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Es gracias a esta serpiente que este bosque subtropical de frondosos árboles se ha conservado hasta nuestros días en estado prácticamente virgen.

Ha viajado mucho, como soldado, luego como mando, pero ahora ya no quiere moverse de aquí. Recientemente, rechazó un puesto de comisario de policía y de jefe de la estación de plantación de la reserva natural. Prefiere permanecer aquí totalmente solo, vigilando esta montaña a la que ha tomado afecto.

Según él, cinco años antes, había aún tigres que venían a cazar vacas a la aldea, pero ahora ya nadie ve el menor rastro de ellos. El año pasado, confiscó un leopardo muerto por los montañeses y lo expidió a la oficina de gestión del distrito. Pusieron sus huesos en un baño de anhídrido arsenioso para conservarlos como ejemplares y los guardaron bajo llave. Pero un ladrón se introdujo en el cuarto por la tubería de desagüe y se los llevó. Vendidos como huesos de tigre para ser mezclados con aguardiente, se cree que proporcionan la longevidad.

Me explica que no es ni ecologista ni investigador, sino un simple guarda que permanece en esta estación desde su construcción. El pequeño edificio tiene varias dependencias y puede acoger a los especialistas que vienen de todas partes, ya para investigar, ya para recoger muestras. Su papel consiste en facilitarles la estancia.

– ¿No se siente usted aquí solo, después de tanto tiempo?

Al parecer no tiene ni mujer ni hijos.

– Las mujeres son demasiado plomo.

Y me habla de la época en que era soldado durante la Revolución Cultural; las mujeres también se habían lanzado a pecho descubierto en el movimiento. Una de ellas, una joven miliciana de diecinueve años, se convirtió en tirador de élite de la provincia. Al recrudecerse la lucha armada, se echó al monte con su facción y se cargó uno tras otro a cinco combatientes a los que habían cercado. Loco de rabia, su superior ordenó que la cogieran viva. Al quedarse sin munición, acabó siendo apresada. La desvistieron totalmente y un soldado le vació su cargador en la vagina, haciéndola papilla.

Cuando era responsable del personal en una pequeña mina de carbón, los mineros se batieron incluso con arma blanca por una mujer. Fue testigo de demasiadas trifulcas debido a las mujeres. También él estuvo casado, pero se separó y ahora no quiere ni oír hablar del matrimonio.

– Puede venirse a vivir aquí para escribir sus libros. Podríamos beber juntos. Yo tomo algo en cada comida, no mucho, pero siempre un poquito.

Un campesino pasa por el puente, hecho con el tronco de árbol atravesado sobre el agua, que hay enfrente de la puerta de la casa. Lleva en la mano una ristra de pececillos. Mi anfitrión le saluda y le hace seña de que se acerque explicándole que tiene un invitado.

– Voy a hacer una fritada picante con sésamo, es estupenda para acompañar el aguardiente.

Me explica que, si quiere comer carne fresca, siempre puede pedírsela a los campesinos que vuelven del mercado. En la aldehuela más próxima, a veinte lis de aquí, hay una pequeña tienda donde se puede comprar aguardiente y cigarrillos. Lo más normal es que se alimente de queso de soja, pues cada vez que un campesino lo prepara le reserva un poco. Cría también algunas gallinas. Tiene, así pues, siempre pollos y huevos.

Es mediodía, al pie de las montañas verdeantes tomo aguardiente con él mientras degusto su fritada a la pimienta y sésamo y el cuenco de carne de cerdo en salazón que ha preparado.

– Es verdaderamente una vida digna de inmortales ésta -digo yo.

– De inmortales o no, lo cierto es que aquí se está tranquilo. Por lo menos a uno no le molestan demasiado. Las cosas son simples para mí, un solo camino conduce a este lugar y pasa ante mis ojos. Mi única tarea consiste en vigilar las montañas.

En el distrito, he oído decir que la reserva natural de esta ensenada está muy bien vigilada. Pienso que es gracias a la actitud desinteresada de su guarda. Según dice, mantiene buenas relaciones con los campesinos. Cada primavera, un anciano le trae un saquito de raíces de plantas secas.

– Si las masticas cuando vas a la montaña, las serpientes te evitarán. Las serpientes qi son aquí verdaderamente peligrosas.

Y diciendo esto, se levanta y se va a buscar en su habitación una bolsita de papel llena de hierbas, de la que extrae una raíz de color pardo. Yo le pregunto el nombre de la planta, pero él lo desconoce, nunca se le ha ocurrido preguntarlo. Es un remedio secreto transmitido por los antepasados. Los montañeses tienen sus propias costumbres.

En su opinión, llegar hasta la cima Jinding me llevará tres días entre ir y volver. Debería llevar arroz, aceite, sal, huevos y unas pocas verduras hechas al queso de soja. Para pasar la noche en la montaña, tendré que guarecerme en una cueva donde unos científicos, llegados algún tiempo antes, dejaron unas mantas. Éstas me protegerán del frío, pues en la montaña sopla el viento y puede hacer mucho fresco. Luego manifiesta que va a ir a la aldea para ver si encuentra a alguien para que yo pueda ponerme en camino hoy mismo. Y se va, tomando por el puente de madera.

Yo voy a dar una vuelta por la ensenada. En los bajíos, las aguas son vivas. Centellean bajo el sol, pero, en los rincones umbríos, son oscuras y tranquilas y parecen recelar innumerables peligros. En la orilla, la vegetación es de un lujuriante casi exagerado, de un verde poco menos que negro, y exhala una humedad inquietante: uno se imagina al punto que el lugar está infestado de serpientes. Alcanzo la otra orilla cruzando a mi vez el puente de madera. Detrás de la floresta se embosca una aldehuela de cinco o seis altas casas antiguas de madera cuyas paredes de tablas y vigas están renegridas por el exceso de humedad debido probablemente a las abundantes lluvias.

Una calma perfecta reina en la aldehuela, ni la menor voz humana. Las puertas de las casas están abiertas de par en par, en las galerías sin barandilla se amontonan hierbas secas, herramientas, pedazos de madera y bambúes. Me dispongo a entrar en una casa para echar un vistazo, cuando de pronto un perro de negro y ceniciento pelaje salta hacia mí ladrando ferozmente. Retrocedo a toda prisa y vuelvo a la otra orilla. Me sumerjo entonces en la contemplación de las gigantescas montañas verdegrises expuestas al sol detrás del pequeño edificio de la estación de vigilancia.

A mis espaldas resuena la risotada de una mujer que llega por el puente. Sobre su hombro baila una palanca en la que se enrosca una gruesa serpiente de cinco o seis pies de largo que agita la cola. Es evidente que me hace una señal, pero no comprendo lo que grita más que al acercarme al río:

– ¡Eh!, ¿Me compra mi serpiente?

Y sin esperar la respuesta, se echa a reír de nuevo, y luego coge la serpiente con una mano y la levanta hacia mí con su palanca. Felizmente, el jefe de la estación llega a tiempo y le grita en tono de reproche:

– ¡Lárgate a tu casa! ¿Entendido? ¡Vamos, deprisa!

De mala gana, la mujer retrocede hasta el puente y se aleja obedientemente.

– Es una perturbada. Tan pronto ve llegar a un extraño, maquina algo.

Él ha encontrado a un campesino que me servirá de porteador y de guía. Tiene cosas aún que hacer en su casa, pero a continuación preparará arroz y verduras para varios días. Yo puedo partir primero y luego él se reunirá conmigo. Los montañeses conocen bien el camino, mi guía me alcanzará rápidamente con las provisiones. No hay más que un único sendero, por lo que no tiene pérdida. Más lejos, a siete u ocho lis, se encuentra una mina de cobre que fue temporalmente explotada y luego dejada abandonada hace mucho tiempo. Si no veo llegar a mi hombre, siempre puedo descansar allí.

Me aconseja asimismo que deje mi mochila, el campesino ya me la traerá. Y a continuación me entrega un bastón que me evitará esfuerzos en la subida y me permitirá ahuyentar a las serpientes. Por último, me recomienda que mastique un trozo de la raíz que me ha dado. Me despido, él agita la mano en dirección a mí y se mete en su casa. Su cabeza achatada, su semblante moreno y flaco, su rostro cubierto por una barba incipiente han desaparecido.