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Nunca he conocido este tipo de incitación, por más que sea aquello con lo que más he soñado. Ahora que la ocasión se me presenta, la dejo escapar.

He de reconocer que la mirada ardiente, llena de expectativa, de esta muchacha, con su nariz respingona, su frente alta, su fina boquita común a todas las chicas miao, ha despertado en mí una especie de dolorosa ternura que tenía olvidada desde hacía mucho tiempo; he tomado conciencia de que ya nunca volvería a sentir este amor puro. He de reconocer que soy viejo ya ahora. No sólo la edad y todo tipo de distancias me separan de ella, sino que por más que ella estaba muy cerca de mí y yo podía llevármela simplemente cogiéndola de la mano, lo más grave es que mi corazón está viejo y no puedo amar ya con ardor a una muchacha, sin pensar en nada. Mis relaciones con las mujeres han perdido desde hace tiempo esa naturalidad, sólo el deseo carnal perdura. Por más que busque el placer momentáneo, temo tener que asumir mis responsabilidades. No soy un lobo, tan sólo quiero convertirme en uno para refugiarme en la naturaleza, pero no consigo desembarazarme de mi apariencia humana, soy una especie de monstruo con piel humana que no encuentra ningún sitio adonde ir.

El sonido de los órganos de boca se eleva. En ese mismo instante, en los bosquecillos de la orilla, detrás de cada sombrilla, las parejas se amartelan y se besan, se tumban entre cielo y tierra para perderse en su mundo. Ese mundo, como una antigua leyenda, está demasiado alejado del mío. Amargado, abandono la orilla.

En la explanada donde suenan los órganos de boca, brilla el resplandor, blanco como la nieve, de una lámpara de petróleo colgada de un gran bambú.

Ella va tocada con una tela negra, anudada a modo de turbante, un cerquillo de plata le eleva los cabellos en lo alto de la cabeza engalanada con un tocado resplandeciente en cuyo centro juguetean dragones y fénix enroscados; a cada lado, cinco hojas de plata en forma de plumas de fénix se agitan a cada gesto del pie o de la mano. En las de la izquierda hay anudada una cinta abigarrada que cuelga hasta la cintura, cuya gracia subraya a cada movimiento. Lleva un vestido negro ceñido, cuyas largas mangas dejan al descubierto sus muñecas llenas de brazaletes de plata. Su cuerpo enteró está cubierto por el turbante y el vestido negro. Sólo su cuello y su nuca son visibles, aderezados con un pesado collar. Cruza su torso una cadena de larga vida, con motivos finamente cincelados, y cuyos eslabones penden delante del pecho ligeramente abombado.

Ella es perfectamente consciente de que este atavío atrae más la mirada que los vestidos multicolores del resto de muchachas. Su aderezo de plata habla de su origen aristocrático. Sus dos pies desnudos rebosan asimismo gracia y, cuando se pone a bailar al son de los órganos de boca, las esclavas que lleva en el tobillo tintinean con un sonido cristalino.

Es natural de una aldehuela de montaña de los miao de piel oscura, blanca orquídea de labios rojos como la camelia de primavera, dejando ver unos finos dientes nacarados. Su nariz chata, infantil, sus redondas mejillas, sus ojos reidores, sus pupilas relucientes de un negro de jade, se suman a su esplendor fuera de lo común.

Es inútil para ella ir a la orilla para atraer a un enamorado. Los jóvenes más lanzados de cada aldea vienen a inclinarse delante de ella, con unos órganos de boca de dos veces la altura de un hombre, decorados con cintas multicolores que ondean al viento. Hinchando sus mejillas, balanceando sus cuerpos, esbozando pasos de danza, atraen las faldas plisadas que dan vueltas sin cesar. Ella se limita a alzar ligeramente los pies y a girar con una gracia perfecta. Obliga a los jóvenes a inclinarse delante de ella, a tocar el órgano de boca hasta quedarse sin aliento y ver espumar burbujas de sangre en sus bocas. Está muy orgullosa de verles exaltar sus sentimientos hacia ella.

No comprende lo que se llama celos, no conoce la maldad de las mujeres, no entiende por qué las hechiceras mezclan ciempiés, abejones, serpientes venenosas, hormigas y un mechón de su propio pelo con sangre y saliva, los meten en una tinaja con las prendas interiores del hombre que se ha mostrado ingrato para con ellas cortadas en trocitos, y lo entierran todo junto a tres pies de profundidad.

Lo único que sabe es que a un lado del río hay un muchacho y, al otro, una muchacha que, en edad de merecer, se sienten dominados por la melancolía. Cuando se encuentran en la zona donde suenan los órganos de boca, su mutua belleza les impacta y los primeros brotes del amor echan raíces en sus corazones.

Lo único que sabe, cuando en plena noche el hogar de la chimenea está lleno de cenizas, cuando los viejos roncan y los niños hablan en sueños, es que ella se levanta y abre la puerta trasera de la casa para salir con los pies descalzos al jardín. Un muchacho viene, cubierto con un sombrero de pico de plata. Pasa detrás del seto y silba suavemente. Por la mañana, el padre llama nueve veces: si llamara demasiado, la madre montaría en cólera. Tras echar mano al bastón, empuja la puerta de la habitación, pero ya no hay nadie en la cama.

Entrada la noche, me tumbo bajo un alero, en la orilla. Las estrellas y los reflejos en las aguas se han apagado. Río y montañas se confunden en una misma oscuridad, el viento fresco de la noche se ha levantado, resuenan aullidos de lobos. Aterrado, sacado de mis sueños, aguzo el oído. Es de hecho el grito desesperado de un reclamo de amor, terriblemente triste, mitad canto, mitad aullido, que se repite de forma intermitente.

40

Ella dice que no sabe lo que es la felicidad, y dice también que, todo cuanto ha soñado tener, lo tiene, un marido, un hijo, una pequeña familia feliz a los ojos de los demás, un marido especialista en informática, tú sabes hasta qué punto esta profesión está en boga en nuestros días, él es joven y con un gran porvenir por delante, la gente dice que le bastará con registrar una patente para hacer fortuna. Y sin embargo, ella no es feliz. Después de tres años de unión, su entusiasmo por el amor y el matrimonio se ha esfumado ya. En cuanto a su hijo, a veces le parece que no es más que una carga. Ella misma se quedó muy sorprendida el día en que tomó conciencia de ello. Luego se acostumbró, pues a pesar de todo le ama, ama esa cosita que es la única en poder aportarle un poco de consuelo. Sin embargo, no le ha amamantado, para conservar la figura. Cuando, en su instituto, se quita su vestido blanco para darse una ducha, sus compañeras que han tenido hijos la envidian terriblemente.

Otro vestido blanco, dices tú.

Éste pertenecía a una de sus amigas, dice ella. Una amiga que venía siempre a hablarle de su depresión. Dice que no podía pasarse todo el santo día sin hablar de otra cosa que de los hijos con sus compañeras y haciendo jerséis para su hijo y su marido a cada pausa. Una mujer no debe ser la esclava de los suyos. De jerséis ella había hecho, por supuesto, y justamente sus problemas vinieron por culpa de un jersey.

¿Qué tenía ese jersey?

Ella quiere que tú continúes escuchándola, no debes interrumpirla, ¿por dónde iba?, pregunta.

Estabas hablando de ese jersey y de los problemas que te trajo.

No, ella dice que únicamente encontraba un poco de calma escuchando el órgano y los cantos durante la misa. A veces, el domingo, iba a la iglesia, dejando a su marido vigilando a su hijo. También él debía ocuparse del niño, las cargas no sólo tenían que pesar sobre ella. Ella no creía en Dios, pero un buen día pasó por delante de una iglesia. Ahora, las iglesias están abiertas, puede entrarse libremente en ellas. Había estado escuchado un instante y, a partir de entonces, fue allí siempre que disponía de un poco de tiempo. Es cierto que le gustaba también Bach, escuchaba sus réquiem, detestaba la música de moda, no conseguía ya superar sus problemas, te pregunta si no lo está contando de una manera demasiado desordenada.