El hombre viene al mundo entre lloros y gritos, lo deja en medio de un gran estruendo. Así es la naturaleza humana.
Esta costumbre no es exclusiva de las aldeas de montaña de la etnia yi. Puede encontrarse en toda la vasta cuenca del Yangtsé, pero la mayor parte de la veces está cargada de una gran vulgaridad y ha perdido su significado original. En Fengdu, en Sichuan, una ciudad llamada la «ciudad de los fantasmas», el antiguo país de los hombres de Ba, he asistido a los funerales del padre del director de un gran establecimiento comercial de la cabeza de distrito. Sobre su ataúd, habían depositado una casa de papel para el alma del difunto. Delante de la puerta de su domicilio, había alineadas las innumerables bicicletas de las gentes venidas para presentar sus condolencias y, del otro lado, se amontonaban coronas de flores, hombres y caballos de papel. En la acera, tres compañías de trompetistas tocaban alternándose desde la mañana hasta la noche, pero ninguno de los allegados ni de los conocidos del difunto, que habían venido a llorarle, entonaron cantos de piedad filial o bailaron las danzas de duelo. Permanecían en el patio jugando a las cartas, apiñados en torno a unas mesas. Quise sacar una foto de estas costumbres modernas, pero el director cogió mi cámara y exigió ver mis documentos.
Por supuesto, todavía existen hombres que conocen los cantos de piedad filial. En la región de Jingzhou, en Jiangling, cuna de los hombres del país de Chu, se han perpetuado hasta nuestros días. Dichos cantos son cantados en el curso de una ceremonia mágica organizada por el sacerdote taoísta de la aldea. Se llama a eso «golpear la olla cantando». Una referencia escrita a ello pueden encontrarse en el Zhuangzi: * cuando Zhuangzi pierde a su mujer, se pone a cantar golpeando una olla, transformando sus funerales en un acontecimiento alegre gracias a ese sonoro canto.
Algunos especialistas actuales de la etnia yi han demostrado que el antepasado fundador de los Han, Fuxi, está relacionado con el tótem del tigre de los Yi, del que se encuentran vestigios un poco por todas partes en los países de Ba y de Chu. En los ladrillos de la dinastía de los Han descubiertos en Sichuan, la Reina Madre de Occidente está representada bajo el aspecto de una tigresa de rostro humano. Cuando estaba en la aldea del cantor yi, observé a dos niños que jugaban en el suelo, delante de un seto de mimbre trenzado. Iban tocados con sombreros de cabeza de tigre, bordados con hilo rojo, semejantes a los de los niños de las regiones de Sud-Jiangxi y de Sud-Anhui. En los emplazamientos antiguos de Wu y de Yue, en el curso inferior del Yangtsé, los hombres del Jiangsu y del Zhejiang, conocidos por su inteligencia y delicadeza, han conservado este temor hacia la tigresa. ¿Es una reminiscencia perdida en el inconsciente de hombres que adoraban unos tótemes de tigresa en la época de la sociedad matriarcal? Nadie lo sabe. La historia, al fin y al cabo, no es más que una densa niebla. Aquí, sólo la voz del sacerdote es perfectamente clara y nítida.
Le pregunto a mi guía si puede traducirme el sentido general de estos textos sagrados. Él dice que le indican al muerto el camino en las tinieblas. Hablan del dios del cielo, de los dioses de las cuatro direcciones, de los dioses de la montaña y del agua, y revelan el origen de los antepasados del difunto. El alma del muerto puede entonces retornar a su tierra natal siguiendo el camino que le es mostrado.
A continuación le pregunto al sacerdote cuántos fusiles había en la ceremonia más importante que él haya organizado. Hace memoria un instante y responde por mediación del cantor que su número era de más de cien. Pero que, para las exequias de un jefe de tribu, presenció ceremonias con mil doscientos fusiles. En aquel entonces tenía quince años y ayudaba a su padre, pues el sacerdocio se transmite de padres a hijos.
Con entusiasmo, un mando yi del distrito pone a mi disposición un pequeño jeep para llevarme a Yancang a visitar la gigantesca tumba, que se alza hacia el cielo, del antiguo rey de los yi. Se trata de una colina redondeada con la cima cóncava, de unos cincuenta metros de alto. En la época de la «revalorización de las tierras para la revolución», las gentes se volvieron como locas. Para hacer cal, se llevaron las tres hiladas de piedras funerarias que rodean la colina, desenterraron y rompieron las urnas, para sembrar luego maíz en este espacio despoblado. Actualmente, sólo unos pocos y desmedrados hierbajos, inclinados por el viento, crecen aún allí. Según los investigadores yi, las terrazas de los muertos del antiguo país de Ba, de las que contamos con un testimonio en los documentos chinos de los Anales del país de Huayang, se asemejan mucho a esta tumba que se alza hacia el cielo. Estaban consagradas al culto de los antepasados y destinadas a la observación del cielo.
Afirma que los antepasados de los yi son originarios de la región de Aba en el noroeste de Sichuan y que tienen antepasados comunes con los antiguos qiang. Ése es precisamente el lugar de nacimiento de Yu el Grande, descendiente de los qiang. Comparto, por consiguiente, su punto de vista. Los qiang y los yi están muy próximos por su color de piel, su rostro y su constitución física; puedo atestiguarlo dado que acabo de volver de esas regiones. Me da una palmada en la espalda para invitarme a tomar algo en su casa. Nos hemos hecho amigos. Le pregunto si es cierto que, entre los yi, hay que beber siempre aguardiente mezclado con sangre para sellar una amistad. Él asiente: hay que matar un gallo y mezclar su sangre con el aguardiente. Por lo que a él se refiere, ya la ha puesto en la olla, así que la tomaremos mientras comamos. Acaba de mandar a su hija a Pekín para que estudie allí. Me la recomienda con el ruego de que la tome bajo mi cuidado. Él ha escrito también un guión cinematográfico. Si pudiera ayudarle a encontrar un estudio de realización, sería capaz de desplazar allí a todo un regimiento de jinetes yi para que participasen en el rodaje. Intuyo que pertenece a la clase de los aristócratas propietarios de esclavos, los yi de piel oscura. No me desmiente. Me cuenta que el año pasado fue a los montes Daliang. Llegó a remontarse hasta la décima o incluso varias decenas de generaciones -ya no recuerdo- de antepasados de la rama que tiene en común con un mando local yi.
Le pregunto si, en la sociedad yi de otro tiempo, la jerarquía de los clanes era muy rigurosa. A un muchacho y una muchacha de un mismo clan que deseasen casarse o que tuvieran relaciones sexuales,- ¿se les mataba por ello? ¿Y ocurría lo mismo con los primos hermanos? Si un esclavo yi blanco mantenía relaciones sexuales con una aristócrata yi de piel oscura, ¿debía ser el muchacho condenado a muerte y la mujer obligada a suicidarse?
– Es exacto -dice él-, pero ¿acaso no ocurre lo mismo entre vosotros los han?
Tras pensarlo un poco, caigo en la cuenta de que lo que dice es cierto. He oído decir que las condenas al suicido podían ser ejecutadas bajo forma de ahorcamiento, envenenamiento, harakiri, ahogamiento, salto al vacío. Las penas de muerte consistían en el estrangulamiento, el apaleamiento, el ahogamiento con una piedra atada al cuerpo, la caída desde lo alto de una roca, el ser pasado a cuchillo y el fusilamiento. Le pregunto si puede confirmarlo.