuerza un entrenamiento especial. Estoy convencido de que ahora ya está preparada. La anciana se acerca a su oído y me anuncia, con cara sombría:
– ¡No le sonríe la fortuna a usted, ándese con cuidado!
La médium sigue murmurando, sus palabras se han vuelto totalmente ininteligibles.
– ¡Dice que se ha encontrado usted con la Estrella del Tigre Blanco! -me explica la anciana.
Sé que el Tigre Blanco designa a la mujer extremadamente atractiva de la que es dificilísimo escapar si uno cae en sus redes. En realidad, deseo ardientemente caer en sus redes, pero también quiero saber si puedo escapar a mi infortunio.
– No -dice la anciana sacudiendo la cabeza-, le va a costar mucho.
Es evidente que no soy un hombre con suerte: nunca he sido, por otra parte, persona afortunada. Lo que deseo no se realiza jamás, mientras que lo que temo se cumple siempre. En el curso de mi vida, las catástrofes han sucedido a las catástrofes y nunca he dejado de tener problemas con las mujeres, pero las amenazas que he sufrido no han venido necesariamente de ellas. En realidad, nunca he tenido un conflicto muy serio con nadie, no sé a quién he podido causar daño y lo único que deseo es que nadie me lo cause a mí.
– Atraviesa usted actualmente por grandes dificultades -prosigue la anciana-, está rodeado de hombrecitos.
Conozco perfectamente a estos hombrecitos. En el Canon taoísta se les llama sanshi, los «tres cadáveres», viven desnudos, habitan a menudo en los cuerpos de los hombres, se esconden en su garganta y se alimentan de su saliva. Esperan a que éstos estén dormidos para ascender a la corte celestial a fin de informar al Señor del Cielo de los vicios en que han caído.
La anciana dice también que un hombre malvado de ojos inyectados en sangre quiere castigarme y que me costará mucho escapar de él, por más que haga votos y queme incienso.
La mujer gruesa se desliza del sillón al suelo, rueda sobre el piso. No es de extrañar que éste se halle limpio; enseguida advierto que mis pensamientos son impuros y ella reanuda sus imprecaciones contra mí. Me asegura que los tigres blancos que me rodean son un total de por lo menos nueve.