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Ah, están muy felices, cara a cara, sentados con las piernas cruzadas sobre su esterilla. Unos platos perfectamente dispuestos delante de ellos: sangre de cerdo totalmente negra, queso de soja totalmente blanco, pimientos rojos, alubias de soja verdes, codillos de jamón con salsa de soja, costillitas estofadas, carne grasa de cerdo hervida, todo regado con aguardiente y servido en unos cuencos inmensos. El pueblo entero celebra el Año Nuevo, sacrificando de golpe nueve cerdos, tres bueyes, abriendo diez grandes tinajas de aguardiente añejo. Los rostros están colorados, las narices relucientes. Un anciano lisiado se levanta y se pone a gritar con voz enronquecida de gallo: «¿Por qué se ha dejado a los extranjeros prender fuego y plantar maíz en los montes Mahua, unos montes que constituyen nuestra reserva de leña para calentarnos desde hace generaciones?». Ha perdido los dientes, espurrea. Que no se piense que en su aldea sólo subsisten viejos cascados, secos como la paja del arroz, que no se piense que sus habitantes se dejan maltratar. ¡Por más que ahora ya no pueden llevar ni la palanca de punta de hierro, ni un arma de fuego, los descendientes de esta aldea no son lo que se dice unos amilanados! «Eh, tú, madre del Gran Tesoro, ¿no puedes estirar de las patas traseras a tu retoño para hacerle crecer?» Agitando el brazalete de plata que lleva en el brazo, la mujer responde: «¡Tú cierra el pico, vejancón, que todos en la aldea han podido ver que mi Gran Tesoro ha crecido, que a mi vástago lo desprecian fuera y es objeto de todo tipo de burlas en la aldea; no, no os metáis tanto con él, pues algunas familias no han tenido más que hijas, y ni siquiera un hijo varón!». A estas palabras, las mujeres se enfurecen: «Eh, tú, madre del Gran Tesoro, ¿por qué cambias de conversación?». Si los habitantes de la aldea no pueden defenderse del exterior, ¿cómo van a poder mantener la cara bien alta? También los jóvenes, rojos de excitación, sacan pecho abriéndose la chaqueta. ¡El jefe de la aldea, fusil en mano, no sabe lo que es ayunar! «¡A sus órdenes, jefe, envíenos solos a primera línea si nuestras cuñadas encierran a nuestros hermanos mayores en casa!» A estas palabras, las jóvenes montan en cólera y gritan contra ellos: «¡No sois más que unos imberbes y bien que sabéis ya faltar a la gente! Si vuestros padres están dispuestos a sacrificaros, ¿por qué no nosotras?». Un hombre, de ojos redondos, se levanta de golpe. «¡Eh, tú, pequeño, aún es demasiado pronto para que tomes la palabra en la aldea! Lo que tienes que hacer es escuchar a los demás.»

Continúa, dice ella que únicamente quiere oír tu voz.

Tú te recuperas y cuentas cómo la multitud se pone a aplaudir, el atolondrado echa enseguida mano al gallo y le corta el pescuezo. Sus alas siguen batiendo. La sangre caliente es mezclada con vino en los cuencos. Exclama: «¡Los que no beban que se vayan a dar por saco!». «¡Sólo los que se vayan a dar por saco no beberán!» Los hombres se arremangan, lanzan un escupitajo al suelo y prestan juramento poniendo al cielo por testigo. Con los ojos enrojecidos, se dan la vuelta para coger sus instrumentos. Los unos afilan sus cuchillos, los otros bruñen sus armas. Los viejos padres de cada familia enarbolan linternas y se van a abrir una fosa al lado de la tumba de sus mayores. Las mujeres se quedan en casa y, con la ayuda de las tijeras que les sirvieron para arreglarse el pelo el día de su boda y para cortar el cordón umbilical de sus hijos el día en que nacieron, recortan unos banderines de papel que son puestos sobre las tumbas. A la aurora, cuando hacen aparición las brumas matinales, el anciano renqueante llama con grandes redobles de tambor. Las mujeres salen de las casas enjugándose las lágrimas y acechan la entrada de la aldea, mirando a los hombres golpear los gongs, cuchillo en mano y fusil al hombro. Lanzan grandes gritos mientras descienden la montaña, por los antepasados, por el clan, por la tierra y los bosques, por sus descendientes, se matan entre sí a golpes de fusil, luego, discretamente, traen de vuelta los cadáveres. A continuación, las mujeres se ponen a lanzar gritos con el fin de invocar a cielo y tierra. Luego se vuelve a hacer la calma. Se suceden las labores del campo, las siembras, los trasplantes, las recolecciones y la trilla del cereal. Pasa la primavera y llega el otoño, los inviernos suceden a los inviernos, cuando las tumbas están invadidas por los hierbajos, las viudas han raptado a los jóvenes, los huérfanos han crecido y se han hecho adultos, la tragedia ha sido ya olvidada, y únicamente la gloria de los antepasados permanece en la memoria. Hasta que, la noche de la cena de Nochevieja, antes del sacrificio a los antepasados, los viejos se ponen a contar las viejas peleas de familia, los jóvenes empiezan a beber, su sangre caliente hierve de nuevo en sus venas… La lluvia cae sin cesar, durante toda la noche, las llamas decrecen hasta adquirir la apariencia de unos guisantes de olor cuyas flores brillasen con un botón morado en su centro. El botón se desarrolla, pero cuanto más disminuye la flor, más se intensifica su color, pasando del amarillo claro al rojo anaranjado. De repente la luz se refugia en la mecha de la lámpara, la oscuridad se torna más densa, como si fuera cera de vela que se endureciese, haciendo desaparecer la trémula luz del fuego. Tú te separas del cuerpo ardiente de mujer dormido contra ti y escuchas crepitar la lluvia sobre las hojas de los árboles. El viento aúlla tristemente en el pequeño valle a través de las ramas de los pinos. El tejado del que pende la lámpara de aceite comienza a dejar filtrarse la lluvia que cae sobre tu mismo rostro. Te acurrucas en la cabaña hecha de secas cañas que sirve para vigilar la montaña. Sientes un olor a moho, pero también el grato olor de las hierbas secas.

39

Es preciso que abandone esta cueva. Tres mil doscientos metros de altitud, tres mil cuatrocientos milímetros de agua de lluvia anuales, dos días de buen tiempo al año, un viento aullante que sopla a más de cien metros por segundo: la cima de los montes Wuling, en los confines de las cuatro provincias del Guizhou, Sichuan, Hubei y Hunan, es inhóspita y glacial. He de regresar entre los hombres, reencontrar el sol y el calor, la alegría, la multitud, el tumulto; sean cuales sean los tormentos que tenga que soportar, son el aliento vital de la humanidad.

Paso por Tongren con sus antiguas callejuelas atestadas, cubiertas hasta su centro por los aleros de las casas. Los peatones se ven empujados sin cesar por los cestos de bambú de los transeúntes. No me entretengo en absoluto y tomo tan pronto como me es posible un autobús de línea. Esa misma tarde, llego a una pequeña estación de autobuses llamada Yubing. Al lado, han sido construidos recientemente unos pequeños alojamientos privados. Tomo una habitación minúscula con una cama individual por todo mobiliario. Los mosquitos son agresivos, pero me asfixio bajo el mosquitero. Fuera, resuena una música demasiado fuerte mezclada con conversaciones entrecortadas por lloros y alaridos que ponen la piel de gallina. Se proyecta una película al aire libre en la cancha de baloncesto, ese tipo de películas que cuentan sempiternas historias, trágicas o alegres, de separaciones y de reencuentros, ambientadas en distintas épocas.