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En la margen escarpada del río, el sol del atardecer lanza sus oblicuos rayos delante del templo del Emperador Blanco. Al pie de la abrupta peña, las aguas se arremolinan en medio de un estruendo que se oye de lejos. Delante de mí se alza el acantilado de la puerta de Kui, como cortado de un tajo. Si uno mira hacia abajo apoyándose en la barandilla de hierro, distingue una línea de separación entre el agua cristalina y centelleante del río y el agua impetuosa y fangosa del Yangtsé.
En la orilla opuesta, una mujer que lleva una sombrilla de color violeta pasa por la falda de la montaña entre las hierbas y los arbustos, por un camino invisible que asciende hasta la cima de la roca cortada a pico. Avanza y luego desaparece. En la cima vive sin duda gente.
Los dorados rayos del sol se ocultan tras la montaña y enseguida las dos orillas del desfiladero se oscurecen. Los fanales rojos que sirven de balizas a los barcos, colgados a ras del agua, se encienden uno tras otro. Una embarcación de tres cubiertas llega río arriba, repleta de viajeros de pie que contemplan el paisaje. El grave bramido de la sirena resuena largamente en la garganta.
Se dice que el campamento en forma de ocho trigramas que Zhuge Liang * hiciera instalar en medio del agua se encontraba en la intersección del gran río y del pequeño río, pasada la puerta de Kui. Yo he cruzado en varias ocasiones esta puerta en barca y todo el mundo en la cubierta señalaba algo con el dedo, aparentando verlo, pero yo no he podido distinguirlo nunca, incluso hoy mismo, desde la ciudad antigua del Emperador Blanco situada a riberas del río. Liu Bei * le habría confiado en este lugar a su hijo único, futuro emperador, pero ¿quién puede saber si las historias que se cuentan en las novelas históricas son reales?
En el templo del Emperador Blanco, sobre los pedestales de piedra, las estatuas de santos han sido reemplazadas por nuevas esculturas de arcilla coloreada, inspiradas en dramas históricos, cuya plástica da la impresión de una escena teatral; este templo no se asemeja ya a nada.
Lo rodeo y paso por detrás de un hotel de reciente construcción. A todo alrededor no hay más que montañas desnudas, salpicadas de matorrales. A media pendiente, se divisan sin embargo vagamente los vestigios del recinto amurallado semicircular de una ciudad antigua de época Han. Debe de medir varios kilómetros. Ha sido el director de asuntos culturales locales quien me lo ha enseñado. Este arqueólogo manifiesta un entusiasmo sincero por su trabajo. Me ha explicado que pidió a los servicios gubernamentales correspondientes una ayuda financiera para la conservación de estos vestigios; en mi opinión, es mejor dejarlo en este estado de ruina salvaje. Si se destinara dinero a tal fin, es probable que se construyeran pabellones y edificios abigarrados, en lo alto de los cuales abriría un restaurante que desnaturalizaría el paisaje.
Me ha enseñado un cuchillo de piedra, de más de cuatro mil años de antigüedad, tan pulimentado y brillante como si fuera de jade. Su mango estaba perforado por un agujero, sin duda para ser colgado al cinto. En las dos orillas del Yangtsé, se han descubierto ya numerosos instrumentos de piedra finamente pulimentados así como alfarería roja que data del Neolítico tardío. En una cueva, a orillas del río, se han encontrado también armas de bronce. Me explica que un poco más allá de la puerta de Kui, en una cueva situada en el acantilado y donde, dicen, Zhuge Liang escondió su obra acerca del arte de la guerra, dos hombres, uno mudo y el otro jorobado, descolgaron recientemente el último féretro suspendido. Quedó reducido a polvo. Recuperaron las osamentas para venderlas como huesos de dragón a unos dispensarios de medicina china, que, tras analizarlos, dieron aviso a la seguridad pública. La policía dio finalmente con el paradero del mudo: no obtuvieron en principio ninguna información de su parte, pero, tras unos buenos bofetones, terminó por conducirles al lugar, bordeando el acantilado en una barquichuela, y les mostró sus artes de trepador. En el lugar quedaban algunos fragmentos de tablas, probablemente restos de una sepultura de los Reinos Combatientes. El ataúd contenía presumiblemente algunos objetos de bronce, pero ha sido imposible saber qué fue de ellos.
En la sala de exposición del centro cultural pueden verse varias fusayolas decoradas con motivos circulares negros o rojos. Estos dibujos, que se asemejan a los peces yin y yan, deben de ser poco más o menos de la misma época que los que vi en los montes Qujia, río abajo, en la provincia de Hubei. Tenían unos cuatro mil años de antigüedad. Cuando las fusayolas giraban, haciendo alternarse vacío y plenitud, aparecía la imagen del pináculo supremo taoísta. * Llego incluso a imaginar que se trata de la aparición más antigua de este símbolo, punto de partida de los principios filosóficos del ser, desde el Libro de las mutaciones hasta el taoísmo: complementariedad del yin y del yang, interdependencia de la felicidad y de la desdicha. Los primeros conceptos de la humanidad nacieron de las imágenes, luego se aliaron con los sonidos y, finalmente, aparecieron el lenguaje y el sentido.
Al principio, debió de caer algún elemento extraño por inadvertencia, durante la cocción, dentro de una fusayola de tierra. Y debió de ser una mujer, mientras hacía girar la rueca, quien observó el motivo al que daba origen el movimiento. Y el hombre que dio un sentido a este motivo fue llamado Fuxi. Pero, por supuesto, fue una mujer la que dio vida e inteligencia a Fuxi, y la mujer que creó la inteligencia del hombre recibió el nombre de Niu Gua. La primera mujer y el primer hombre que llevaron un nombre, Niu Gua y Fuxi, simbolizan la toma de conciencia de la unión del hombre y de la mujer.
Fuxi, con su cuerpo de serpiente y su cabeza de hombre, tal como se le representa en los ladrillos que datan de época Han, y tal como aparece en las leyendas, en sus relaciones con Niu Gua, encarna los impulsos sexuales de los hombres primitivos. De bestias salvajes, fueron transformados en monstruos y, posteriormente, se les elevó al rango de ancestros de los orígenes, simple encarnación instintiva del deseo sexual y de la invitación a la vida.
En esta época no existía el individuo, no se distinguía el «yo» del «tú». El «yo» apareció muy al comienzo a causa del miedo a la muerte; lo ajeno al «yo» se transformó en lo que se denomina el «tú». El hombre era entonces incapaz aún de temerse a sí mismo, su conocimiento de sí no provenía más que del otro. Sólo el hecho de apresar o de ser apresado, de estar sometido o de someter, le confirmaba en su existencia. La tercera persona que no tiene relación directa con el «yo» y el «tú» es «él». Y «él» no aparece sino de forma paulatina. Más tarde, he descubierto que ocurre otro tanto con «él»: fue la existencia de seres diferentes la que hizo retroceder la conciencia del «yo» y del «tú». El hombre ha ido olvidando paulatinamente su «yo» en la lucha por la vida con el prójimo y, sumergido forzosamente en el mundo infinito, ya no es más que un granito de arena.
¿Qué puedo hacer con lo que me resta de vida? Es la pregunta que me hago al escuchar en la noche en calma el sonido difuso de las aguas del río. ¿Ir a recoger de las orillas del agua los pesos de las redes que utilizaban los pescadores de Daxi? Poseo ya un canto rodado perforado en su parte central con la ayuda de un hacha de piedra. Fue un amigo quien me lo dio hace un par de días, río arriba, en Wanxian. Me dijo que, en la estación de las aguas bajas, es posible recogerlos en la orilla. El cieno se acumula y el lecho del río se eleva de año en año. Además, existe el proyecto de construir una presa a la salida de las gargantas. Una vez construido este gran dique pretencioso, la muralla de la antigua ciudad de los Han se verá sumergida por las aguas. ¿Qué sentido podrá tener entonces coleccionar vestigios del pasado?