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– Estoy seguramente cubierto de pulgas -dije a modo de excusa.

Ella se rió en tono de reproche:

– Tómese, pues, un baño, los termos están llenos de agua caliente. La subí a mediodía. Aquí encontrará todo lo que usted necesite.

– Me siento verdaderamente incómodo, voy a irme a mi habitación, ¿puedo pedirle prestada su palangana?

– ¿Para qué puede servirle? Hay agua fresca en el cubo.

Diciendo esto, sacó de debajo de la cama un barreño de madera barnizada de rojo y listo ya con jabón y toalla.

– No se preocupe, voy a irme a la oficina a leer un poco. Al lado está la sala de conservación de objetos antiguos, algo más adelante de la oficina, y al final su habitación.

– ¿Qué clase de vestigios hay aquí?

Preciso era que encontrase alguna cosa que decir.

– No lo sé muy bien. ¿Quiere verlos? Tengo la llave.

– ¡Por supuesto, formidable!

Me explicó que en la primera planta había una sala de lectura de libros y de prensa, así como una sala de recreo cultural donde se ensayaban pequeños espectáculos. Me llevaría allí un poco más tarde.

Una vez lavado, sentía en mi cuerpo el mismo perfume que en el suyo. A continuación regresó para prepararme una taza de té. Me sentía bien en su habitación, no tenía ya ganas de ver los objetos antiguos.

Le pregunté acerca de su trabajo. Estaba titulada por el Instituto Pedagógico local, donde había aprendido música y danza. Pero la anciana que se hallaba al cargo de la biblioteca del Centro Cultural había caído enferma y ella la sustituía para vigilar la sala de lectura. Pronto haría un año que trabajaba allí. Dijo también que iba a cumplir veintiún años.

– ¿Podría cantar alguna canción de la tierra?

– No me atrevo.

– ¿Quedan aún viejos cantores?

– Por supuesto. En un pequeño pueblo, a unos cuarenta lis de aquí, hay un viejo que conoce muchos cantos.

– ¿Podría verlo?

– Vive en Seis Tiendas, una de nuestras aldeas de canciones. En autobús, puede ir y volver en el día.

Pero añadió que lamentablemente ella no podría acompañarme. Sin duda que el director no querría, pues no iba a encontrar a nadie para sustituirla: un domingo hubiera sido posible. Con todo, podía hacer una llamada, pues era precisamente su pueblo natal, podría telefonear al Ayuntamiento donde conocía a todo el mundo para que le rogasen al cantor que me recibiera. Dado que el autobús de vuelta salía a las cuatro, me invitaba a cenar con ella cuando regresara. Al vivir sola, tenía que preparar ella algo de comer.

A continuación me contó que en aquel pueblo vivía una costurera, la hermana de una de sus compañeras de escuela, una mujer especialmente hermosa, de una rara belleza, con la piel muy blanca, como una estatua de jade.

– Vaya usted a verla, le garantizo que…

– ¿Qué me garantiza?

Me dijo que lo había dicho en broma. Esa muchacha vivía de la tienda de confección que había abierto en una callejuela de Seis Tiendas. Podía vérsela desde la calle, pero todo el mundo decía que tenía la lepra.

– Es una verdadera tragedia, nadie se atreve a casarse con ella -dijo.

– Si verdaderamente tuviera la lepra, habría sido hospitalizada.

– La gente lo dice para desprestigiarla, pero yo no me lo creo.

– Podría ir al hospital a hacerse examinar y obtener un certificado médico -sugerí yo.

– Son aquellos que la tienen en el punto de mira los que mantienen el rumor, la gente es mala. ¿De qué serviría un certificado?

A continuación me contó que una amiga que era como una hermana para ella, y con la que se llevaba estupendamente, se había casado con un empleado que era recaudador de impuestos. El le pegaba tanto que tenía el cuerpo cubierto de morados.

Le pregunté por qué.

– ¡Porque la noche de bodas su marido descubrió que no era virgen! Las gentes de aquí son muy patanes, muy zafios, no como en la ciudad.

– ¿Ha estado usted enamorada alguna vez?

No sentí ninguna incomodidad en hacerle la pregunta.

– Hubo un compañero de clase. Yo estaba muy bien con él y, después de sacarnos el título, seguimos escribiéndonos, pero recientemente se ha casado, no me lo esperaba. En realidad, no tenía una relación regular con él, nos apreciábamos, eso sí, pero nunca llegamos a hablar de salir juntos. Cuando recibí la carta en la que me anunciaba su boda, lloré. ¿Le gusta a usted escuchar este tipo de historias?

– Ah, no -dije-, es difícil escribir sobre eso en una novela.

– No le he pedido que lo haga. Pero ¿por qué no, dado que ustedes los que escriben inventan lo que sea?

– Si tengo ganas.

– ¡La pobre! -suspiró ella.

Yo no sabía si suspiraba por la costurera de la pequeña localidad o por su hermana.

– Es cierto.

Estaba obligado a dar muestras de compasión.

– ¿Cuántos días piensa quedarse aquí?

– Unos dos. Voy a descansar un poco y luego me iré.

– ¿Desea visitar aún muchos lugares?

– Sí, todavía me quedan no pocos lugares adonde no he ido.

– Y adonde yo, en toda mi vida, no podré ir jamás.

– ¿No tiene ninguna oportunidad de ir a realizar alguna misión? También podría pedir unas vacaciones y viajar por su cuenta.

– Me gustaría visitar Shanghai y Pekín algún día. Si fuera a verle, ¿me reconocería?

– ¿Por qué no?

– Seguro que haría tiempo que me habría olvidado.

– Es usted demasiado dura conmigo.

– Digo la pura verdad, ¿es usted muy conocido, no?

– En mi oficio, se está en contacto con mucha gente, pero la gente simpática es más bien poca.

– Ustedes los escritores sí que saben expresarse de verdad. ¿No podría quedarse algunos días más? No sólo la gente de Seis Tiendas sabe cantar canciones populares.

– Sí, claro que puedo.

Me sentía presa en las redes de la ternura de niña pequeña que ella desplegaba en torno a mí. Pero pensar en esto no me hacía sentir muy bien.

– ¿No está usted cansado?

– Un poco.

Me di cuenta de que tenía que dejarla y le pregunté por la hora de salida del autobús del día siguiente para Seis Tiendas.

Nunca hubiera pensado que a la mañana siguiente, siguiendo sus instrucciones, partiría para un día entero, sin remolonear en la cama, ni haber lavado mis ropas sucias. Y que además me pasaría el tiempo esperando la noche para volver a verla.

A mi regreso, la cena estaba ya lista. El infiernillo de alcohol estaba encendido y una sopa se estaba haciendo a fuego lento. En vista de todos los platos que había preparado, le propuse ir a comprar aguardiente.

– Ya tengo.

– ¿Toma usted alcohol?

– Sólo un poquito.

Saqué un poco de carne en salazón y de oca asada envuelta en unas hojas de loto que había comprado en una pequeña tienda, enfrente de la estación de autobuses. En esta cabeza de distrito, se ha conservado la costumbre de envolver la carne de este modo. Me acordaba de que cuando era pequeño, en los restaurantes, se seguía también esta práctica y eso daba a la carne un olor especial. El entarimado que rechinaba a cada paso, la atmósfera de aislamiento creada por el mosquitero y el pequeño cubo de madera cuidadosamente laqueado de bermellón, todo me retrotraía a mi infancia.