Pone en la mesa varios cuencos llenos de vino de arroz, queso de soja, pastel de Año Nuevo de arroz glutinoso y tripas de búfalo regaladas por los vecinos. Debajo de la mesa, deposita una gavilla de arroz, y, delante, amontona carbón vegetal. Más relajado, se queda inmóvil un instante para recuperar el aliento. Luego sube las escaleras y vuelve a la entrada para buscar en el hogar un ascua incandescente. Se acuclilla lentamente y se inclina para soplar sobre ella. El humo hace brotar unas lágrimas de sus secos ojos. Unas llamas se elevan súbitamente y tose un momento. No se calma su tos hasta que no se ha tomado un trago de vino ofrecido en sacrificio.
En la margen opuesta, los últimos resplandores del día desaparecen sobre las cumbres montañosas de un verde intenso, el viento de la noche comienza a cantar sobre el agua. Sin aliento, se sienta en el alto banco, frente a la mesa, con los pies puestos sobre la gavilla de arroz. Recobra su calma interior y levanta la cabeza para contemplar la oscura cadena de montañas, sintiendo enfriarse sus lágrimas y la moquita que le pende de la nariz.
En otro tiempo, cuando realizaba un sacrificio a los antepasados, tenían que secundarle veinticuatro personas. Dos mensajeros, dos intendentes, dos portadores de accesorios, dos asistentes, dos portadores de cuchillos, dos escanciadores de vino, dos servidores de platos, dos chicas-dragones, dos heraldos, algunos portadores de arroz, ¡un fasto inmenso! Se sacrificaban un mínimo de tres búfalos y un máximo de nueve.
A modo de compensación, el comanditario del sacrificio debía ofrecerle siete veces arroz glutinoso: la primera vez, siete tinajas para que fuera a la montaña a cortar el árbol-tambor. La segunda vez, ocho tinajas para que transportara los tambores a la cueva. La tercera vez, nueve tinajas por llevarlas a la aldea. La cuarta vez, diez tinajas para atar los tambores entre sí. La quinta vez, once tinajas por matar el búfalo y ofrecerlo en sacrificio a los tambores. La sexta vez, doce tinajas para la danza de los tambores. La séptima vez, trece tinajas para la ofrenda a los tambores. Éstas eran las reglas ancestrales.
Cuando procedió a su último sacrificio, el comanditario envió a veinticinco personas para llevarle el arroz, los platos y el vino. ¡Qué porte! ¡Aquellos buenos tiempos, por desgracia, se acabaron! Ese año, para dominar la agitación del búfalo antes de su sacrificio, plantaron en la plaza un poste decorado de cinco colores. El comanditario se presentó con unas ropas nuevas y tocó los órganos de boca y los tambores. También él llevaba una larga túnica púrpura e iba tocado con un sombrero de terciopelo rojo. En el cuello de su túnica se había puesto una pluma de pájaro rock. Con la mano derecha agitaba unas campanillas, en la mano izquierda sostenía un abanico hecho con una gran hoja de bananero. Ah…
para que cien generaciones tu padre esté sereno.
En aquel momento un hombre ató una cuerda al morro del búfalo, trabó sus cuernos con una tira hecha de corteza y tiró hacia sí de él. El comanditario hizo delante de él tres genuflexiones y se prosternó nueve veces. Mientras cantaba con voz sobreaguda, el maestro del sacrificio tomó una lanza y persiguió al búfalo para darle muerte. Luego, pasándose por turno la daga, los jóvenes descendientes fueron a pinchar al animal al son de la música y de los tambores. El búfalo corría como loco alrededor del poste perdiendo su sangre. Terminó por desplomarse sin aliento. Entonces, la multitud le cortó la cabeza y se repartió su carne. Su costillar estaba reservado para el maestro del sacrificio. ¡Esos buenos tiempos se han acabado ya!
Ahora, ha perdido todos sus dientes y no puede ya comer más que un poco de gachas. Qué cierto que vivió aquellos buenos tiempos, pero ahora nadie viene ya a servirle. Los jóvenes, apenas tienen un poco de dinero, empiezan a andar con un pitillo en la boca, llevan en la mano un aparato que berrea a los cuatro vientos y lucen unas gafas negras que les hacen asemejarse a verdaderos demonios. ¿Cómo van a pensar en sus antepasados? Él cuanto más canta, más amargado se siente.
Se acuerda de que ha olvidado instalar el pebetero, pero si vuelve a buscarlo en la entrada tendrá que subir de nuevo las escaleras de piedra. Se limita a encender las varillas de incienso con las ascuas incandescentes de carbón vegetal y las planta en la arena, delante de la mesa. En otro tiempo, en el suelo, había que extender una tela negra de seis pies de largo, sobre la cual se depositaba la gavilla de arroz.
Pisotea la gavilla y cierra los ojos. Delante de él aparece una pareja de muchachas-dragones de apenas dieciséis años, las muchachas más bonitas de la aldea, con los ojos tan claros y límpidos como el agua del río. Esto era antes de la crecida, pero ahora, tan pronto como llueve a mares, el río se vuelve turbio y, por si fuera poco, a diez lis a la redonda, es imposible encontrar grandes árboles para los sacrificios. Hacen falta por lo menos doce pares de árboles de especies distintas, pero de la misma altura. Tanto de roble como de madera blanca, de arce como de madera roja; del roble se puede extraer plata y del arce, oro.