No puedes dejar de sentir un poco de lástima por ella, coges su mano malherida y succionas la sangre que chorrea. Ella te atrae hacia sí entre lloros, quisieras desprenderte, pero ella te aprieta cada vez más fuerte entre sus brazos y termina por apresarte contra su pecho.
¿Qué haces? Te domina una negra cólera.
Quiere que hagas el amor con ella, ¡lo quiere! ¡Dice que sólo quiere hacer el amor contigo!
Tú te sueltas con gran esfuerzo jadeando y le dices que ¡no eres una bestia!
¡Sí, exactamente! ¡Eres un animal! Grita ella salvajemente, en sus pupilas arde un fuego extraño.
Mientras tratas de consolarla, le suplicas que pare, que se calme.
Ella murmura y dice resoplando que te ama, que sus caprichos nacen precisamente de este amor, que tiene miedo de que la abandones.
Tú dices que no puedes plegarte a los caprichos de ninguna mujer, que no puedes vivir a la sombra de nadie, que ella te asfixia, que no puedes convertirte en el esclavo de nadie, que no te sometes a la presión de ningún poder, sean cuales sean los procedimientos empleados, no te someterás a nadie, no serás el esclavo de ninguna mujer.
Ella dice que te concederá la libertad a condición de que la ames, que no la abandones, que te quedes con ella, que continúes satisfaciéndola, que sigas deseándola, se enrosca en torno a tu cuerpo, te besa frenéticamente, cubre tu cuerpo y tu rostro de saliva, no forma más que una bola contigo, ha ganado ella, tú no puedes resistir más, vuelves a sucumbir al deseo carnal, no puedes sustraerte a él.
47
Avanzo por un sendero de montaña sombrío y desierto. A medio camino, empieza a caer la lluvia, primero suavemente, y resulta más bien agradable sentirla sobre mi rostro, luego cada vez más fuerte, obligándome a correr, con el pelo y las ropas empapados. Trepo a toda prisa hacia una cueva que diviso arriba del camino. Hay allí leña cuidadosamente apilada. El techo, bastante alto, está inclinado en ángulo. Un rayo de luz penetra en la cueva. He subido por unos escalones de piedra toscamente tallados. Un hogar hecho de piedras apiladas sostiene un caldero. El rayo de luz se filtra por una quebradura de la roca que hay encima del hogar.
Me vuelvo. Detrás de mí, hay sentado un hombre, que está leyendo sobre un armazón de madera provisto de un catre. Estoy sorprendido, pero no me atrevo a molestarle. Me limito a contemplar la grisácea lluvia a través de las quebraduras de las rocas. Llueve con demasiada intensidad, y realmente no puedo reanudar el camino.
– No se preocupe, descanse aquí.
Él es el primero en hablar, dejando su libro.
Sus largos cabellos caen sobre sus hombros, va vestido con una chaqueta y unos pantalones grises demasiados anchos. Debe de rondar los treinta años.
– ¿Es usted ermitaño?
– Todavía no, me dedico a cortar leña para el templo taoísta -responde.
Sobre su cama hay abierto un número de la revista La Novela Mensual.
– ¿Le interesan también esas cosas?
– Mato así el tiempo -responde evasivamente-. Está usted calado, séquese un poco.
Saca una palangana de agua caliente del caldero y me tiende una toalla.
Le doy las gracias y resueltamente me quito la camisa y me quedo con el torso desnudo. Me siento mucho mejor después de haberme lavado.
– ¡Qué lugar más agradable! -exclamo sentándome en un banquillo de madera frente a él-. ¿Vive usted en esta cueva?
Me explica que es oriundo de una aldea que hay al pie de las montañas, pero que detesta a todo el mundo, ya sea a su hermano y a su cuñada, como a sus vecinos y a los mandos de la aldea.
– No piensan en otra cosa que en el dinero. En las relaciones entre la gente, no cuentan más que los beneficios y las pérdidas -dice-. He cortado toda relación con ellos.
– ¿Se gana la vida cortando leña para el monasterio?
– Me fui de mi casa hará pronto un año, pero todavía no me han aceptado.
– ¿Por qué?
– El viejo superior quiere comprobar si soy honesto y perseverante.
– ¿Le aceptará a continuación?
– Sí.
Creía, pues, en su honestidad.
– ¿No resulta en exceso deprimente vivir en esta cueva completamente solo durante tan largo tiempo? -le pregunto echando de nuevo una ojeada a la revista literaria.
– Me siento más tranquilo y a mis anchas que en la aldea -responde él tranquilamente, sin dar muestras de aparentar que yo le moleste-. Y cada día, estudio mis lecciones -añade.
– ¿Qué clase de lecciones, si puede saberse?
De debajo de su manta, saca un ejemplar litografiado de Las lecciones cotidianas taoístas.
– Como estos dos últimos días ha estado lloviendo, no he podido cortar madera, y no he hecho otra cosa que leer novelas -explica acto seguido, viendo mi mirada puesta en la revista abierta sobre la cama.
– ¿No son una distracción estas novelas si ha de estudiar sus lecciones?
Quiero satisfacer mi curiosidad hasta sus últimas consecuencias.
– ¡Va!, en ellas no se cuentan más que historias vulgares entre hombres y mujeres -dice riéndose.
Me explica que terminó la enseñanza secundaria y que siguió estudios de literatura. En sus ratos libres, lee un poco.
– En realidad, es como la vida misma.
No me atrevo a preguntarle si ha estado casado. No está bien informarse sobre los secretos de un monje. La lluvia golpetea afuera, pero esta monotonía resulta agradable.
No debo molestarle más, me quedo sentado cerca de él sin moverme. Permanecemos un largo rato así, con nuestras mentes en blanco, sumergidos en la música de la lluvia.
No sé cuándo ha cesado. Cuando tomo conciencia de ello, me levanto para irme y me deshago en agradecimientos.
– Es inútil darme las gracias, pues todo es fruto del destino.
Era en los montes Qingcheng.
Más tarde, delante de una pagoda de piedra, en un islote en medio del río Ou, vuelvo a encontrar a un bonzo, con el cráneo rasurado, vestido con un largo hábito bermellón. Junta las manos delante de un estupa de Buda, se arrodilla y se prosterna con la frente en tierra. Los paseantes forman corro en torno a él. Sin prisas, una vez terminadas sus oraciones, se despoja de su hábito de culto, lo mete en una bolsa de skai negro, echa mano de un paraguas con el mango curvo que le sirve de bastón y se aleja. Yo le sigo un momento, y, cuando hemos dejado atrás a la multitud de curiosos, le pregunto:
– Por favor, maestro, ¿puedo invitarle a una taza de té? Me gustaría hacerle algunas preguntas acerca del dharma.
Él acepta no sin antes haber dejado escapar un largo suspiro.
Con el rostro demacrado, pero lleno de vitalidad, no parece tener más de cincuenta años. Con las perneras de los pantalones arremangadas, avanza a paso ligero. He de acelerar el paso para darle alcance:
– Maestro, viéndole, se diría que parte usted para un largo viaje.
– Voy primero al Jiangxi a hacer una visita a algunos viejos bonzos, luego iré también a otros muchos lugares.
– También yo quiero aislarme del mundo, pero no soy tan perseverante y sincero como usted, pues a usted le mueve un fin sagrado.
Necesito encontrar el lenguaje adecuado para conmoverle.
– En realidad, el verdadero viajero no debe tener meta alguna. En ese caso, será el viajero perfecto.
– ¿Es usted de esta región, maestro? ¿Va a abandonar definitivamente su tierra natal para realizar este viaje?
– La familia de todo el que entra en religión está en todas partes, no tengo realmente una tierra natal.
Me deja sin palabras. Le invito a tomar el té en un parque. Escojo un lugar tranquilo, apartado, para invitarle a sentarse. Le pregunto su nombre de religión, luego intercambiamos nuestros nombres y apellidos. Guardo silencio.