Apenas cinco minutos más tarde, llega a paso ligero y me acucia para que suba en un autobús que está a punto de salir. Subo sin pensármelo dos veces. El autobús corre sin hacer ninguna parada y veo a través de las ventanas los últimos resplandores del sol desaparecer tras las montañas. Cuando llega al final de línea, una pequeña localidad, debemos de haber recorrido desde la cabeza de distrito una veintena de kilómetros. El autobús vuelve a salir enseguida, es el último del día.
La pequeña localidad está en realidad constituida por una sola calle de unos cincuenta metros de longitud como máximo. Ignoro si hay alguna posada aquí. El me dice que espere un poco y entra en una casa. Pienso que, si estoy aquí con este hombre cálido, es porque debe de tratarse de un encuentro predestinado. Vuelve a salir de la casa trayendo en ambas manos una cubeta medio llena de queso de soja y me invita a seguirle.
A la salida de la localidad, por el camino de tierra, comienza a caer la noche.
– ¿Vive usted en una aldea próxima a la localidad?
– No está lejos -se limita responder.
Pronto, ninguna vivienda resulta ya visible y la noche se adensa. Por doquier, en los arrozales, resuena el croar de las ranas. Estoy un poco inquieto, pero apenas si me atrevo a hacer ninguna pregunta. Detrás de mí se deja oír el hipido del motor de un motocultor. Enseguida, mi compañero le hace grandes señas y corre en su persecución. Yo le alcanzo y salto dentro del remolque. Recorremos una docena de lis más por este camino de tierra, sacudidos como pequeños guisantes dentro de un remolque vacío. En la noche cerrada centellea, cual tuerto, el faro amarillo del motocultor que ilumina una veintena de pasos por delante el camino lleno de baches. Ni el menor peatón. El viejo no cesa de charlar a voz en grito en dialecto local con el conductor, como si discutiesen, pero yo me consigo pescar ni una sola de sus palabras debido al ruido del motor. Aun cuando estén decidiendo cómo liquidarme, no puedo hacer otra cosa que encomendarme al cielo.
Terminamos por llegar al final del camino. Allí se alza una casa sin luz: el propietario del motocultor ha llegado a su casa. Después de abrir la puerta, los dos hombres se reparten algunas porciones de queso de soja en la cubeta. Siguiendo a mi guía, me adentro a tientas por un sendero que serpentea entre los diques de los campos.
– ¿Queda aún lejos?
– No está lejos, no está lejos -repite él.
Por suerte él camina delante. Si deja en el suelo su cubeta y despliega sus artes de kung-fu -pues sé que todos los viejos taoístas son unos apasionados de ellas-, no me quedará más remedio que arrojarme en un arrozal y rodar por el barro. Ahora, unas montañas se reflejan en los arrozales en terraza, el croar de las ranas no menudea ya. Trato de reanudar la conversación. Le pregunto primero por la cosecha, luego sobre las dificultades que encuentra. Dice que es imposible que la gente se enriquezca dependiendo exclusivamente de la tierra. Este año ha gastado tres mil yuanes para transformar en estánque dos hectáreas de arrozal. Le pregunto si cría tortugas, pues actualmente en la ciudad está de moda comer su carne. Se dice que es anticancerígena y que además es nutritiva. Se venden muy caras. El dice que puso unos alevines y que si tuviera tortugas se los comerían todos. Ahora, no le falta dinero, sino que la madera es difícil de adquirir. Tiene seis chicos, pero sólo el mayor está casado, los otros esperan a construirse una casa para dejar a la familia. Me siento más tranquilizado y contemplo las estrellas, disfrutando del espectáculo de la noche.
En la sombra de la montaña, delante de nosotros, brilla el resplandor de un fuego. Hemos llegado.
– Ya le dije que no estaba lejos.
Evidentemente, los habitantes del campo tienen su propia noción de las distancias.
Pasadas las diez de la noche, llego así pues a una pequeña aldea de montaña. En la entrada de su casa quema incienso en honor de numerosas estatuas de madera o de piedra más o menos maltrechas. Deben de haber sido recuperadas de algún templo al ser destruido durante la lucha contra «las cuatro antiguallas», * más de una década atrás. Ahora puede exponerlas públicamente y en las vigas del techo hay pegados unos talismanes. Salen los seis hijos, el mayor de dieciocho años, el más joven de once. Sólo el mayor de ellos no se encuentra allí. Su mujer es menudita y su anciana madre octogenaria es aún muy vivaracha. Su mujer y sus hijos se muestran muy solícitos conmigo, soy un huésped distinguido a sus ojos. No sólo van a buscar agua para que me enjuague la cara, sino que quieren también que me lave los pies y hacerme poner los zapatos de tela del amo de casa. Por último, preparan una infusión de té para mí.
Un instante después, los hijos traen gongs, tambores y címbalos, un pequeño y un gran gong cuelgan de un marco de madera. Al punto se eleva la música y el viejo baja a la planta baja con paso lento y majestuoso. Ha cambiado totalmente de aspecto, va vestido con gran solemnidad con un viejo hábito morado de monje taoísta, apedazado y adornado con unos peces yin y yang y figuras de ocho trigramas. Enciende personalmente una varilla de incienso y hace una profunda inclinación delante de la hornacina de las divinidades. Los aldeanos de todas las edades, despertados por el gong y el tambor, se apretujan en el exterior, en el umbral de la puerta. La escena se transforma en una animada sesión ritual. No me ha mentido.
Eleva primero con ambas manos el cuenco de agua pura mascullando algo, luego asperja con el agua los cuatro rincones de la estancia. Cuando el agua rocía los pies de la gente apretujada en el umbral de la puerta, se alza una gran algarabía mezclada de risas. Únicamente él permanece con expresión inmutable, los ojos entornados, las comisuras de la boca hacia abajo, ostentando la solemnidad de quien está en comunicación con los espíritus. Sin embargo, la gente se ríe cada vez más fuerte. De pronto, se alza las mangas de su hábito y golpea violentamente con unas tablillas sobre la mesa, haciendo detenerse en seco las risas. Se vuelve y me pregunta:
– Puedo cantar el canto del año del gran viaje, el canto por la buena y mala fortuna de las nueve estrellas, el canto de los descendientes, el canto de la metamorfosis, la fórmula de presagio de los cuatro desastres, la llamada de los nombres mágicos de los antepasados, las oraciones por el dios de la Tierra, la llamada al alma de la Osa Mayor. ¿Cuál le gustaría escuchar?
– Bueno, en primer lugar la llamada al alma de la Osa Mayor.
– Está destinada a proteger a los muchachos de las enfermedades y de las catástrofes. ¿A qué niño quiere proteger usted? Dígame su nombre y los datos y hora de su nacimiento.
– Tú mismo, Pequeño Perro -propone alguien.
– No, yo no.
Un chaval sentado en el umbral de la puerta se pone en pie y va a esconderse entre el gentío. Nuevo estallido general de risas.
– ¿De qué tienes miedo? Si el viejo te hace eso, no tendrás ya enfermedades -dice una mujer.
El chaval, refugiado detrás de la multitud, no quiere hacer ya acto de presencia.
Agitando sus mangas, el anciano me explica:
– Bueno, normalmente, hay que preparar un cuenco de arroz, hacer cocer un huevo de gallina, ponerlo dentro del cuenco de arroz y ofrecerlo mientras se quema incienso. El niño debe prosternarse delante del altar y se implorará a los reyes de las cuatro direcciones, el Señor de la Estrella de longevidad del Sur, los Nueve Señores de la Estrella Polar, los dioses santos protectores del país, los padres y madres difuntos de la familia, los descendientes del Genio del Hogar, para que todos ellos bendigan al niño.