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Urgido por las ganas de orinar, me levanto y, a la luz del farol que llevo en la mano, me pongo de nuevo los zapatos. Retiro la tabla que bloquea la puerta hecha con palos. La puerta cruje violentamente al abrirse, empujada por el viento. El farol no ilumina más que un círculo a mis pies en la negra cortina de la noche. Doy dos pasos y me desabrocho el pantalón, cuando veo de repente, al levantar la cabeza, una sombra de diez metros de alto alzarse delante de mí. Lanzo un grito y a punto estoy de tirar el farol. La sombra inmensa se mueve al mismo ritmo que yo. Imagino que se trata de «la sombra del demonio» mencionada en la Monografía de la montaña Fanjing. Agito mi farol, la sombra se mueve también. Es en realidad mi sombra proyectada en la noche.

El campesino que me sirve de guía ha salido al oír ruido, hacha en mano. No me he recuperado aún del todo y no puedo articular palabra. Entre murmullos, agito el farol para indicárselo. También él pega un grito y se apodera del farol. Dos sombras inmensas se perfilan entonces contra la cortina negra de la noche y danzan al ritmo de nuestros gritos. ¡Qué estupefacción sentirse aterrado por uno mismo, y con más razón por la propia sombra! Igual que dos niños, orinamos danzando para hacer saltar la demoníaca sombra. Y también para calmarnos, para reconfortar nuestros conturbados espíritus.

Una vez de vuelta al interior de la cueva, la excitación me impide conciliar el sueño. Mi compañero se revuelve también en su yacija. Le pido sin ambages que me cuente historias de la montaña. Él se pone a balbucear, pero se expresa en dialecto y de ocho frases sobre diez no pesco ni papa. Me parece que está contando la historia de un primo lejano, que hace tal o cual trabajo, al que un oso sacó un ojo, porque no había honrado al dios de la montaña antes de ir a ella. Imposible saber si es una manera de hacerme un reproche.

Madrugando a la mañana siguiente, mi intención es ir a Jiulongchi, el lago de los Nueve Dragones. Se ha levantado una densa niebla. Mi guía camina delante, sombra indistinta a tres pasos de mí; a más de cinco, ya no me oye, aun cuando le llame a voz en grito. No tiene nada de extraño que, la pasada noche, el farol pudiera proyectar las sombras sobre una tan espesa niebla. Para mí, es por supuesto una experiencia nueva; a cada expiración, un blanco vaho viene a llenar el espacio dejado libre en la boca. A menos de cien pasos de la cueva, se detiene y se vuelve diciendo que es imposible continuar.

– ¿Por qué?

– El año pasado, con un tiempo parecido, seis personas fueron a la montaña a recoger furtivamente plantas medicinales y sólo tres de ellas regresaron -farfulla.

– Quiere atemorizarme, ¿no?

– Si quiere ir usted, vaya, pero sin mí.

– ¡Pero usted es mi guía! -Estoy, por supuesto, un poco cabreado.

– Ha sido el jefe de la estación quien me ha enviado.

– Pero él le ha mandado a usted por mí.

No le digo que he sido yo quien ha pagado su salario.

– Si le sucediera algo a usted, sería yo el responsable de rendir cuentas al jefe de la estación.

– No tiene usted que darle cuentas de nada. Él no es mi jefe. Y tampoco el responsable de mi persona. ¡Yo simplemente quiero ir a ver ese lago de los Nueve Dragones!

Él dice que no es un lago, nada más que algunos estanques de profundas aguas.

– Me da igual que sea un lago o no, yo lo que quiero es ver el musgo dorado que recubre la ribera, he subido a la montaña para ver ese musgo espeso, quiero ir a revolearme encima de ese musgo.

Me dice que uno no puede tumbarse en él, pues se trata de hierbas que crecen en el agua.

Siento deseos de contarle que fue el jefe de la estación el que dijo que resulta más agradable revolcarse sobre este musgo que sobre una alfombra, pero no tengo ganas de verme obligado a explicarle qué es una alfombra.

Él se calla y camina delante, cabizbajo. Yo retomo el camino. Ésta es mi victoria: hacer cumplir mi voluntad a un guía que he pagado. Quiero demostrar que no carezco de voluntad, no otro es el sentido de mi venida a este lugar donde los mismos diablos no se atreven a poner los pies.

Él ha desaparecido de nuevo. Yo he demorado un poco la marcha y él se ha desvanecido en medio de la blancura de la niebla. Me apresuro a darle alcance, pero choco contra un gran árbol. Si he de volver a localizar mi camino solo, entre estos árboles y estos campos, no lo conseguiré jamás. Ando completamente desorientado y comienzo a llamarle a grandes gritos.

Por fin, reaparece en medio de la bruma, gesticulando de manera extraña en dirección a mí. No le oigo gritar hasta que estoy delante de él, siempre en medio de esa maldita niebla.

– ¿Está usted cabreado conmigo? -Trato de pedirle excusas.

– No estoy cabreado, y menos con usted, ¡es más bien usted quien debe disculparme a mí!

Continúa gesticulando mientras grita, pero los sonidos llegan de manera ahogada a través de la niebla. Me doy cuenta de que no estoy siendo razonable.