Sé que no perdura ningún vestigio en el emplazamiento de la capital del país de Chu, sin duda voy allí en vano. Sin embargo, sólo veinte kilómetros de ida y vuelta me separan y tal vez luego lamente no haber ido a visitarlo antes de abandonar Jiangling. Molesto en su siesta a una joven pareja que guarda el emplazamiento arqueológico. Licenciados universitarios desde hace apenas un año, han sido destinados aquí como vigilantes, a fin de proteger unas ruinas que duermen profundamente bajo tierra, sin saber siquiera cuándo serán sacadas a la luz. Recién casados, no padecen aún de la soledad y me dispensan una calurosísima acogida. La esposa me sirve sucesivamente dos grandes tazones de té frío amargo, mezclado con unas plantas medicinales que ayudan a disipar los excesos de calor. El recién casado, un chico joven, me conduce hacia un campo donde se alzan unos montículos de tierra. Me muestra unos arrozales donde ha comenzado ya la recolección y un lugar más elevado, al lado de una colina, plantado de algodón y de sésamo.
– Tras la destrucción del país de Chu por el país de Qin, la ciudad de Jinan fue abandonada -explica el joven-; aquí no se ha encontrado ningún vestigio posterior a la época de los Reinos Combatientes. En cambio, en el interior de la ciudad, se ha descubierto una sepultura. La ciudad parece datar de la época media de los Reinos Combatientes. En los documentos históricos se refiere que la capital había sido ya trasladada a Ying, es decir, a Jinan, con anterioridad al rey Huai de Chu. Si contamos a partir de él, ello quiere decir que hacía más de cuatrocientos años que era capital. Claro está que ciertos historiadores tienen un punto de vista distinto. Piensan que Ying no se encuentra aquí. Pero si nos apoyamos en los datos arqueológicos, se constata que los campesinos han sacado a menudo a la luz, mientras araban la tierra, fragmentos de alfarería y de bronces de la época de los Reinos Combatientes. Si se excavara, se llevarían sin duda a cabo descubrimientos considerables.
Luego añade señalándome un punto en la lejanía:
– El general en jefe Bo Qi tomó al asalto Ying, y el agua del río desviado inundó la ciudad. Ésta se abría originariamente por tres lados sobre el agua: el río Zhu discurría de la puerta sur a la puerta norte, en dirección al este; de ese lado, se encontraba el túmulo sobre el cual nos encontramos y un lago que comunicaba con el Yangtsé. En esa época, el río pasaba muy cerca de Jingzhou, pero, ahora, discurre dos kilómetros más abajo. En la montaña de Ji, enfrente, están las tumbas de la aristocracia de los Chu, y al oeste, en los montes Baling, las tumbas de los reyes, que han sido todas saqueadas.
A lo lejos se elevan suavemente algunas colinas. Aunque son calificadas más bien de montañas en los documentos, no por ello deja de ser un estupendo paraje.
– Y aquí se alzaba la torre que remataba la puerta de la ciudad -me indica señalando con el dedo un arrozal-. Tras las inundaciones del río, se acumularon allí más de diez metros de légamo.
Y es cierto que, salvo algunos terraplenes aquí y allá entre los arrozales, sólo esta eminencia emerge del paisaje.
– Al sureste se encontraba el palacio, la zona de los talleres estaba al norte y, al suroeste, se han descubierto también vestigios de una fundición. Al sur, la capa freática es demasiado alta, y la preservación de los vestigios no es tan buena.
Sacudo la cabeza al hilo de sus explicaciones y poco menos que imagino los contornos de la ciudad. Si no estuviéramos a pleno sol de mediodía y si los fantasmas salieran al amparo de la noche, reinaría aquí una extraordinaria animación.
En la parte baja de la colina, me indica que acabamos de salir de la capital. El lago de la época es hoy en día un simple pequeño estanque cubierto de hojas de loto entre las que se abren pujantes flores rosas. Cuando fue expulsado de la corte, el alto funcionario Qu Yuan debió de pasar al pie de esta colina y seguro que cogió algunas de estas flores para llevarlas prendidas en el cinto. Antes de que el lago se convirtiera en este pequeño estanque, toda clase de hierbas olorosas crecían en sus orillas. Qu Yuan debió de trenzarse con ellas una corona. Por doquier, al borde de los lagos y estanques, debían de elevarse cantos que han llegado hasta nuestros días. Si no hubiera sido expulsado de la corte, tal vez Qu Yuan no habría llegado a ser nunca un gran poeta.
Y más tarde, si Tang Xuanzong no hubiera expulsado a Li Bai de la corte, tal vez nunca se habría convertido en un genio de la poesía, y nunca habría existido la leyenda que cuenta que murió ebrio, tratando de recuperar la luna en el agua desde su barca. Se dice que el lugar donde se ahogó se encuentra en Caishiji, en el curso inferior del Yangtsé. Hoy en día, las aguas del río han refluido lejos de este lugar, que se ha convertido en un banco de arena muy contaminado. Incluso la vieja ciudad de Jingzhou se encuentra actualmente por debajo del lecho del río. Un dique de una decena de metros la protege, sin el cual sería desde hace tiempo un palacio submarino para los dragones.
Más tarde, he vuelto a Hunan y he atravesado el río Milou al que se precipitó Qu Yuan para poner fin a sus días, pero no he ido en pos de sus huellas por la ribera del lago Dongting, porque numerosos ecologistas me han informado de que no subsiste hoy día ya de ese dominio acuático más que un tercio de los ochocientos lis que se indican en los mapas. Han predicho que, lamentablemente, el rápido desecamiento de las tierras y la sedimentación provocarán de aquí a veinte años la desaparición del más vasto lago de agua dulce de China.
No sé si en Lingling, en esa aldea adonde mi madre me llevó de niño para huir de los aviones japoneses, los perritos se ahogan todavía en el río. Veo aún, hoy, a ese perro muerto de pelaje empapado, tirado en la arena de la orilla. Y a mi madre, que murió también ahogada. En aquella época se había presentado voluntaria para sufrir en el campo la reeducación ideológica. Una mañana, tras su turno de guardia, fue a lavarse a la orilla del río donde había de ahogarse. No había cumplido aún los cuarenta años. He leído un cuaderno de recuerdos de sus diecisiete años. Ella y sus compañeros, que participaban en el movimiento de salvación nacional, habían anotado unos poemas llenos de ardor juvenil. No estaban, por supuesto, tan logrados como los de Qu Yuan.
Su hermano menor se había ahogado también. No sé si se trataba de heroísmo infantil o de simple fervor patriótico, pero, el día de su admisión en la Escuela del Aire, en el colmo de su entusiasmo, invitó a un grupo de camaradas a darse un baño en el río Gan. Se lanzó a la corriente violenta desde un pontón que se adentraba bastante en el río, mientras que sus compañeros estaban ocupados en repartirse la calderilla que encontraron en los bolsillos de su pantalón. Cuando comprendieron que había ocurrido un accidente, se largaron al instante. Había buscado su propia muerte, el día de su decimoquinto cumpleaños. Mi abuela derramó por él hasta la última lágrima.
Su primogénito, mi tío, no era tan patriota, sino más bien un dandy, pero no frecuentaba las peleas de gallos o las carreras de galgos. Prefería lo que era modern; a la sazón, todo lo que llegaba del extranjero era modern, término que cabría traducir en nuestros días por «a la moda». Llevaba trajes a la occidental con corbata, todos muy modern, aunque los pantalones vaqueros no estuvieran todavía de moda. Divertirse con la fotografía era también estar en la cresta de la ola de lo modern. No era reportero y, sin embargo, no cesaba de tomar fotografías que revelaba él mismo, sobre todo fotos de grillos. Una de sus fotos de lucha de grillos se ha conservado milagrosamente hasta el día de hoy; olvidaron quemarla. También él murió muy joven, de fiebre tifoidea. Según contaba mi madre, estaba en proceso de curación cuando se zampó con gran gula un cuenco de arroz salteado con huevos que acabó con él. Quería ser modem, pero estaba pez en medicina moderna.