De pronto fue como si los recuerdos de su azaroso pasado -muy bien embotellados, por cierto- se pelearan por salir. Rememoró su desolación cuando ella prefirió casarse con Albert porque era rico. Él, Marcel, se ocupaba entonces de limpiar las cuadras del general Lecocq, ¿no? No, no…, ya había conseguido un empleo en la mercería del pueblo e inmediatamente después embarcó hacia América para olvidar a Marie y…
Junto a él, Albert hablaba y hablaba, pero Marcel, que por primera vez en veinticinco años abría su mente a los recuerdos, ni siquiera lo veía porque a su alrededor giraban las figuras de su juventud. Vio a Sandrini, el rico banquero de Buenos Aires para quien trabajó como criado; pudo percibir con claridad el olor rancio de las calles de Cuzco donde sirvió como guía turístico y, luego, la llegada de la fortuna, tan joven, gracias al contrabando. Todo eso rememoró Marcel Bidet apoyado en la barandilla y sonriendo distraídamente a Marie, hasta que una voz impersonal, que le anunciaba la llegada de un telegrama, hizo que volviera de golpe a la realidad y se viera del brazo del señor Rotin, que le decía en tono confidenciaclass="underline" «Veo que tú también has progresado mucho, Bidet; ya nos enteramos de tus andanzas por América. Buen asunto ese del contrabando, ¿eh?».
Impulsado por una especie de muelle, André se libró de aquel brazo que le aprisionaba y, con un gesto brusco, se alejó, llevándose literalmente en volandas al botones que acababa de traerle el telegrama. La brisa del mar, sin embargo, aún alcanzó a llevar hasta él las voces y risas de aquel pasado vergonzoso: «Mira, ahora es barón, Marie, ¡barón, nada menos! Espera a que cuente esto en el pueblo… ¡y serás un héroe, Marcel, el héroe de Blanquette!».
Como todas las noches, André D'Estrael se miró en el espejo examinándose con ojo crítico. Era una ceremonia, una costumbre adquirida en sus primeros años de sociedad y que con el tiempo había convertido en un agradable ritual. Empezó la inspección por los relucientes zapatos de charol negro, fue subiendo por las perneras del pantalón -impecables-, se detuvo justo lo suficiente en el fajín de raso, la pechera almidonada y la botonadura, para luego acercarse al espejo con ojos miopes, revisar la pajarita y calzarse una sonrisa forzada bajo el bigote suave, aunque en realidad hubiera preferido desaparecer por el ojo de buey. Porque ¿qué ocurriría aquella noche? ¿Sabría alguien ya su secreto? El momento de la cena, sin duda sería crucial para él. ¿Con quién compartirían la mesa los Rotin? ¿Con los Percy, con los Albianchi, o tal vez habrían sido invitados como él a la mesa del capitán? «¡Señor, qué situación!», se dijo D'Estrael en voz alta. Y el barco, que comenzó a moverse bajo sus pies, le obligó a interpretar un ridículo ballet de pasitos cortos y vueltecitas en redondo hasta que pudo agarrarse a la puerta del armario. «Para colmo, creo que tendremos marejada -añadió, dirigiéndose a su sobria imagen en el espejo-, con lo poco que este movimiento favorece a mi gastritis.»
Sin embargo, aquella providencial marejadilla le libró de la desagradable presencia de los Rotin durante la cena. El matrimonio de salchicheros, poco acostumbrado a los vaivenes del barco, hubo de refugiarse en su camarote, seguramente víctima de un terrible mareo.
Durante toda la cena los amigos de D'Estrael le notaron ausente. Con una sonrisa congelada en los labios, André se limitó a contestar con monosílabos a los más variados comentarios. Mientras, su mente hervía: «¡Ocho días atrapado en un barco con estos indeseables!»; pero de nada le serviría bajarse en la próxima escala -como pensó en un primer momento-, pues seguramente los Rotin no tardarían en contar a sus compañeros de mesa el suculento chisme: «¿Sabes lo que me ha contado ese pintoresco matrimonio de la 102? Sí, querido, esos que son carniceros en no sé dónde… Bueno, pues me han dicho que André, nuestro elegante barón húngaro, es en realidad el mercero de Blanquette, su pueblo. ¿No es una historia apasionante?». André no pudo evitar un escalofrío que le hizo derramar una cucharada de vichyssoise sobre sus pantalones; pero aun así, su mente escenificó otra situación aterradora: «…y además, me dijeron que André (que al parecer se llama Marcel Bidet, ¡Bidet, imagínate!) casi se abre las venas porque lo dejó plantado la frágil y delicada madame Rotin. ¡A que puedes entrever la escena con un fondo de tira bordada y festón inglés! ¡Qué romántico! Luego, por lo visto, lo pensó mejor y se fue a América, donde se hizo contrabandista. ¡Ah!, pero antes fue criado o mayordomo… ¡Ya me parecía a mí que tenía muy buena mano con los cócteles!».
El todo París tardaría años en olvidar aquello y Marcel sabía lo que significaba: risitas mal camufladas, desaires, comentarios sarcásticos… Y eso no era lo peor; luego vendría el desprestigio, la bola negra en el club de golf, quedaría excluido de las listas de los cócteles y del baile de la Cruz Roja… ¡Pero si hasta peligraba su Legión de Honor! Otro escalofrío recorrió su espalda. Estaba serio, taciturno y nada consiguió arrancarlo de su mutismo: ni los chismorreos de sus elegantes amigos, ni la música del maestro Dubini, Mozart, por cierto.
La reunión -todo sea dicho- perdió mucho sin los sarcasmos y los inteligentes comentarios de André. Apenas serían las dos de la madrugada cuando el grupo, incapaz de encontrar un tema de discusión, fue desintegrándose; y sus componentes, uno a uno, desfilaron hacia los camarotes. Pero aquella noche, la anterior a la llegada a Capri, el insomnio pareció abatirse sobre el Bourgogne. Además del barón D'Estrael -insomne por razones obvias-, su amiga, la señora Albianchi, hacía solitarios en su camarote -suite 103-, mientras que sus vecinos, los señores de Rotin, mantenían una acalorada discusión en la 102. Todo comenzó por la terquedad de monsieur Rotin, ya que después de la visión deslumbradora de Marcel -distinguido e impecablemente trajeado-, madame Rotin -ahora un poco más repuesta del mareo- se dedicó a eliminar de su vestuario y del de su marido toda prenda provinciana o fuera de tono para aquel elegante crucero; y lo primero que confiscó fueron aquellas bermudas floreadas con camisa haciendo juego, que tanto le gustaban a monsieur Rotin. Sin nombrar para nada, naturalmente, a su antiguo novio, pero sin dejar de pensar un solo instante en cómo habría sido su vida al lado de un hombre tan fino, la señora Rotin utilizó mil y un argumentos para convencer a su marido de que se deshiciera de todo aquello. «Hemos trabajado muy duro para llegar adonde hemos llegado -decía-, ahora eres rico. ¿O acaso las salchichas Rotin no son las más famosas del norte de Francia? Y aquí estamos, al fin, entre gente bien, acomodada como nosotros, y tú no puedes ir vestido así.» Pero monsieur Rotin se negaba y la discusión subía de tono.