Sentado delante del fuego, él bebe aguardiente, pero, antes de probarlo, remoja un dedo en su cuenco y lo agita por encima de las brasas que se ponen a silbar despidiendo un humo azulado. En ese instante, me doy cuenta de que existo realmente.
– Hago esta ofrenda al dios del hogar porque es gracias a él que tenemos de comer y de beber.
La luz del fuego ilumina sus mejillas chupadas, su prominente nariz y sus pómulos salientes. Me dice que pertenece a la etnia qiang, que es oriundo de la aldea de Gengda. Dado que me incomoda hacerle preguntas de entrada sobre los dioses y los demonios, me limito a decirle que he venido a estudiar las canciones populares de estas montañas y le pregunto si se sigue practicando la danza llamada gezhuang. Él declara que él mismo es capaz de bailarla, que antaño hombres y mujeres bailaban en torno al fuego hasta la hora del amanecer, pero que, más tarde, fue prohibida.
– ¿Por qué? -Conozco perfectamente la respuesta, pero le hago la pregunta no obstante.
– Debido a la Revolución Cultural. Decían que las letras de las canciones no resultaban adecuadas y fueron sustituidas por citas de Mao.
– ¿Y qué pasó a continuación? -hago la pregunta a propósito, se está volviendo ya una vieja costumbre.
– Pues a continuación ya nadie las cantó. Ahora se empieza a bailar de nuevo, pero raros son los jóvenes que la saben. Yo les enseño.
Le ruego que me haga una demostración. Él se levanta al punto y, sin la menor vacilación, se pone a danzar cantando. Su voz es grave y fuerte, una hermosa voz natural. Estoy convencido de que es de etnia qiang, pero los policías encargados del estado civil tienen sus dudas. Piensan que todos aquellos que declaran pertenecer a las etnias tibetana o qiang lo hacen exclusivamente para verse libres de la limitación de los nacimientos y poder traer más hijos al mundo.
Él canta una canción, luego otra. Me dice que le gusta mucho pasárselo bien, de lo cual no me cabe la menor duda. Acaba de quitarse de encima el cargo de jefe de aldea y se diría de nuevo un montañés, un viejo montañés lleno de brío. Por desgracia, ha rebasado la edad de las aventuras amorosas.
Es capaz asimismo de decir numerosos encantamientos, procedimientos mágicos que utilizan los cazadores a la hora de salir a la montaña, llamados «método de la montaña negra» o bien «brujería». Él no niega el hecho. Cree firmemente que dichos encantamientos pueden empujar a las presas a los fosos o bien incitarlas a caer en las trampas. La magia no sólo se utiliza con animales, sino también entre los hombres con fines vengativos. Si el «método de la montaña negra» es utilizado contra un hombre, éste se ve abocado a no poder salir ya de la montaña. Esto me recuerda una historia que oí contar de niño: el fantasma que levanta un muro. Un hombre camina de noche por un sendero de montaña, camina que te camina, y de repente aparece delante de él un muro, una muralla escarpada o bien un profundo río que le es imposible cruzar. Si no consigue romper el encantamiento, no puede dar ya el menor paso adelante y vuelve sin cesar a su punto de partida. Así, a la salida del sol, advierte que no ha hecho más que dar vueltas en el mismo sitio. Y algo más grave aún: la magia puede llevar a un callejón sin salida y entonces es la muerte.
Dice encantamiento tras encantamiento. Éstos no son lánguidos y apacibles como las canciones, sino por el contrario muy precipitados, a modo de un jadeo. No soy capaz de comprender todo cuanto dice, pero el encanto de esta lengua, el aliento imponente de los monstruos y demonios que invoca llenan la estancia renegrida por el humo. Las llamas lamen la olla donde se cuece a fuego lento la carne de cordero, haciendo relampaguear sus ojos: ésta sí que es una escena auténtica.
En cuanto a ti, andas en busca del camino que lleva a Lingshan, yo, paseándome a lo largo del Yangtsé, busco la verdad. Acabo de pasar por un serio trance. Los médicos me diagnosticaron por error un cáncer de pulmón. La muerte me ha gastado una mala pasada y finalmente he conseguido superar el obstáculo que ha puesto en mi camino. En mi fuero interno, me alegro. La vida me ha devuelto una inmensa frescura. Hubiera tenido que abandonar hace ya mucho tiempo mi entorno polucionado y volver a la naturaleza en busca de una vida auténtica.
En mi entorno, me enseñaban que la vida era la fuente de la literatura y que la literatura debía ser fiel a la vida, fiel a su verdad. Y mi error era precisamente el haberme apartado de la vida, el haber ido en contra de su verdad. La verdad de la vida no se parece a su imagen externa. La verdad de la vida, es decir, la naturaleza de la vida, debe ser tal como es y no de otro modo. Si me he apartado de la verdad es porque no he expuesto más que una serie de fenómenos de la vida que no pueden, claro está, reflejarla como es debido. El resultado es que no he hecho más que seguir un camino equivocado deformando la realidad.
No sé si, ahora, sigo realmente el buen camino; en cualquier caso, quiero abandonar el mundo literario en plena efervescencia y escapar de mi habitación siempre llena de humo de tabaco. Los libros que se amontonan en ella me agobian, hasta el punto de impedirme respirar. Exponen toda suerte de verdades, desde la verdad histórica hasta la verdad sobre el comportamiento humano, y ya no sé qué utilidad tienen. Sin embargo, me estorban y me debato en sus redes, viviendo como un insecto presa en una tela de araña. Felizmente, el médico que equivocó su diagnóstico me ha salvado la vida. Era un hombre sincero. Me dio a comparar las dos radiografías del pecho que había sacado. En el extremo del pulmón izquierdo, una sombra de contornos imprecisos se extendía hasta la tráquea. Aun cuando me hubiera extraído totalmente el lóbulo del pulmón izquierdo, no hubiera servido de nada. Esta conclusión aparecía como una evidencia. Mi padre también murió de cáncer de pulmón, y no habían pasado más que tres meses desde que le fue diagnosticada la enfermedad y su fallecimiento. Era el mismo médico el que había hecho el diagnóstico. Yo tenía confianza en él y él la tenía en la ciencia. Las radiografías que me habían hecho en dos hospitales distintos eran semejantes de todo punto, no podía haber error técnico en ellas. El médico me extendió también un volante para que me hicieran una fibroscopia quince días más tarde. Yo no tenía prisa, porque sin ninguna duda iba a confirmar el tamaño de dicho tumor. Antes de la muerte de mi padre, se había procedido de igual modo, y yo no hacía más que seguir sus pasos, cosa que no tenía nada de original. Y sin embargo, me he escabullido de entre los dedos de la muerte, no puedo negar que he tenido suerte. Creo en la ciencia, pero también en el destino.
He visto un trozo de madera tallada, de más de trece centímetros de largo, recogido durante los años treinta por un etnólogo en la región de la etnia qiang, que representaba a un hombre cabeza abajo descansando sobre sus dos manos y con los rasgos del rostro resaltados en negro. En su cuerpo había grabados dos caracteres: «larga vida». Le conocían como el «wiichang cabeza abajo». Tenía realmente algo de maléfico. Le pregunto a este jefe de aldea retirado si es posible encontrar aún este tipo de dioses protectores. El me dice que se conocen como «laogen»: las «viejas raíces». Esta figurita debe permanecer con el recién nacido a lo largo de toda su vida, hasta el día de su muerte. Luego es llevada junto con el cadáver y, una vez enterrado éste, la figurita es depositada en plena montaña a fin de ayudar al alma del difunto a retornar a la naturaleza. Al preguntarle yo si podía encontrarme una para llevarla encima, me ha respondido entre risas que eran los cazadores quienes se la metían entre sus ropas para conjurar la mala fortuna, pero que no tenían ninguna utilidad para la gente como yo.