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Me cuenta esta historia con verdadero ardor. No debe de alardear cuando afirma arrancar lágrimas a los estudiantes durante sus charlas. Luego explica que, en 1950, los soldados de dos compañías rodearon de noche el edificio y el pequeño patio, y al alba, lanzaron un llamamiento para que los bandidos depusieran las armas y se rindieran. La gran puerta estaba bloqueada por el fuego de varias metralletas y no habría podido escapar nadie. Se hubiera dicho que había tomado parte personalmente en el combate.

– ¿Y después?

– Al principio opusieron resistencia, por supuesto, y el pequeño patio fue destruido con morteros. Los supervivientes arrojaron sus fusiles y se rindieron, pero no así Song Guotai. Los otros entraron a registrar el patio, pero no encontraron más que a algunas mujeres sumidas en el desconsuelo. Se cuenta que, en su habitación, un pasadizo secreto conducía a la montaña, pero nadie lo ha descubierto, y él desapareció. Ahora han pasado cuarenta años de todo aquello. Algunos afirman que sigue todavía con vida, otros que ha muerto, pero sin que exista prueba alguna de ello. No son más que suposiciones.

El se apoya en una silla de bejuco y prosigue enumerando con sus dedos:

– Existen tres hipótesis acerca de su suerte: una pretende que huyó a otra provincia en la que habría conseguido ser olvidado y que se habría hecho campesino. La segunda sería que murió en combate, pero que los bandidos no dijeron nada acerca de ello. Éstos tienen sus propias reglas. Son capaces de batirse entre sí con la mayor ferocidad, pero jamás se confiarán a la gente ajena. Tienen su propia ética -el espíritu caballeresco de las personas al margen de la ley-, pese a conservar una crueldad extrema. Los bandidos tienen también una doble personalidad. En cuanto a las mujeres, aunque hubieran sido raptadas, una vez caídas en esta guarida, pasaban a ser propiedad de la banda y no les traicionaban jamás, por más que tuvieran que soportar sus vejámenes.

Sacude la cabeza, no por incomprensión, sino más bien pensando tal vez en lo complejo de los seres humanos.

– Por supuesto, tampoco cabe excluir la tercera posibilidad: que habría huido a la montaña, sin poder salir de ella, y que se habría muerto de hambre.

– ¿Ha sucedido alguna vez que alguien se perdiera en la montaña y muriera en ella?

– ¡Ya lo creo! Y no tan sólo campesinos venidos de otras regiones para recoger plantas medicinales, sino también cazadores de la región que han muerto allí de agotamiento.

– ¿De veras? -Siento el más vivo interés por esta última afirmación.

– Hace un año, uno de ellos pasó más de diez días en la montaña sin regresar. Sus familiares avisaron al alcalde de la cabeza de cantón que vino a solicitar nuestra ayuda. Nos pusimos en contacto con la oficina de policía de la región forestal que dio suelta a un perro policía para buscarle. Le dieron a oler las prendas del hombre y él siguió su rastro. Finalmente, le encontraron muerto, atrapado en la quebradura de una roca.

– ¿Cómo es posible?

– Todo es posible. El pánico, la caza furtiva… La caza está formalmente prohibida en la zona protegida. También hubo un hombre que mató a su hermano pequeño.

– ¿Y por qué?

– Le confundió con un oso. Los dos hermanos ponían trampas en la montaña para cazar al almizclero. Eso da mucho dinero. Ahora, las trampas se han modernizado. Desatando los cables de los depósitos de madera de desmonte, se obtienen unos alambres que permiten poner en la montaña en un solo día varios cientos de trampas. El espacio es tan inmenso que resulta imposible vigilarlo enteramente y, ante su codicia, no hay nada que hacer. Estos dos hermanos pusieron un buen número de trampas en la montaña y luego se separaron. Si hemos de dar crédito a las supersticiones que corren por esta montaña, habrían sido víctimas de un hechizo. Estaban rodeando una cima y quiso la casualidad que se topasen de manos a boca. En medio de la densa niebla, el hermano mayor confundió a su hermano pequeño con un oso y lo abatió. Regresó a su casa en plena noche llevándose con él el fusil de su hermano. Dejó los dos fusiles apoyados contra la puerta de la tapia del chiquero de su casa para que su madre los viera cuando fuera a dar de comer a los animales de madrugada. Y sin entrar siquiera en su casa, regresó a la montaña, volvió a localizar el lugar donde su hermano había caído muerto y se cortó el gaznate.

Bajo del edificio vacío y me quedo un instante en este patio con capacidad para albergar a una caravana entera, y luego me dirijo hacia la carretera principal. Sigue sin haber ni coches ni paseantes. Contemplo la verde montaña perdida en medio de la bruma enfrente de mí. Se distingue una pronunciada bajada de madera de color grisáceo. El manto vegetal está ya totalmente destruido. En otro tiempo, antes de que la carretera llegara hasta aquí, las dos vertientes debían de estar cubiertas de frondosos bosques. Siempre he sentido ganas de ir al bosque primitivo, sin que sepa muy bien por qué me atrae tanto.

La llovizna no cesa de caer, cada vez más densa, formando una pantalla ligera que recubre las crestas montañosas, y difumina los vallecitos y barrancos. Una tormenta sorda e indistinta ruge tras las cumbres. Caigo en la cuenta de repente de que el ruido que más oigo es el del río que hay más abajo de la carretera. No cesa nunca, rugiendo en todo momento, con la misma corriente violenta. El río que desciende de las montañas nevadas para desembocar en el Minjiang discurre con una impetuosidad rebosante de una energía peligrosa y opresiva que los cursos de agua de las llanuras jamás poseen.

5

La has conocido cerca de este pabellón. Era una espera difusa, una esperanza vaga, un encuentro fortuito, inesperado. A la hora del crepúsculo has vuelto a la orilla del río. Al pie de los escalones de piedra tallada, el claro sonido de las palas de lavar la ropa flota en la superficie de las aguas. Ella está de pie, al lado del pabellón. Al igual que tú, contempla las montañas que se extienden hasta donde se pierde la vista en la margen opuesta y no puedes dejar de mirarla. En este pueblecito de montaña, ella se sale mucho de lo corriente: su silueta, su actitud, su aire perdido no pueden ser los propios de alguien del lugar. Te alejas, pero en tu fuero interno piensas en ella y, cuando vuelves delante del pabellón, ella ha desaparecido. Ya oscurece. Dos puntos rojos de unos cigarrillos brillan intermitentemente en el interior, unas gentes hablan y ríen en voz baja. No distingues sus rostros, pero puedes reconocer por el timbre de su voz que se trata de dos chicos y dos chicas. No parecen ser tampoco del lugar. Su tono es decidido y sus voces sonoras, tanto cuando bromean como cuando discuten. Prestando oído, oyes que las dos parejas se explican las argucias empleadas para burlar a sus padres y a los jefes de sus respectivos trabajos, los pretextos que han encontrado para largarse con total libertad. Satisfechos de sí mismos, no paran de partirse de risa. Tú ya has rebasado esa edad, no tienes que sufrir ya este tipo de trabas, no sientes ya la misma alegría que ellos. Tal vez acaban de llegar en un autobús esa misma tarde, pero te acuerdas de que no hay más que uno por la mañana, que viene de la cabeza de distrito. Han debido de llegar, pues, por sus propios medios. Ella seguramente no debe ir con ellos, ni tiene tampoco un aire tan alegre. Abandonas el pabellón, bordeas el río y desciendes todo recto. Conoces ya los lugares: entre la decena de entradas de casas situadas a la ribera del río, sólo la última es una tienda que vende aguardiente, cigarrillos y papel higiénico, luego la calle empedrada tuerce en dirección al pueblo. A continuación, se bordean los altos muros que circundan los patios de las casas, y, a la derecha, bajo el farol que difunde una luz amarillenta, una puerta negra: la entrada del Ayuntamiento de la cabeza de cantón. Debe de ser éste una antigua mansión de gente adinerada, a juzgar por las dimensiones del patio y la altura de los edificios flanqueados por torres de vigía. Más lejos, una huerta cerrada por un murete de ladrillos rotos y, enfrente, el hospital. Separada por una callejuela, una sala de espectáculos de reciente construcción, donde pasan una película de kung-fu. Has recorrido ya este pueblo varias veces sin acercarte a ella y sabes el horario de la sesión nocturna del cine. Si se toma la callejuela que rodea el hospital, puede desembocarse directamente en la calle principal, justo enfrente del imponente centro comercial. Todo está claro en tu cabeza, como si fueras un viejo habitante de este pueblo. Podrías incluso hacer de guía si alguien lo precisara. Y vuelves a sentir realmente una necesidad de comunicación.