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– ¿Ha visto usted al viejo cantor? -me preguntó mientras me servía aguardiente de buena calidad en el vaso.

– Sí, le he visto.

– ¿Ha cantado?

– Sí, ha cantado.

– ¿Ha cantado también sus canciones un poco especiales?

– ¿Cuáles?

– ¿No se las ha hecho escuchar? Claro, delante de un extraño, no se habrá atrevido.

– ¿Se refiere a canciones de amor subidas de color?

Ella se rió, incómoda.

– Tampoco las canta delante de las mujeres -aclaró.

– Eso depende. Sé que, si está con gente conocida, las canta con tanto más gusto si hay mujeres presentes. Pero delante de las jovencitas, no.

– ¿Ha recopilado algún material útil? -Cambiaba de conversación-. Después de irse usted, hice inmediatamente una llamada a la oficina del Ayuntamiento del pueblo para pedirles que avisaran al viejo cantor de que un escritor de Pekín iba a ir expresamente a hacerle una visita. ¿Cómo? ¿No le dieron el recado?

– Había salido a despachar unos asuntos, he visto a su mujer.

– Así pues, ha hecho usted el viaje en balde -exclamó ella.

– No, no ha sido en balde. He ido a sentarme un buen rato en una casa de té donde me he enterado de muchas cosas. Nunca hubiera creído que existieran aún tales establecimientos. Tanto la planta baja como la de arriba estaban llenas hasta los topes de campesinos que venían al mercado.

– Yo voy raras veces a ese tipo de sitios.

– Es muy interesante. Allí se habla de negocios, se charla, hay mucha animación. He discutido de todo con ellos, eso también forma parte de la vida.

– Los escritores son seres extraños.

– Yo hablo con hombres de toda índole. Uno de ellos me ha preguntado si tenía medios para comprar un vehículo para él. ¿De qué tipo?, le he preguntado. ¿Una Jiefang o un camión de dos toneladas y media?

Ella se echó a reír conmigo.

– Algunos se han hecho realmente ricos. Uno de ellos no hablaba nada más que de negocios que excedían los diez mil yuanes. También he conocido a un criador de insectos. Tenía varias decenas en tinajas llenas. Iba a vender más de diez mil ciempiés a cinco fen mínimo la pieza…

– ¡No me hable de ciempiés, pues les tengo un miedo terrible!

– Entendido, hablemos de otra cosa.

He dicho que me había pasado todo el día en una casa de té. En realidad, habría podido tomar un autobús a mediodía para regresar un poco antes con objeto de lavar mi ropa sucia, pero temía que ella se quedara decepcionada. Preferí regresar por la noche, a la hora que ella había fijado. Fui a dar una vuelta por las aldeas de los alrededores, pero no le hablé de ello.

– He intentado hacer algún negocio -le dije irreflexivamente.

– ¿Ha funcionado?

– No, no he hecho más que charlar, no conozco a nadie con quien hacer negocios y además no valgo para ello.

Ella me invitó a beber:

– Beba, que esto le entonará.

– Habitualmente, ¿toma aguardiente blanco?

– No, este aguardiente lo compré porque un antiguo compañero de clase pasó a verme hace unos meses. Aquí, cuando se tiene un invitado, se le ofrece de beber.

– ¡A su salud, entonces!

Sin dudarlo, ella se mandó al coleto su vaso de un solo trago.

Afuera, un golpeteo.

– ¿Llueve?

Fue a mirar por la ventana:

– Felizmente que ha vuelto usted, si no estaría calado hasta los huesos.

– Así es perfecto. Esta pequeña habitación y la lluvia cayendo afuera.

Ella rió dulcemente, ruborizada. La lluvia golpeteaba sobre el tejado de su casa o sobre las tejas de la casa vecina.

– ¿Por qué no dice nada?

– Escucho llover.

Luego añadió:

– ¿Y si cerrase la ventana?

– Sí, por supuesto, se estaría aún mejor.

Con la ventana cerrada, me sentí de repente más cerca de ella, gracias a esa lluvia maravillosa. Cuando volvió hacia la mesa, rozó mi brazo. Yo la cogí por la cintura y la atraje contra mí. Su cuerpo era dócil, tibio y flexible.

– ¿Es que me amas de verdad? -cuchicheó.

– He pensado en ti todo el día.

Era todo lo que podía decir y era la pura verdad.

Ella entonces volvió el rostro y yo me encontré con sus labios que relajó y abrió por espacio de un instante, y acto seguido la tumbé sobre la cama. Se zafó con la vivacidad de un pez recién arrojado en la orilla de un río. Yo no podía contenerme más, pero ella me imploraba que apagara la lámpara y bajara el mosquitero.

– No me mires, no me mires…

Me suplicaba al oído en la oscuridad.

– ¡No veo nada en absoluto! -dije yo buscando a tientas su cuerpo que no cesaba de rebullirse.

De repente se levantó y cogió mi muñeca. Llevó mi mano suavemente bajo su camisa que yo había abierto, luego la posó sobre su tirante sujetador. Se quedó distendida y no dijo ya ni una palabra. Había esperado como yo este calor y estas caricias repentinas. El aguardiente, la lluvia, la oscuridad, el mosquitero, le daban una sensación de seguridad. No tenía ya vergüenza, soltó mi mano y me dejó desnudarla totalmente. Yo besé su cuello, sus pezones, y sus húmedos miembros se separaron suavemente. La avisé balbuceando:

– Voy a poseerte…

– No, no debes hacerlo -dijo lanzando un suspiro.

Al punto, me tumbé sobre ella.

– ¡Voy a poseerte!

No sé por qué quería avisarla, ¿era acaso para buscar una excitación, para atenuar mi responsabilidad?

– Soy aún virgen…

Oí que lloraba.

Dudé un poco:

– ¿Crees que vas a lamentarlo?

– Tú no vas a casarte conmigo.

Era muy lúcida, y era eso lo que la hacía llorar.

La desgracia era que yo no podía afirmar lo contrario, sabía que tenía tan sólo necesidad de una mujer; en plena melancolía, quería gozar simplemente de ella, no podía asumir una responsabilidad mayor respecto a ella. Me tumbé a su lado, muy decepcionado, y le pregunté, sin dejar de besarla:

– ¿Te importa eso?

Ella negó con la cabeza en silencio.

– ¿No temes que tu marido te pegue si se da cuenta el día de la boda?

Su cuerpo se estremeció.

– ¿Aceptas pagar un precio tan alto por mí?

Acaricié sus labios que estaba mordisqueándose, asintió varias veces con la cabeza, despertando mi compasión. Cogí su cabeza entre mis manos y abracé su rostro, su cuello y sus húmedas mejillas. Lloraba en silencio.

No podía ser tan cruel con ella, obligarla a pagar un precio semejante simplemente por satisfacer mi deseo momentáneo. Sin embargo, no podía reprimirme el amarla, sabía que no se trataba del gran amor, pero ¿qué es el gran amor? Su cuerpo era lozano y sensible, yo estaba lleno de deseo por ella, había hecho lo que había que hacer, pero no podía rebasar ese límite. Y ella esperaba, lúcida, hábil, dejando que yo hiciera todo. No había nada más excitante. Me acordaría de los menores estremecimientos de cada parte de su cuerpo y actuaría de manera que su carne y su espíritu no me olvidaran jamás. Ella seguía temblando y llorando, bañando su cuerpo de lágrimas. Me pregunto si eso no era aún más cruel. No se apaciguó hasta que las primeras luces del alba se filtraron por el mosquitero medio bajado.