También dice que penden unas gruesas colgaduras, unas tras otras. Cuando se avanza entre ellas, se tiene la impresión de estar deslizándose. Apartando con delicadeza las colgaduras de terciopelo verde oscuro y metiéndose entre ellas, no se ve a nadie, no hay ningún ruido, la tela absorbe los sonidos, no hay más que música, perfectamente pura, tamizada por las colgaduras, una música que fluye dulcemente, que llega de una fuente cristalina llena de dulzura; por allí por donde pasa, aparece una débil luz.
Ella dice que tenía una tía muy guapa que se paseaba a menudo por delante de ella en casa, vestida únicamente con un minúsculo sujetador y unas exiguas bragas. Siempre tuvo ganas de tocar sus relucientes muslos, pero nunca se atrevió a hacerlo. Dice que en aquel entonces era aún una niña flacucha. Pensaba que nunca podría llegar a ser tan guapa como su tía, que tenía numerosos amigos y recibía a menudo al mismo tiempo varias cartas de amor. Ella era actriz y eran muchos los hombres que la perseguían con sus proposiciones. Siempre decía que la importunaban terriblemente, pero en realidad eso le gustaba. Más tarde, se casó con un oficial que la vigilaba estrechamente. Si regresaba a casa con un poco de retraso, él la acosaba a preguntas e incluso a veces le pegaba. Dice que en aquella época no había comprendido por qué su tía no le dejó, ni cómo pudo soportar esta humillación.
También dice que amó a un profesor, su profesor de matemáticas, oh, no se trataba más que del sentimiento de una chiquilla. A ella le gustaba su voz cuando daba las clases, las matemáticas son un hueso, no tienen ningún sentido para ella, pero le gustaba su voz y ella hacía los deberes muy concienzudamente. Un día sacó un noventa y nueve sobre cien en un examen y se deshizo en lágrimas. En pleno curso, a la hora de devolverles los ejercicios, estalló en sollozos al ver el suyo. El profesor le quitó el examen diciendo que lo revisaría, luego le añadió algún punto. Ella dijo que no quería eso, no, no quería eso, y tiró su examen al suelo. Delante de todos sus compañeros de clase, no pudo evitar deshacerse en lágrimas. Por supuesto, se cubrió de vergüenza y, tras, esto, dejó de prestarle atención y no le llamó nunca más profesor. Después de las vacaciones de verano, él ya no siguió enseñando en su clase, pero ella seguía pensando en él, le gustaba su voz, esa voz teñida de honestidad y de sencillez.
28
Entre Shigan y Jiangkou, la carretera está cortada por un cordón rojo. Un minibús impide el paso del autobús de línea en el que yo viajo. Brazalete rojo al brazo, un hombre y una mujer suben al vehículo. Tan pronto como alguien lleva este tipo de brazalete, disfruta de un estatuto especial y ostenta un aire terrible. Yo creía que andaban buscando a alguien, pero por suerte no se trata más que de un simple control de billetes efectuado por unos inspectores encargados de la vigilancia de las carreteras nacionales.
El conductor había revisado ya los billetes poco después de la salida, desde la primera parada. Un campesino quiso esquivarlo, pero su bolsa quedó atrapada en la puerta del autobús que el conductor cerró a tiempo. Tras haberle hecho desembolsar diez yuanes, le arrojó su bolsa. Sin preocuparse del campesino que le cubría de insultos, el conductor pisó el acelerador y arrancó, obligándole a saltar a la cuneta. En estas zonas montañosas donde los vehículos son poco numerosos, estar al mando de un volante sitúa al conductor muy por encima del común de los mortales, y todos los pasajeros alimentan hacia él una aversión indisimulada.
El hombre y la mujer del brazalete que suben al autobús se revelan sin embargo aún más brutales. El hombre arranca de la mano de un pasajero el billete que le alarga y ordena, amenazando al conductor con el dedo:
– ¡Abajo, abajo!
El conductor obedece sin más historias. La mujer le pone una multa de trescientos yuanes, o sea, trescientas veces el precio del billete, cuya esquina no ha sido cortada. Cualquier cosa puede dominar a otra, regla que no sólo vale en la naturaleza, sino también entre los hombres.
En un primer momento, el conductor da una explicación, de pie cerca de su autobús. Dice que no conoce a este pasajero, que no hubiera podido revender su billete, y acto seguido el tono sube. Pero los inspectores permanecen inconmovibles y se niegan a hacer la menor concesión, acaso porque el salario del conductor es más elevado que el suyo gracias a la instauración del nuevo sistema de responsabilidades, o bien porque quieren hacer gala del prestigio que les confiere sus brazaletes. El conductor se sale de sus casillas, pero acto seguido pone cara de lástima y les suplica penosamente. Pasa una hora así, sin que el autobús vuelva a arrancar. El infractor y los inspectores han olvidado que los pasajeros encerrados en el autobús se ven condenados a asarse bajo un sol de justicia. La aversión general contra el conductor se transforma de forma paulatina en odio contra los brazaletes rojos. Los viajeros aporrean la ventanilla y gritan sus reprobaciones. La mujer del brazalete rojo comprende entonces que es el blanco de la gente. Se apresura a arrancar la multa que introduce en la mano del conductor. El otro inspector agita un banderín. Su coche llega enseguida, suben a él y desaparecen a lo lejos.
Pero el conductor, acuclillado en el suelo, se niega a levantarse. Asomando la cabeza por las ventanillas del autobús, los pasajeros tratan de consolarle, pero más tarde, al cabo de una media hora, comienzan a perder la paciencia y se ponen a insultarle. Él vuelve a subir entonces de mala gana a su vehículo.
No ha recorrido el autobús más que un corto trecho de camino cuando, al atravesar una aldea, se detiene sin motivo aparente. Las puertas trasera y delantera se abren con estruendo y el conductor salta de su cabina declarando:
– ¡Todo el mundo abajo! Hacemos una parada, hay que repostar.
Luego se aleja. Los pasajeros se quedan en el autobús echando pestes, pero pronto, como nadie se ocupa de ellos, descienden uno tras otro.
Al borde de la carretera, además de un pequeño restaurante, hay una expenduría de tabaco y de alcohol, delante de la cual, bajo un toldo tendido para proteger del sol, se vende té.
El sol está ya declinando, pero, bajo el entoldado, hace aún mucho calor. Me da tiempo de tomarme dos cuencos de té frío, y el autobús aún no ha repostado. El conductor ha desaparecido. Extrañamente, los pasajeros que se habían puesto a la sombra bajo los árboles o bajo el entoldado también se han dispersado.
Entro en el pequeño restaurante en su busca, pero no encuentro más que unas mesas cuadradas y unos bancos vacíos. No comprendo realmente dónde han podido ir. Encuentro por fin al conductor en la cocina. Delante de él hay preparados en la mesa dos grandes platos de verduras salteadas y una botella de aguardiente. Está charlando con el patrón.
Me dirijo a él en tono poco amable:
– ¿Cuándo vuelve a salir el autobús?
Él me responde en el mismo tono:
– Mañana por la mañana, a las seis.
– ¿Y eso por qué?
– ¿No ve usted que he tomado aguardiente?
– No he sido yo quien le ha puesto una multa. No debería usted vengarse con los pasajeros si está cabreado. ¿Es que no lo entiende?
Trato de contenerme.
– Cuando se conduce después de haber tomado alcohol, uno se arriesga a que le caiga una multa, ¿lo entiende o no?