Mientras, a pocos metros de allí, la señora Albianchi, aburrida de hacer solitarios, echó una mirada a su marido y comprobó que dormía a pierna suelta. Por un momento estuvo tentada de buscar en su mesilla una de esas pildoritas mágicas que le permitirían dormir ocho horas seguidas; pero heroicamente resistió la tentación, porque desde su conversión al budismo despreciaba los medicamentos. Es más, últimamente se había dedicado a hacer proselitismo; y eran famosas sus charlas, bajo títulos tan impactantes como «La aspirina: el opio del pueblo» o «Los somníferos: morir cada día.» Transcurrida media hora decidió, antes de traicionar definitivamente sus principios, probar como último recurso el yoga, y de un salto adosó su elegante cuerpo cabeza abajo contra la pared. Fue en ese preciso momento cuando Albert Rotin, cansado de tanto parloteo y deseando dormirse, propinó a madame Rotin una sonora bofetada.
En el código matrimonial, aceptado treinta años antes y muchas veces confirmado, aquello bastaba para acallar a madame Rotin, quien, por lo demás, había visto usar este método en casa de sus padres y en la de sus amigas, y lo admitía como válido. Pero, ahora, su alma había sido invadida por los demonios del savoir vivre y aquella bofetada sólo sirvió para que descargara sobre monsieur Rotin una catarata de palabrotas y frases domésticas
– «¡Tú me quieres matar!» «¡Canalla!» «¡No me pongas las manos encima!» «¡Esto es el fin!»- que deleitaron los exquisitos y agudos oídos de la señora Albianchi, cabeza abajo, al otro lado de la pared. Luego, sorda a las risotadas de su marido, madame Rotin se envolvió en su bata floreada -barriendo al pasar un jarroncito de porcelana que se estrelló contra el suelo- y salió muy digna a tomar el aire en cubierta. Su marido se dio la vuelta y, al poco rato, acompañaba al señor Albianchi en un coro de ronquidos.
El barón D'Estrael, apoyado sobre la barandilla de estribor, dio una larga calada a su pitillo antes de tirarlo al mar. A lo lejos, recortando un perfil incierto, brillaban las luces de Capri confundidas con las de las barcas de pesca o, tal vez, de los contrabandistas. Lentamente caminó dando la vuelta al buque, deteniéndose aquí y allá, al azar. Sin duda amanecerían fondeados cerca del pequeño puerto, pues a babor dos marineros se afanaban en reparar, a la luz de una linterna, los pernos en los que se engancharía la escala auxiliar. D'Estrael los estuvo observando casi hasta que terminaron su tarea, atraído extrañamente por aquel hueco en la barandilla que ahora se abría sobre un mar negro y brillante.
Ya no pensaba. Habían sido tantos años temiendo que ocurriera lo irremediable… ¿Pero cómo pudo haber bajado la guardia frente a esos provincianos, con lo fácil que hubiera sido quitárselos de encima al principio? Además, ¡qué injusto, qué injusto era que le hubiese tocado nacer en Blanquette, aquel pueblucho!, porque sin duda él estaba hecho para la high life. Aunque se llamara Bidet, no importaba: él era un caballero, era el barón D'Estrael y nada ni nadie iba a cambiarlo ahora. No, no lo permitiría, antes muerto.
De pronto lo invadió una extraña calma, como la que sentía al vestirse para un cóctel especialmente aburrido, o ante la idea de hacerse la manicura, algo que detestaba; la calma, en fin, frente a un deber social ineludible. Respiró hondo, no tenía otra alternativa. Lo único que desvía la atención de un escándalo -él lo sabía muy bien- es otro aún mayor: «El tout París llora la desaparición del barón D'Estrael», pensó, subrayando con su mano un invisible y enorme titular de periódico; y sonrió. En el fondo, la muerte no es un precio demasiado alto a cambio de una buena reputación. Revolviéndose complacido en su batín, su mente teatral aprobó aquella idea, aquel magnífico golpe de efecto. Sí, lo haría; sólo le quedaban por ultimar algunos pequeños detalles estéticos, por ejemplo el cómo: ¿ingiriendo un tubo de somníferos?, ¿cortándose las venas? No, tendría que ser algo más novedoso: ahogarse en alta mar, quizá, eso estaría bien.
Hacía frío, pero era agradable estar en cubierta. Ahí, a sotavento, todo parecía tranquilo. Se recostó en una de las tumbonas alineadas a lo largo de cubierta y se entregó a sus pensamientos. Los marineros aún no habían terminado su trabajo, pues el portalón de la barandilla continuaba abierto; sin embargo, no se los veía por ninguna parte. «Italianos holgazanes -pensó André-, seguro que han ido a calentarse los huesos con un toque de grappa… Mejor así, pronto amanecerá y yo tengo que…» En ese preciso momento fue cuando al claroscuro de los fanales entrevió una figura gorda que se acercaba vacilante.
Decididamente, madame Rotin no tenía eso que llaman pie marinero. Cuando salió de su camarote, llena de furia, sin reparar en la redecilla que llevaba puesta y en los cuatro rulos rosas que aprisionaban sus sienes, lo que menos podía imaginarse era que bastarían dos inocentes olas rebotadas en la lejana costa para volver a marearla. Marie se llevó la mano a la frente y se agarró al pasamanos, deseando que el mundo dejara de dar vueltas. Desde su tumbona en la sombra, D'Estrael pudo estudiar aquel rostro verdoso y dio gracias al cielo de que antaño Marie hubiera preferido casarse con el bueno de Albert. «Nunca es tan despiadado el tiempo como cuando se refleja en un rostro amado», filosofó André, y ya se recreaba en esa frase que se le antojó importante cuando, de pronto, vio que madame Rotin se abalanzaba en una loca carrera hacia la barandilla con la clara intención de vomitar. «Pocas veces he visto una bata tan abominable -pensó André, mientras madame Rotin descolgaba medio cuerpo fuera del barco-. ¡Y esos rulos rosas! -añadió al levantar ella su cabeza hacia los cielos, suplicante-: ¡Dios mío, seguro que incluso tiene callos! Hay que ver cómo se tambalea… Y ahora ¿qué hace? Pero ¿no ve que el portalón de la barandilla está abierto…? Esto es grotesco, se va a caer, alguien debería ayudarla porque va directamente y se va… se va a…»