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Una vez dejada la aldea miao, avanzo por un camino de montaña desierto, desde el amanecer hasta la tarde. Ninguno de los camiones con remolque cargados de madera o de bambú, ninguno de los autobuses de línea se detienen cuando les hago una señal.

Tengo el sol de cara y un viento frío se levanta en el pequeño valle. En la carretera general sinuosa, donde no hay ni aldea ni caminante alguno, me embarga la tristeza. ¿Llegaré a la capital del distrito antes de que anochezca? Si ningún vehículo quiere cogerme, ignoro dónde pasaré la noche. De repente me acuerdo de que tengo una cámara fotográfica en mi mochila. ¿Por qué no tratar de hacerme pasar por un periodista?

Oigo acercarse un vehículo. Me pongo decididamente en medio de la carretera para impedirle el paso enarbolando mi cámara. Un camión entoldado llega traqueteando. Se me echa casi encima y no frena hasta el último momento con gran estrépito.

– ¿Quién es el hijo de puta que anda cortando la carretera de este modo? ¿Es que buscas tu muerte o qué? -espeta el conductor, con la cabeza fuera de la cabina.

Es un han, por lo menos comprendo lo que dice.

Me precipito hacia la puerta del camión.

– ¡Perdone, soy periodista, he venido a hacer un reportaje en una aldea miao, tengo mucha prisa, pues he de mandar un telegrama desde la cabeza de distrito antes de la noche!

Este tipo de hombre de rostro alargado, mejillas prominentes y boca carnosa, resulta fácil por lo general de convencer. Me mira de arriba abajo y frunce el ceño:

– Mi camión transporta cerdos, no hombres, y además no va a la cabeza de distrito.

Y es cierto, pues oigo gruñidos en su interior.

Exhibo una sonrisa de oreja a oreja:

– Con tal de que no me lleve al matadero, me doy por contento.

De mala gana, abre la puerta. Salto dentro de la cabina y le doy las más rendidas gracias.

Rehúsa el cigarrillo que le ofrezco. Circulamos sin decirnos una palabra. Ahora que estoy confortablemente instalado, no tengo ninguna necesidad de dar más explicaciones. De vez en cuando, echa una mirada a la cámara fotográfica que he colgado con toda intención de mi cuello. Sé que a los ojos de los habitantes de esta región, Pekín representa el centro del poder, y que un periodista venido del centro es forzosamente «alguien», pero ningún mando del distrito me acompaña y ningún jeep ha sido enviado para venir a buscarme. ¿Cómo explicar esto? Es difícil disipar sus sospechas.

Probablemente, cree que soy un estafador. He oído decir que realmente existen. Provistos de una cámara sin carrete, dándose grandes aires, van a la montaña a sacar fotos a casa de los campesinos, afirmando que sus tarifas no serán muy altas. Se dedican a esto durante un tiempo, para ir luego a gastarse el dinero que han estafado a la ciudad. Me divierte pensar que me toma por unos de esos tipejos. De vez en cuando, sienta bien que me divierta un poco, si no este largo viaje sería verdaderamente demasiado penoso. De repente, me echa una mirada y me pregunta de sopetón:

– ¿Adonde va, finalmente?

– ¡Regreso a la cabeza de distrito!

– ¿Qué cabeza de distrito?

Como he viajado en el coche del rey de los miao, no he retenido el nombre de las capitales por las que he pasado. Me veo incapaz de responderle.

– ¡En cualquier caso, voy al centro de alojamiento del comité del distrito más próximo! -digo.

– Pues bien, bájese aquí.

Delante de nosotros, hay un cruce de caminos, desierto también, sin un alma. No comprendo si trata de intimidarme o bien si también él quiere dar muestras de humor.

El camión aminora la marcha y se para.

– Yo giro aquí -añade.

– Pero ¿usted adonde va?

– A la compañía de compra de cerdos en vivo.

Se inclina para abrirme la puerta. Es una invitación a bajar. Naturalmente, no se trata de ninguna broma, no puedo sino saltar de la cabina y preguntarle:

– ¿Hemos salido de la zona miao?

– Hace ya rato, desde aquí no está a más de diez kilómetros de la ciudad, caminando llegará allí antes de que anochezca -responde siempre con la misma frialdad.

Un chasquido de puerta, una nube de polvo y el camión desaparece en la lejanía.

Me digo que de haber sido una mujer sola, el conductor no se habría mostrado tan frío conmigo. Sé, por otra parte, que en este tipo de carretera, los camioneros han abusado de mujeres solas, pero en realidad, en tal supuesto, yo no me hubiera montado a la ligera en un camión. Existe siempre una desconfianza mutua.

El sol ha desaparecido y la bruma de la tarde se estira en el cielo en forma de escamas de pez. Delante de mí, una larga cinta grisácea. Tengo agujetas en las piernas, la espalda empapada en sudor, ya no estoy pendiente de los coches, a lo único que aspiro es a descansar en lo alto de la cuesta antes de ponerme en camino por la noche.

Nunca hubiera pensado en dar por estos parajes con un semejante. El alcanza la cima casi al mismo tiempo que yo. Con el pelo desgreñado, la barba sin afeitar desde hace varios días, también él lleva una mochila. Yo la llevo a la espalda, él en la mano. Viste un pantalón de trabajo grisáceo, el tipo de pantalón que llevan los mineros o los albañiles. Yo, mis vaqueros, que no he lavado en todos los meses que llevo en la carretera.

A la primera ojeada que le dirijo, comprendo que este encuentro no augura nada bueno. Él me mira atentamente de arriba abajo, luego su mirada se desplaza hacia mi mochila. Tengo la impresión de encontrarme frente a un lobo. La única diferencia es que el lobo considera a aquel con el que se cruza en su camino como una presa en sí, mientras que el hombre siente interés por el botín que pueda reportarle su víctima. No puedo dejar de mirarle de arriba abajo a mi vez. Miro fijamente también su mochila. ¿Lleva un arma dentro de ella? ¿Si le adelanto, me atacará por la espalda? Me detengo.

Mi mochila no es ligera, sobre todo con mi cámara fotográfica; blandida, sería bastante pesada para servirme de arma. La hago deslizarse de mi hombro a la mano, y acto seguido me siento en el talud. Aprovecho para recuperar el aliento y me dispongo a hacerle frente. También él recupera el aliento y se sienta sobre una piedra, al otro lado de la carretera. Apenas diez pasos nos separan.

Salta a la vista que es más fuerte que yo. Si nos batimos, no estaré a su altura. Pero sé que en mi mochila hay un cuchillo de electricista que me llevo siempre de viaje. Podría serme de utilidad en caso de ataque. El no parece contar con nada equivalente. Si se sirve de un cuchillo más pequeño, no es seguro que gane la pelea. Siempre me queda como último recurso emprender la huida, pero ello no haría sino despertar sus sospechas, haciéndole creer que llevo encima algo de dinero y que soy débil. Esto podría incitarle a atacarme. Por su mirada, intuyo que la carretera está tan desierta detrás de mí como detrás de él. Debo demostrarle que estoy en guardia y que no le tengo ningún miedo.

Enciendo un pitillo y adopto la pose de estar descansando. También él saca un pitillo del bolsillo trasero de su pantalón. Evitamos mirarnos frontalmente, pero nos espiamos con el rabillo del ojo.

Si no está seguro de que llevo algo valioso encima, no habrá lucha. En mi mochila, no tengo más que un viejo magnetófono portátil casi inaudible, que habría tenido que tirar desde hace tiempo de haber tenido dinero para comprarme otro. El único objeto en realidad de valor que tengo es esta cámara japonesa de prestaciones bastante completas, pero no vale en ningún caso la pena arriesgar la vida por ella. Tengo también un centenar de yuanes en metálico. Aún valdría menos la pena derramar la propia sangre por tan poco. Mando una bocanada de humo hacia mis zapatos grisáceos. Ahora que estoy sentado, mi camiseta empapada se me pega a la piel, tengo la espalda helada y oigo rugir el viento en las alturas.