Todo ardió cuando los Taiping se rebelaron y vinieron a este pueblo de Wuyi, ¿no? Ella hace esta pregunta expresamente.
Tú dices que el incendio se produjo más tarde. En otro tiempo, el Segundo Señor, nieto del primogénito de la familia, era un gran mandarín en la corte. Nombrado presidente del Ministerio de los Castigos, se vio involucrado en un asunto de contrabando de sal. En realidad, más que afirmar que infringió la ley por un soborno, sería mejor decir que el emperador, en su estupidez, dio crédito a unas falsas acusaciones lanzadas por los eunucos. Sospechaba que él estaba implicado en una conjura urdida por la familia de la emperatriz para usurpar el trono; siguió a ello la confiscación de todos sus bienes y la decapitación de todos los miembros de su familia. De las trescientas personas que ocupaban esta inmensa residencia, todos los hombres, incluso los niños menores de un año, fueron exterminados, y las mujeres entregadas como sirvientas. Fue realmente lo que se llama poner fin a la descendencia. ¿Cómo hubiera podido evitarse que esta residencia fuera arrasada?
Habrías podido contar la historia de otro modo. Considerando el conjunto arquitectónico que forman esta tortuga de piedra negra medio rota que surge del suelo, estas puertas, estos tambores y estos leones de piedra, el lugar podía no haber sido otrora la residencia de una familia, sino más bien una tumba. Evidentemente, con su alameda de un li, esta tumba debía de ser de una gran magnificencia, pero ahora era difícil probar su existencia. La estela erigida sobre el caparazón de la tortuga de piedra fue robada por un campesino durante el período de la reforma agraria, y transformada en muela de molino, mientras que los restantes pedestales fueron enterrados en el lugar mismo, pues su peso no permitía su reutilización o bien exigía demasiada mano de obra para desplazarlos. Pero no era ciertamente un hombre del pueblo el que fue enterrado allí, ni tampoco un hidalgo del lugar que no habría osado permitirse semejante lujo, por más que hubiera poseído gran cantidad de tierras. Sólo príncipes y ministros tenían ese privilegio.
Y precisamente, aquel del que tú hablas, es uno de los fundadores de un Estado que, a consecuencia de la rebelión de Zhu Yuanzhang, hostigó a los tártaros; tanto combatió que puede decirse que prácticamente ninguno de sus hombres murió de muerte natural como él. Sólo los que daban prueba de un excepcional valor podían morir en su lecho y disfrutar de unas grandes exequias. Evidentemente, el futuro ocupante de la tumba vio que los viejos generales, que estaban al lado del emperador, desaparecían uno tras otro a causa de las intrigas. Helado de espanto desde la mañana a la noche, finalmente se atrevió a presentar su carta de dimisión al emperador: «Ahora que reina la paz en el país y el pueblo está tranquilo -escribía-, la clemencia del emperador es inmensa, ministros y generales abarrotaban la corte, pero a mí, pequeño ministro sin talento, de más de cincuenta años de edad, con una anciana madre viuda derrengada por el trabajo, sola en casa y enferma, no me quedan muchos años por delante y sería mi deseo regresar a mi tierra natal para servir aún un poco a mi madre». Cuando la carta de dimisión llegó a manos del emperador, él había abandonado ya la capital imperial. Su Majestad el Hijo del Cielo no pudo dejar de lamentarlo y ordenó que se le entregara un valioso presente. A su muerte, el emperador consintió en firmar de su puño y letra un edicto según el cual tendría derecho a ser enterrado en una gran tumba, para que sus méritos fuesen eternamente exaltados por las futuras generaciones.
Esta anécdota tiene también otra versión, muy alejada de lo que se menciona en los libros de historia, pero que encaja mucho más con un «escrito a vuelapluma». Cuando el ocupante de la tumba vio que el emperador eliminaba a los veteranos so capa de «introducir rectificaciones en el programa de la corte», afirmó que debía partir para las exequias de su padre y abandonó su puesto para refugiarse en el campo. A continuación, simuló la locura y no quiso ver ya a nadie. El emperador alimentaba alguna sospecha y no estaba tranquilo. Envió a un emisario que cruzó los montes y valles para llegar a su casa, pero encontró la puerta cerrada. Arguyendo que era portador de una orden imperial, penetró a la fuerza en la mansión. ¿Quién se hubiera imaginado que nuestro hombre saldría a cuatro patas ladrando furiosamente? El emisario permanecía escéptico. Cubriéndole de injurias, le ordenó, en nombre del emperador, que se cambiase de ropa para regresar con él a la capital. Nuestro hombre se puso entonces a oler unas cagarrutas de perro que había en una esquina de la pared, y acto seguido se las tragó al tiempo que sacudía la cabeza. El emisario no pudo sino regresar a la corte para dar cuenta de ello al emperador, cuyas sospechas se desvanecieron. Tras la muerte del hombre, se le dispensaron unos grandes funerales. En realidad, las cagarrutas de perro habían sido elaboradas por su doncella favorita con azúcar mezclado con granos de sésamo majados, pero ¿como hubiera podido el emperador imaginar semejante cosa?
Vivió también aquí un letrado de aldea que perseguía el mérito y la gloria. Estuvo toda su vida tratando de pasar los exámenes hasta alcanzar la edad madura y, con más de cincuenta y dos años, terminó por aprobar, siendo el último de su promoción. Esperaba cada día con impaciencia ser nombrado para un puesto. ¿Quién hubiera dicho que su hija aún célibe miraría con ternura a su joven cuñado y acabaría embarazada?
Esta estúpida muchacha creía que el bezoar de buey la ayudaría a abortar y cogió unos cólicos que duraron dos meses. Enflaquecía cada día más, mientras que su vientre se hinchaba. Finalmente, sus padres descubrieron la cosa y quedaron trastornados. Para salvar su reputación, el anciano imitó el método utilizado por el emperador con sus ministros y los hijos rebeldes cuya muerte ordenaba. No dudó en encerrar a su hija deshonrada en un ataúd de tablas. El asunto no tardó en difundirse y llegó hasta la cabeza de distrito. Temiendo siempre perder su bonete de mandarín, el jefe de distrito, que se hacía ya mala sangre debido a las prácticas poco ortodoxas corrientes en esta región, quiso en este caso aplicar un castigo ejemplar y transmitió el asunto a la prefectura que, a su vez, lo transmitió a la corte imperial.
El emperador, totalmente ocupado con su favoritas, desatendía desde hacía tiempo los asuntos de la corte, pero un día que se aburría mortalmente quiso conocer los sentimientos del pueblo para con él. Los ministros le informaron entonces de esta historia ejemplar que no dejó de provocar sus suspiros, pues era un hombre de buen sentido. «He aquí una familia que conocía bien los ritos», dijo. Estas palabras se convirtieron al punto en una declaración oficial y fueron transmitidas a la prefectura. Allí, el prefecto añadió una anotación a la misma: esta declaración debía ser grabada inmediatamente en una tablilla y difundida entre toda la población sin más demora. A continuación fue transmitida con urgencia por medio de un correo hasta la cabeza de distrito. El jefe de distrito no dudó en montar en un palanquín, acompañado de sus hombres que golpeaban el gong y gritaban para hacer apartarse a la gente a lo largo del camino. Y, una vez arrodillado para recibir la declaración emanada del emperador, ¿cómo hubiera podido este viejo letrado contener las lágrimas de gratitud? El jefe de distrito le dijo solemnemente: «Esta declaración que emana del Hijo del Cielo vale más que mil onzas de oro. Id inmediatamente a erigir un pórtico en su honor y hacedla grabar para que no sea olvidada jamás. ¡Este acontecimiento extraordinario reportará gloria a vuestros antepasados y conmoverá a cielo y tierra!». El viejo pidió en préstamo varias decenas de miles de libras de arroz y contrató a unos picapedreros cuyo trabajo supervisó día y noche. Al cabo de seis años, el pórtico minuciosamente esculpido fue acabado antes del solsticio de invierno. Para su inauguración, el viejo ofreció un gran convite a todos sus vecinos y, al final del año, hizo sus cuentas. Debía aún cuarenta onzas de plata y ciento sesenta monedas de oro. Terminó por resfriarse y caer enfermo. Ya no se levantó y murió antes de la siembra de primavera.