Le preguntas qué más quiere oír. Tú dices que tu infancia no fue una infancia desdichada, que no te privaste de coger el bastón de tu abuelo para ayudarte con él a hacer navegar un barreño en las aguas de las callejuelas después de la tormenta. También recuerdas que en verano, tumbado en la cama de bambú, contabas las estrellas por el tragaluz del techo y que buscabas una para hacer tu propia constelación. Asimismo recuerdas que a mediodía, el día de la fiesta de los Dragones, tu madre te cogió y te untó las orejas con rejalgar mezclado con alcohol, luego quiso trazar sobre tu cabeza el carácter wang, el rey. La gente decía que en verano eso prevenía de la sarna y de los furúnculos. Temiendo estar feo, te debatiste y saliste huyendo antes de que tu madre hubiera terminado su inscripción. Ahora, ella hace ya mucho tiempo que ha abandonado este mundo.
Ella dice que su madre también murió, en la Escuela de Mandos del 7 de Mayo. Había tenido que partir al campo, a pesar de su enfermedad. En esa época, toda la ciudad estaba en pie de guerra, presta a ser evacuada. Se decía que los soviéticos iban a atacar. ¡Oh!, dice ella, también ella huyó, el andén de la estación estaba lleno de centinelas, no sólo de soldados con dos insignias rojas en el cuello, sino también de milicianos que llevaban uniformes militares con un brazalete rojo. En el andén, llevaban bajo escolta a un grupo de detenidos de los campos de trabajo. Como unos mendigos cubiertos de harapos, ancianos, hombres y mujeres, cada uno de ellos con un hato de mantas, un cubilete y un cuenco en la mano, cantaban a voz en grito: «Reconocer los propios yerros, humildemente, es cosa de sabios, negarse a la enmienda es contumacia». Dice que en aquella época no tenía más que ocho años, que se deshizo tontamente en lágrimas, sin razón aparente, y que se negó en redondo a subir al tren. Tirada en el suelo, gemía para volver a su casa. Su mamá trató de consolarla, le dijo que el campo era más divertido que la ciudad, que los refugios antiaéreos eran demasiado húmedos, que si tenía que seguir excavando refugios se deslomaría, que para eso era preferible irse al campo, que allí el aire era más puro, que ella no tendría que masajearle la espalda todas las noches. Y es cierto que en la Escuela de Mandos ella estaba todo el día con su madre. Cuando los adultos se instruían en política recitando las citas del presidente Mao y leyendo los editoriales de los periódicos -había tantos en esa época-, ella podía quedarse entre sus brazos. Cuando iban a los campos, les acompañaba y se quedaba jugando al lado de ellos. Cuando cortaban el arroz, les ayudaba a recoger las espigas. A todo el mundo le gustaba jugar con ella, fue el período más feliz de su vida. Le encantaba la Escuela de Mandos, por más que hubiera visto al tío Liang ser sometido a una sesión de crítica. Arrojado debajo de su banco, apaleado hasta hacerle sangrar, perdió los incisivos. Cultivaban también sandías y, tan pronto como alguien empezaba una, enseguida la llamaba. Nunca más, en toda su vida, se había dado semejantes atracones de sandía.
Tú dices que también tú, por supuesto, te acuerdas de esa velada de Año Nuevo, el último año del bachillerato. Era la primera vez que bailabas con una chica, no parabas de pisarla, eras terriblemente tímido, pero ella te repetía que no tenía importancia. Estaba nevando aquella noche, los copos se fundían en tu rostro y, el camino de vuelta a casa después de la velada, lo hiciste a grandes zancadas para dar alcance a la chica con la que habías bailado y que iba por delante de ti…
¡No me hables de otras chicas!
Voy a hablarte del gato que había en mi casa y que era tan vago que ni tan siquiera cazaba ratones.
No me hables de gatos.
¿De qué, entonces?
Cuéntame si la viste, si viste a esa chica.
¿Qué chica?
La chica que se ahogó.
¿La joven instruida instalada en el campo? ¿La muchacha que se suicidó arrojándose al río?
No.
¿Cuál, entonces?
¡La que os atrajo diciendo que fuerais a daros un baño nocturno y a la que a continuación violasteis!
Tú dices que no estabas allí.
Ella dice que está segura de que estabas.
¡Tú afirmas que puedes jurarlo!
Pues bien, sin duda la tocaste.
¿Cuándo?
Debajo del puente, por la noche, tú también la tocaste, ¡todos los chicos sois igual de malos!
Tú dices que en esa época eras todavía un crío, que no te habrías atrevido.
Por lo menos la miraste.
Por supuesto que la miré, no era de una belleza nada corriente, era realmente atractiva.
No la miraste de manera inocente, miraste su cuerpo.
Tú dices que sólo pensaste en ello.
Eso es mentira, seguro que lo hiciste.
Es imposible.
¡Claro que es posible! Eres capaz de todo, ibas a menudo a su casa.
Pues bien, ¿y qué, qué pasó en su casa?
¡En su habitación! Ella dice que le arremangaste la ropa.
¿Cómo?
Ella estaba de pie, apoyada contra la pared.
Tú dices que fue ella la que se arremangó la ropa.
¿Así?, dice ella.
Un poco más arriba, dices tú.
¿No llevaba nada debajo? ¿Ni siquiera sujetador?
Sus pechos acababan de despuntarle. Por supuesto que se alzaban, pero tenía los pezones aún encogidos.
¡No me hables más de ello!
Tú dices que ha sido ella la que ha querido que hablaras.
Ella no quería que hablaras de eso, no quiere seguir escuchando más.
¿Qué quieres que te diga, entonces?
Lo que tú quieras, pero no me hables más de mujeres.
Le preguntas qué le pasa.
No es a ella a la que amas.
¿Cómo puedes decir eso?, preguntas tú.
Cuando hiciste el amor con ella, pensabas en alguna otra.
¡Eso no es cierto! Esta afirmación no tiene ningún fundamento.
Ella dice que no quiere seguir escuchándote, que no quiere saber nada.
Perdóname, la interrumpes tú.
No debes decir nada más.
Tú dices que en ese caso, eres tú quien la escuchas.
Tú nunca la has escuchado.
Tú le preguntas expresamente si siempre comía sandía en la Escuela de Mandos.
Eres un verdadero zopenco.
Le suplicas que continúe, le prometes que no la interrumpirás más.
Ella dice que no tiene nada más que decir.
33
A medida que se remonta el río Taiping desde el distrito de Jiangkou hasta el nacimiento del Jin, las montañas de ambas orillas se vuelven cada vez más imponentes. Una vez pasada la aldehuela de Panxi poblada de han, de tujia y de miao, se entra en la reserva natural. Allí las cadenas verdeantes de montañas comienzan a estar cerca y el lecho del río se estrecha encajonándose. La estación de vigilancia del río Heiwan, un pequeño edificio de ladrillo de dos plantas, está instalada al fondo de una ensenada. El jefe de la estación es un hombre de mediana edad, alto, moreno y enjuto. Las dos serpientes vivas que he visto fue él quien se las confiscó a un furtivo que no era de la región. Me explica que, en las orillas del río, las serpientes qi son particularmente numerosas entre las hojas de Apocynum venetum.
– Este es el reino de la serpiente qi.