Выбрать главу

El pórtico conmemorativo se alza aún hoy en la entrada de la aldea y los indolentes pastores lo utilizan para atar sus bueyes en él. Sin embargo, la inscripción horizontal entre los dos pilares no pareció adecuada al presidente del comité revolucionario cuando vino de inspección por estos pagos, y ordenó al secretario de la aldea reemplazarla por el eslogan: «Que la agricultura tome ejemplo de Dazhai». * Las sentencias paralelas de los pilares: «Desde siempre, fidelidad y piedad filial se transmiten de padres a hijos», «Eternamente, el Shijing y el Shujing se extenderán por el mundo» debían ser sustituidas por «Cultivar la tierra para la revolución, sin egoísmo y por el bien común». ¿Quién podía saber en aquel entonces que el modelo de Dazhai sería puesto en entredicho y que la tierra sería devuelta a los campesinos? Ahora, cuanto más trabaja uno más se enriquece. Nadie presta ya atención a estos eslóganes. Por otra parte, todos los descendientes de esta familia han hecho fortuna con el comercio; ¿cuál de entre ellos tendría tiempo de volver para cambiar estas máximas?

Detrás del pórtico, en la puerta de la primera casa, hay sentada una anciana. Maja alguna cosa en un almirez de madera. A su lado, un perro amarillento olisquea en todos los sentidos. La anciana esgrime la mano de mortero y cubre al animal de maldiciones:

– ¡Largo, despeja!

Tú, en cualquier caso, no eres perro. Continúas avanzando para poder dirigirle la palabra:

– ¿Qué, anciana, está haciendo pasta de queso picante?

Sin responderte, ella te dirige una mirada y se pone de nuevo a moler pimiento picante fresco.

– Disculpe, ¿hay por aquí algún lugar llamado la Roca del Alma?

Sabes perfectamente que sería inútil preguntarle sobre un arduo asunto como la Montaña del Alma, por lo que le explicas que vienes de una aldea situada más abajo, la aldea de la familia Meng, y que alguien te ha hablado de una tal Roca del Alma.

Ella interrumpe su labor y te mira fijamente. De hecho, es sobre todo a tu amiga a quien ella examina, luego vuelve la cabeza y te pregunta en tono de gran misterio:

– ¿Busca tener un hijo, no es así?

Ella te coge furtivamente de la mano para atraerte hacia sí, pero le preguntas sin comprender:

– ¿Qué relación existe entre esta roca y el hecho de querer un hijo?

– ¿Qué relación, dices? -exclama ella con voz aguda-. Son siempre las mujeres las que van allí. ¡Van a quemar incienso cuando no consiguen tener un hijo varón!

Y se echa a reír ahogadamente, como si le hicieran cosquillas.

– ¿Y esta joven quiere tener un hijo varón?

Agresiva, la anciana se dirige a ella.

Tú le explicas:

– Estamos de viaje, vamos un poco por todas partes.

– Pero ¿qué hay de interesante aquí? Estos últimos días ha ocurrido lo mismo, han venido varias parejas de la ciudad. Han alborotado la aldea.

No puedes evitar preguntarle:

– ¿Qué han venido a hacer?

– Llevaban un aparato eléctrico, que no paraba de berrear y resonaba por toda la montaña. En la era se apretaban abrazados unos con otros, sin parar de menear las caderas. ¡Qué vergüenza!

– Ah, bueno, ¿buscaban también ellos la Montaña del Alma?

Tú estás cada vez más interesado.

– ¡La montaña de la desgracia dirás! Ya te lo he dicho, es allí donde las mujeres que quieren un hijo varón van a quemar incienso.

– ¿Por qué no pueden ir los hombres hasta allí?

– Si no le temes a la negra, puedes ir allí. ¿Quién te lo impide?

Ella tira otra vez de ti, pero tú dices que sigues sin comprender.

– ¡Te verás manchado por la sangre!

No sabes si la vieja te pone en guardia o bien te maldice.

– Ella dice que es tabú para los hombres.

Quiere justificar lo que dice la anciana.

Tú dices que no existe ningún tabú.

– Ella se refiere a la sangre menstrual de las mujeres -te dice al oído, como si quisiera incitarte a que os fuerais.

– Pues bien, ¿qué pasa con la sangre menstrual de las mujeres?

Tú dices que te importa un comino esa sangre.

– Vamos a ver lo que hay en esa Montaña del Alma.

Ella dice que ya basta, que no tiene ganas de ir allí. Tú le preguntas de qué tiene miedo, ella dice que tiene miedo de las palabras de la anciana.

– Pero ¿cómo van a existir tales prácticas? ¡Vayamos allí! -le dices tú.

Y le preguntas el camino a la vieja.

– No hacéis bien, vais a atraer a los demonios.

La anciana está a tus espaldas. Esta vez está claro que se trata de unas imprecaciones.

Ella dice que tiene miedo, que tiene como un presentimiento. Tú le preguntas si tiene miedo de encontrarse con una bruja. Y añades que en esas aldeas de montaña todas las ancianas son unas brujas y las jóvenes unas zorras.

– ¿También yo, en ese caso? -te pregunta ella.

– ¿Por qué lo preguntas? ¿No eres una mujer?

– ¡Y tú un demonio! -dice ella con ánimo vengativo.

– A los ojos de las mujeres, todos los hombres son unos demonios.

– ¿Así que estoy con un demonio? -pregunta ella levantando la cabeza hacia ti.

– El demonio se lleva a la zorra -dices tú.

Ella suelta una alegre carcajada. Pero te suplica de nuevo que no vayáis allí.

– ¿Qué pasará si vamos allí? -preguntas deteniéndote-. ¿Atraeremos la mala fortuna? ¿Provocaremos una catástrofe? ¿Qué hay que temer?

Acaramelada contra ti, dice que contigo está tranquila, pero tú adviertes que una sombra cruza por su rostro. Te esfuerzas por disiparla hablando en voz muy alta.

26

No sé si has reflexionado sobre esta cosa extraña que es el yo. Cambia a medida que se lo observa, como cuando fijas la mirada en las nubes del cielo, tumbado en la hierba. Al principio se asemejan a un camello, luego a una mujer, y por último se transforman en un anciano de luenga barba. Nada sin embargo es fijo, puesto que en un abrir y cerrar de ojos vuelven a cambiar de forma.

Es como cuando vas al retrete de una casa vieja y observas las paredes con manchones. Vas allí todos los días, pero las manchas, por más que sean antiguas, cambian en cada ocasión. La primera vez, distingues un rostro humano, luego un perro muerto, desventrado. La vez siguiente se transforman en un árbol bajo el cual una chiquilla monta un jamelgo enjuto. Diez o quince días más tarde, tal vez varios meses después, una mañana, estás estreñido y descubres de repente que las manchas de agua han vuelto a tomar la forma de un rostro humano.

Echado en la cama, miras al techo. La sombra de la lámpara transforma también el blanco techo. Si concentras tu atención en tu yo, te das cuenta de que se aleja paulatinamente de la imagen que te es familiar, que se multiplica y reviste rostros que te asombran. Es por ello por lo que me sentiría presa de un terror irreprimible si tuviera que expresar la naturaleza esencial de mi yo. No sé cuál de mis múltiples rostros me representa mejor y, cuanto más los observo, más evidentes me parecen sus transformaciones. Finalmente, sólo queda la sorpresa.