Frente al estrado del teatro, ha sido reconstruido un templo sobre las ruinas del antiguo, pimpante con sus deslumbrantes colores. Sobre la puerta principal escarlata hay pintados dos espíritus guardianes, el uno verde y el otro rojo, blandiendo el sable y el hacha, con los ojos como cascabeles de cobre. En las paredes enjalbegadas hay trazado a pinceclass="underline" Templo Huaguang restaurado gracias a la contribución de: Tal cien yuanes, Tal ciento veinte yuanes, Tal ciento veinticinco yuanes, Tal cincuenta yuanes, Tal sesenta yuanes, Tal doscientos yuanes…, luego viene la firma y la dedicatoria del calígrafo: Publicado por los representantes de los jóvenes, de los menos jóvenes y de los viejos de Lingyan.
Entras. En el templo, al pie de la estatua del Emperador de la Claridad, una fila de ancianas, todas vestidas con chaqueta y pantalón negros, todas desdentadas, se arrodillan o se levantan por turno y se prosternan delante del altar quemando incienso. El Emperador de la Claridad tiene un ancho rostro reluciente y unas mejillas mofletudas. Es la viva imagen de la felicidad que las volutas del humo del incienso vuelve más benevolente aún sí cabe. En la larga y estrecha mesa colocada enfrente de él hay puestos unos pinceles y unos tinteros como en la oficina de un funcionario civil. Delante de las mesas de ofrenda donde reposan palmatorias y pebeteros, pende una tela roja con una inscripción bordada con sedas multicolores: Proteger el país y ayudar al pueblo. Por encima de las colgaduras y de los doseles, una tablilla horizontal ostenta una inscripción en negro: Revelación divina, y en el borde, una serie de pequeños caracteres: Donación de los letrados y de los habitantes de Lingyan, sin que se sepa exactamente de cuándo data esta antigüedad.
Reconoces que este lugar se llama Lingyan, la Roca del Alma. Así pues, puede haber otros destinos que llevan el nombre de ling, el alma. No te has equivocado poniéndote en camino hacia Lingshan, la Montaña del Alma. Preguntas a las ancianas que te responden con sus desdentadas bocas emitiendo unos silbidos. Ninguna te indica claramente el camino hacia Lingyan.
– Está al lado de esta aldea, ¿no?
– Sí, sí, así es…
– ¿No está lejos de la aldea?
– Sí, sí, así es…
– ¿Hay que torcer, no?
– Sí, sí, así es…
– ¿Quedan todavía dos lis?
– Así es, sí, sí…
– ¿Cinco lis?
– Sí, sí, así es…
– ¿Cinco lis o siete lis?
– Sí, sí, sí…
¿Hay un puente de piedra? ¿No hay ningún puente de piedra? ¿Se va siguiendo el lecho del río? ¿O bien por la carretera? ¿Lleva más tiempo por la carretera? Si lleva más tiempo, ¿el camino resulta más fácil? Si resulta más fácil, ¿se encuentra fácilmente? ¿Lo importante es la sinceridad? ¿Conduce la sinceridad a la precisión? Y la precisión conduce a la Roca del Alma. * Precisión o no, todo es cuestión simplemente de suerte, ¿no es cierto acaso que los que tienen suerte encuentran sin buscar? ¡Uno podría pasarse la vida buscándola sin encontrarla, como toparse con ella por pura casualidad! ¿No es esta Roca del Alma más que un fragmento de dura roca? Si no está bien hablar así, ¿cómo hay que hacerlo, entonces? ¿Está mal hablar así o bien no se puede hacerlo? Eso depende enteramente de ti, ella será como tú la veas, si piensas que es una mujer hermosa, pues será una mujer hermosa, si en tu corazón alimentas malos pensamientos, no verás más que un monstruo.
16
Al llegar a Dalingyan, la Gran Roca del Alma, no había anochecido aún del todo. Había estado caminando durante todo el día por un sendero de montaña, siguiendo una larga garganta, profunda, bordeada de escarpados y pardos acantilados, y sólo en aquellos lugares que corre agua están cubiertos de verdes musgos. Al final del barranco, los últimos resplandores del sol poniente, rojos cual lenguas de fuego, llameaban en la cresta de las montañas.
Al pie del acantilado, detrás de un bosque de secoyas, bajo unos ginkgos milenarios, se alza un templo transformado en centro de acogida para los viajeros. Más allá de la gran puerta, el suelo está sembrado de hojas de ginkgo amarillo pálido. Ninguna voz humana. Me dirijo derecho hacia el patio trasero, a la izquierda del edificio, donde encuentro por fin a un cocinero que está limpiando sus perolas. Le ruego que me prepare algo de comer, pero él me responde sin siquiera levantar la cabeza que la hora de comer ya ha pasado.
– En general, ¿a qué hora terminan de servir aquí la comida?
– A las seis.
Le invito a consultar su reloj. No son más que las seis menos veinte.
– No sirve de nada discutir -dice él sin dejar de fregar sus perolas-. Vaya a ver al encargado. Yo no preparo de comer sin la presentación del correspondiente ticket.
Recorro de nuevo las galerías que serpentean a lo largo del gran edificio vacío, sin encontrar a nadie. Finalmente, me decido a llamar:
– ¡Eh! ¿Hay alguien aquí de guardia?
Al cabo de numerosas llamadas, me responde una voz en un tono arrastrado, resuena un ruido de pasos y una sirvienta con una bata blanca aparece en el pasillo. Me cobra el dinero por la habitación y la comida, así como la fianza por la llave. Me abre una habitación y se aleja. La cena se compone nada más que de un plato de sobras y una sopa de huevo fría, de la que no se eleva el menor vapor. Lamento no haber ido a dormir a casa de ella.
Me la encontré por el sendero de montaña, a la salida de Longtan, El Abismo del Dragón. Caminaba tranquilamente delante de mí, vestida con un pantalón de tela floreada, con dos grandes manojos de helechos cargados en su palanca. A las dos o tres de la tarde, el sol de pleno otoño conservaba toda su fuerza. Tenía la espalda bañada en sudor y su ropa se pegaba a cada una de sus vértebras. Mantenía la espalda muy erguida, moviendo nada más que la cintura. Yo la seguí de cerca. Era evidente que había oído mis pasos. Hizo girar su palanca, que estaba provista de una punta de hierro, para dejarme pasar, pero los manojos de helechos seguían impidiendo el paso por el angosto sendero.
– Descuide -digo yo-, siga usted y no se preocupe por mí.
Más tarde, para atravesar un arroyo, tuvo que bajar su palanca. Entonces pude ver los mechones de su pelo pegoteados por el sudor en sus mejillas, sus labios carnosos y su rostro infantil, pese a tener ya desarrollado el pecho.
Le pregunté su edad. Me dijo que tenía dieciséis años; sin embargo, no tenía en absoluto ese aire de timidez que lucen las muchachas de montaña cuando se encuentran con un desconocido. Le dije:
– ¿No tiene miedo de andar sola por este sendero? No hay nadie por aquí y tampoco ninguna aldea a la vista.
Ella echó un vistazo a su palanca en la que transportaba los manojos de helecho:
– Cuando se camina sola por los senderos, basta con llevar un palo para espantar a los lobos.
Me dijo también que no vivía lejos, justo en la hondonada de la montaña.
Le pregunté si iba aún a la escuela.
Me dijo que había hecho la enseñanza primaria, pero que ahora le tocaba a su hermano pequeño.
Yo inquirí:
– ¿Por qué no la deja seguir estudiando su padre?
Ella dijo que su padre había muerto.
Le pregunté, entonces, que quién quedaba de su familia.
Me respondió que tenía aún a su madre.
Interrogué yo:
– Esta palanca debe pesar más de cien libras, ¿no?
Ella dijo que usaban el helecho para hacer fuego cuando ya no quedaba leña.