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Lo que no previste es que esta calleja estaría todavía tan animada de noche. Únicamente el centro comercial tienen su cierre metálico echado, y las rejas de los escaparates herrumbradas. Las restantes tiendas permanecen abiertas. Simplemente, los muestrarios que exponen durante el día delante de las puertas han sido retirados, siendo sustituidos por mesas, sillas o tumbonas de bambú. La gente come y charla en la calle, o bien mira la televisión instalada en el interior de las tiendas. En la primera planta, se perfilan las sombras movedizas de los moradores de la casa. Unos tocan la flauta, unos niños lloran. Se diría que rivalizan para ver quién arma más ruido. Los radiocasetes difunden canciones de moda en la ciudad varios años antes. Cantadas de manera meliflua y afectada, siguen a pesar de ello el ritmo agresivo de la música electrónica. Sentado en el umbral de su puerta, un hombre discute con la persona que tiene enfrente. En ese momento, una mujer casada vestida simplemente con una camiseta y unos pantalones cortos, calzada con sandalias de goma a medio poner, sale llevando una cubeta de agua sucia que vacía en medio de la calle. Unos chiquillos pasan en cuadrilla y rozan con el hombro a unas muchachas cogidas de la mano que callejean. Y tú, de repente, la vuelves a ver, delante de un puesto de frutas. Aprietas el paso. Ella compra unos pomelos, unos pomelos recién llegados al mercado. Tú te acercas. Y preguntas también su precio. Ella palpa un bonito pomelo perfectamente redondo, de un verde vivo, luego se va. Tú dices también: es cierto, están demasiado verdes. La alcanzas. ¿Está usted de vacaciones? Te parece oírle pronunciar un vago sí y menea la cabeza haciendo moverse su pelo. Estás un tanto inquieto, temiendo que te trate con aspereza. No pensabas que ella te respondiera con tanta naturalidad. Al punto, te detienes y coges su paso.

– ¿Ha venido usted también para ir a Lingshan? -Tienes que dar prueba de un poco más de ingenio. Ella ha vuelto a agitar sus cabellos. Así, tenéis un lenguaje común.

– ¿Está usted sola?

Ella no contesta. Delante de una peluquería provista de un fluorescente, ves su rostro, muy joven, pero marcado por el cansancio. No resulta sino más conmovedor por ello. Mirando a una mujer encasquetada con un secador eléctrico, dices que la modernización es realmente rápida en este lugar. Sus ojos se mueven ligeramente, luego se ríe. Tú la imitas. Sus cabellos de un negro brillante caen sobre sus hombros. Tienes ganas de decirle que tiene un pelo perfecto, luego piensas que es un tanto exagerado y no dices nada. Caminas con ella, sin abrir ya la boca, no porque no tengas ganas de acercarte a ella, pero de repente no encuentras ya las palabras. Algo incómodo, quieres salir cuanto antes de esta situación.

– ¿Puedo acompañarla un poco? -Otra frase tonta.

– ¡Vaya un tío gracioso! -te parece oírle farfullar.

Tanto puede ser una frase de aprobación como todo lo contrario. Pero notas que ella se muestra deliberadamente alegre y coges el ritmo de su ágil paso. En realidad, es apenas una niña, y tú no eres ya un jovenzuelo. Tienes ganas de tratar de atraerla.

– Puedo hacerle de guía -dices tú-. Esta es una construcción que data de los tiempos de los Ming, de unos quinientos años de antigüedad como mínimo. -Lo que tú señalas es ese recinto cerrado detrás de la farmacia tradicional, cuyos alzados aleros, que descansan sobre unos aguilones, se ven realzados en la oscuridad por la claridad de las estrellas-. Esta noche no hay luna. Y, hace quinientos años, en la época de los Ming, no, hace nada más que algunas décadas, había que ir provisto de una linterna para salir de noche por esta calle. Si no me cree, sólo tiene que dejar la calle y adentrarse por las callejuelas oscuras y solitarias, y podrá retrotraerse en el tiempo a tan sólo unos pocos pasos de aquí.

Así hablando, llegáis ante la casa de té conocida como «El Supremo Perfume». Delante de su puerta y en la esquina de la pared se apretujan numerosas personas, tanto niños como adultos. Cuando echáis una mirada al interior, os detenéis también vosotros. En la larga y estrecha sala, las mesas han sido retiradas. Las cabezas se alinean de forma regular por encima de los bancos dispuestos a lo largo, y en medio hay instalada una mesa cuadrada. Una tela roja con bordados amarillos cuelga de la mesa, y detrás, sobre un banco encaramado sobre unas altas patas, se halla sentado un narrador de historias ataviado con un largo traje de anchas mangas.

«Al oeste se pone el sol, unas pesadas nubes ocultan la luna, a la cabeza de los demonios, Padre y Madre Serpientes han ido como de costumbre al gran templo de la Inmensidad Azul. A la vista de los niños y niñas bien gorditos de piel lozana, a la vista de los cerdos, de los bueyes y de los corderos expuestos a cada lado, grande fue su alegría. Padre Serpiente dijo a Madre Serpiente: "Gracias os seas dadas, oh esposa mía, si estos regalos de aniversario son hoy tan abundantes". Respondió Madre Serpiente: "Como el día de hoy es el aniversario de vuestra Señora Madre, debemos ocuparnos de que no falten los instrumentos musicales”». ¡Pam! Para despertar a la concurrencia, golpea en la mesa con la palmeta que lleva en su mano: «¡Muy bien!».

Dejando su palmeta, coge un palillo con el que percute de continuo un tambor de piel algo destensada, produciendo un sonido monótono y, con la otra mano, coge una pandereta con unas sonajas que tiene ensartadas unas chapitas metálicas. La agita lentamente, haciendo tintinear las sonajas, luego prosigue con su voz ronca: