Sarah miró por la ventana hacia donde el gran cedro del Líbano, del que la casa recibía su nombre, arrojaba una gran sombra sobre la hierba. Mientras lo hacía, el poderoso viento arrastró una nube ante el sol y borró la sombra.
– No teníamos ese tipo de relación -dijo al tiempo que volvía a mirar a la muchacha-. A mí me gustaba la compañía de tu abuela. No recuerdo ninguna ocasión en la que una censura hubiese sido apropiada.
– A mí no me habría gustado que me llamaran mordaza de la chismosa.
Sarah sonrió.
– A mí me resultaba bastante halagador. Creo que ella lo decía como elogio.
– Lo dudo -dijo la muchacha sin rodeos-. Supongo que sabrá que usaba la mordaza para ponérsela a mi madre cuando era niña. -Fumaba el cigarrillo con nerviosismo, realizando aspiraciones cortas y rápidas y expulsando el humo por la nariz. Vio la incredulidad de Sarah-. Es verdad. La abuela me lo contó una vez. Odiaba que la gente llorara, así que cada vez que mamá lloraba ella la encerraba en un armario con esa cosa sujeta a la cabeza. El padre de la abuela se lo hacía a ella. Por eso ella pensaba que estaba bien hacerlo.
Sarah esperó pero la muchacha no dijo nada más.
– Eso era cruel -murmuró.
– Sí. Pero la abuela era más dura que mamá y, de todas formas, no importaba mucho lo que se hiciera con los niños cuando la abuela era joven, así que eso de que a una la castigaran poniéndole una mordaza tal vez no era diferente de que le azotaran con un cinturón. Pero para mi madre era horrible. -Aplastó el cigarrillo con un pie-. No había nadie que la defendiera y se pusiera de su parte. La abuela podía hacer lo que quisiera cuando le diera la gana.
Sarah se preguntó qué estaba intentando decirle la muchacha.
– Me temo que es un problema cada vez más corriente. Los hombres, cuando están bajo presión, descargan sus problemas sobre las esposas. Las mujeres, cuando están bajo presión, descargan los suyos sobre los hijos, y para una mujer no hay nada más agobiante que el dejarla sola con el bebé.
– ¿Aprueba usted lo que hacía la abuela? -En sus ojos había una mirada muy cautelosa.
– En absoluto. Supongo que estoy intentando entenderlo. La mayoría de los niños que se encuentran en la posición de tu madre sufren constantes abusos verbales, y eso a menudo es tan dañino como el abuso físico, simplemente porque las cicatrices no se ven y nadie de fuera de la familia sabe nada al respecto. -Se encogió de hombros-. Pero los resultados son los mismos. El niño está igual de reprimido y resulta igualmente perjudicado. Pocas personalidades pueden sobrevivir al constante castigo de las críticas de una persona de la que dependen. O te doblegas o luchas. No hay ningún camino intermedio.
Ruth parecía enojada.
– Mi madre sufrió los dos, verbal y físico. Usted no tiene ni idea de lo malvada que era mi abuela con ella.
– Lo lamento -dijo Sarah, impotente-. Pero si es verdad que también Mathilda fue brutalmente castigada de niña, entonces fue tan víctima como tu madre. Aunque supongo que eso no es ningún consuelo para tí.
Ruth encendió otro cigarrillo.
– Oh, no me entienda mal -dijo con una mueca irónica de la boca-. Yo quería a mi abuela. Al menos tenía carácter. Mi madre no tiene ninguno. A veces la odio. La mayoría del tiempo sólo la desprecio. -Frunció el entrecejo mirando al suelo, mientras removía el polvo con la punta de un zapato-. Yo pienso que ella ha matado a la abuela y no sé qué hacer al respecto. La mitad de mí la culpa y la otra mitad, no.
Sarah dejó la observación flotando en el aire durante un momento, mientras miraba en torno buscando algo que decir. ¿Qué clase de acusación era ésta? ¿Una genuina acusación de asesinato? ¿O un despreciativo manotazo de una niña malcriada contra una madre que no le gustaba?
– La policía está convencida de que fue suicidio, Ruth. Han cerrado el caso. Según yo lo entiendo, no se sabe nada sobre que pudiera haber alguien más implicado en la muerte de tu abuela.
– No me refiero a que mamá lo hiciera de verdad -dijo ella-, ya sabe, que cogiera el cuchillo y lo hiciera. Quiero decir que empujó a la abuela a suicidarse. Eso es igual de malo. -Alzó unos ojos sospechosamente animados-. ¿No lo cree así, doctora?
– Quizá. Si es posible algo semejante. Pero por lo que me has dicho de la relación de tu madre con Mathilda, eso parece poco probable. Sería más plausible si hubiese sucedido al revés y Mathilda hubiera empujado a tu madre al suicidio. -Le dedicó una sonrisa de disculpa-. Aun en dicho caso, ese tipo de cosas no ocurren muy a menudo, y habría un historial de inestabilidad mental detrás de la persona que vio el suicidio como única vía de escape de la relación difícil.
Pero Ruth no iba a dejarse persuadir con tanta facilidad.
– Usted no lo entiende -dijo-. Podían ser tan desagradables como quisieran la una con la otra, y no importaba nada. Mamá era igual de mala que la abuela, pero de una forma diferente. La abuela decía lo que pensaba mientras que mamá iba pinchándola con pequeñas insinuaciones despectivas. Yo detestaba estar con ellas cuando se reunían. -Sus labios se afinaron, afeándose-. Eso fue lo único bueno de que me enviaran a un internado. Entonces mamá se marchó de casa y se fue a vivir a Londres, y yo pude escoger entre venir aquí o ir a casa de mamá a pasar las vacaciones. Ya no tenía que ser un balón de fútbol.
¡Qué poco sabía Sarah de estas tres mujeres! ¿Dónde estaba el señor Lascelles, por ejemplo? ¿Había huido, al igual que James Gillespie? ¿O era Lascelles alguna clase de título de cortesía que había adoptado Joanna para conferirle legitimidad a su hija?
– ¿Durante cuánto tiempo vivisteis tú y tu madre aquí, antes de que te marcharas al internado?
– Desde que yo era bebé hasta que tuve once años. Mi padre murió y nos dejó sin un duro. Mamá tuvo que volver arrastrándose a casa o nos habríamos muerto de hambre. Al menos ésa es la historia que cuenta. Pero personalmente pienso que era demasiado esnob o demasiado perezosa como para ocupar un empleo doméstico. Prefería los insultos de la abuela a ensuciarse las manos. -Cruzó los brazos en torno a la cintura y se inclinó hacia delante, meciéndose-. Mi padre era judío. -Dijo la palabra con desprecio.
Sarah se sintió desconcertada.
– ¿Por qué lo dices de esa manera?
– Es la forma en que mi abuela se refería siempre a él. «Ese judío.» Ella era antisemita. ¿No lo sabía?
Sarah negó con la cabeza.
– Entonces no la conocía muy bien -Ruth suspiró-. Era músico profesional, tocaba la guitarra, empleado en un estudio. Hacía las pistas de fondo cuando los grupos no eran lo bastante buenos como para hacerlas ellos mismos, y tenía una orquesta propia a la que contrataban ocasionalmente. Murió de sobredosis de heroína en 1978. Yo no lo recuerdo en absoluto, pero la abuela se deleitó mucho contándome el tipo de persona indigna que era. Se llamaba Steven, Steven Lascelles. -Se sumió en el silencio.
– ¿Cómo lo conoció tu madre?
– En una fiesta, en Londres. Se suponía que tenía que prometerse con el debutante agasajado, pero en lugar de eso se comprometió con el guitarrista. La abuela no supo nada del asunto hasta que mamá le contó que estaba embarazada, y entonces la mierda llegó al ventilador. Quiero decir, ¿puede imaginárselo? Mamá con un bombo de un guitarrista rockero judío heroinómano. -Profirió una carcajada hueca-. Fue una venganza como un templo. -Los brazos estaban poniéndosele azules de frío pero ella no parecía notarlo-. Bueno, de cualquier forma, se casaron y ella se marchó a vivir con él. Me tuvieron a mí y seis meses más tarde él murió después de gastar todo el dinero que tenían en heroína. Hacía meses que no pagaba el alquiler. Mamá era una viuda sin trabajo, antes de cumplir los veintitrés, con un bebé y sin techo sobre la cabeza.