– Entonces, regresar aquí fue probablemente la única opción.
Ruth hizo una mueca amarga.
– Sin embargo, usted no lo habría hecho sobre todo si supiera que nunca le permitirían olvidar su error.
Probablemente no, pensó Sarah. Se preguntó si Joanna habría amado a Steven Lascelles o si, como había insinuado Ruth, se había liado con él simplemente para vengarse de Mathilda.
– Es fácil ser prudente a toro pasado -fue lo único que dijo.
La muchacha continuó como si no la hubiese oído.
– La abuela intentó cambiarme el nombre por uno más WASP, ya sabe, White Anglo-Saxon Protestant [2], para borrar a la hebrea que hay en mí. Durante un tiempo me llamó Elizabeth, pero mamá la amenazó con sacarme de casa, así que la abuela cedió. Aparte de eso y de su negativa a permitir que la abuela me pusiera la mordaza cuando lloraba, mamá dejaba que la abuela dictara los términos de todo. -Sus ojos destellaron con desprecio-. ¡Era tan conformista! Pero resultaba muy fácil oponerse a mi abuela. Yo lo hacía continuamente, y nos llevábamos de miedo.
Sarah no sentía deseo ninguno de verse arrastrada a las querellas domésticas entre una madre y una hija a las que apenas conocía. Observó cómo la larga sombra volvía a aparecer en el césped al surgir el sol por detrás de las nubes.
– ¿Por qué me pediste que viniera a verte, Ruth?
– No sé qué hacer. Pensé que usted me lo diría.
Sarah estudió la cara delgada, más bien maliciosa, y se preguntó si Joanna tendría alguna idea de lo antipática que le resultaba a su hija.
– No hagas nada. Con franqueza, no consigo imaginar que tu madre haya podido decir o hacer algo que impulsara a Mathilda a suicidarse y, aunque hubiera algo de eso, difícilmente sería un delito tipificable.
– Entonces debería de serlo -dijo Ruth con voz ronca-. La última vez que estuvo aquí encontró una carta. Le dijo a la abuela que la publicaría si ella no cambiaba de inmediato su testamento y se marchaba de la casa. Así que la abuela se suicidó. Verá, me lo dejó todo a mí. Ella quería dejármelo todo a mí. -Ahora había una malicia definida en las inmaduras facciones.
«Oh, Dios -pensó Sarah-. ¿Qué estaba intentando decirme, Mathilda?»
– ¿Has visto esa carta?
– No, pero la abuela me escribió para contarme lo que había escrito en ella. Dijo que no quería que me enterara por mi madre. Así que, como verá, mamá la empujó a ello. La abuela habría hecho cualquier cosa para evitar que se sacaran al sol sus trapos sucios. -La voz de la muchacha era rasposa.
– ¿Todavía conservas la carta que te escribió?
Ruth frunció el ceño.
– La rompí. Pero ésa no era importante; la importante es la que encontró mamá. La usará para intentar impugnar el testamento de la abuela.
– En ese caso, creo que deberías de buscarte un abogado -dijo Sarah con firmeza al tiempo que acercaba las piernas a la silla preparándose para levantarse-. Yo era el médico de tu abuela, eso es todo. No puedo meterme entre tu madre y tú, Ruth, y estoy bastante segura de que Mathilda no habría querido que lo hiciera.
– Al contrario -gritó la muchacha-. En su carta decía que si le sucedía algo, yo debía hablar con usted. Decía que usted sabría qué hacer.
– Seguro que no. Tu abuela no me hacía confidencias. Todo lo que sé de tu familia es lo que me has contado hoy.
Una mano delgada salió disparada y aferró la de ella. Estaba fría como el hielo.
– La carta era del tío de la abuela, Gerald Cavendish, a su abogado. Se trataba de un testamento, donde decía que quería que todo lo que tenía fuera para su hija.
Sarah podía sentir que la mano que la aferraba estaba temblando, aunque ignoraba si por frío o por nervios.
– Continúa -la instó.
– Esta casa y todo el dinero eran de él. Era el hermano mayor.
Sarah volvió a fruncir el entrecejo.
– ¿Qué estás diciendo, entonces? ¿Que Mathilda nunca tuvo ningún derecho sobre todo eso? Bueno, lo siento, Ruth, pero esto me supera demasiado. Tienes que buscar de verdad un abogado y consultarlo con él. No tengo ni idea de cuál es tu posición legal, de veras que no la tengo. -Su subconsciente le dio alcance-. Sin embargo, es muy raro, ¿no? Si su hija era la heredera, ¿no debería de haber heredado de modo automático?
– Nadie sabía que era hija de él -replicó Ruth con aspereza-, excepto la abuela, y le dijo a todo el mundo que el padre era James Gillespie. Es mi madre, doctora Blakeney. A la abuela se la tiraba su tío. Es realmente asqueroso, ¿verdad?
Joanna vino hoy de visita. Me clavó esa mirada fija peculiarmente desagradable durante todo el almuerzo… me recordó a un terrier que mi padre tuvo una vez, que se volvió malvado después de haber mordido a alguien y hubo que sacrificarlo; había el mismo brillo malicioso en sus ojos antes de que le clavara los dientes en la palma a mi padre y le desgarrara la carne hasta el hueso… luego pasó la mayor parte de la tarde rebuscando por la biblioteca. Dijo que estaba buscando el libro de arreglos florales de mi madre, pero mentía, por supuesto. Recuerdo habérselo regalado cuando regresó a Londres. No intervine.
Tenía un aspecto muy de fulana, pensé: demasiado maquillaje para un paseo campestre y una falda ridiculamente corta para una mujer de su edad. Sospecho que la trajo algún hombre y lo abandonó para que comiera solo en el pub. El sexo, para Joanna, es una moneda que canjear con bastante desvergüenza por servicios prestados.
¡Oh, Mathilda, Mathilda! ¡Qué hipocresía!
¿Se dan cuenta estos hombres, me pregunto, de lo poco que le importan o los quiere? No por desprecio, supongo, sino por absoluta indiferencia hacia los sentimientos de cualquiera que no sea ella misma. Debería de haber seguido el consejo de Hugh Hendry e insistido en un psiquiatra. Está bastante loca pero, por otra parte, también lo estaba Gerald. «La rueda ha dado una vuelta completa.»
Salió de la biblioteca con el estúpido testamento ante sí como si fuera una reliquia sagrada, y me maldijo de la manera más infantil y absurda por robarle su herencia. Me pregunto quién le habrá hablado del asunto…
Capítulo 4
Cuando Sarah llegó a casa aquella velada, realizó un recorrido rápido por el estudio de Jack. Para su alivio, no faltaba nada. Pasó junto a la tela del caballete sin echarle siquiera una mirada, y comenzó a revolver febrilmente los retratos apoyados uno contra otro en la pared del fondo. Los que reconoció, los dejó donde estaban; los que no, los alineó uno junto a otro hacia el interior de la habitación. En total, había tres cuadros que no recordaba haber visto nunca. Se retiró y los miró, intentando descifrar de quién eran. Para ser más precisos, estaba intentando aislar uno sólo que pudiera recordarle algo.
Esperaba muy en serio no llegar a encontrarlo. Pero lo halló, por supuesto. Le gritaba desde la tela, un violento y vivido retrato de amargura, ingenio salvaje y represión, y toda la personalidad estaba enjaulada en una estructura de hierro que era con demasiada claridad la mordaza de la chismosa. La conmoción de Sarah fue enorme, le sacó el aliento del cuerpo en una oleada de pánico. Se desplomó contra el banco de pinturas de Jack y cerró los ojos para no ver el sarcástico enojo de la imagen de Mathilda. «¿Qué había hecho Jack?»
Sonó el timbre de la puerta; ello la hizo ponerse de pie con los movimientos convulsos de una marioneta. Permaneció un momento de pie, con los ojos abiertos por la conmoción, y luego, sin racionalizar conscientemente por qué lo hacía, cogió el cuadro, le dio la vuelta y lo metió entre los otros que se hallaban contra la pared.
Por la mente del sargento detective Cooper pasó la idea de que la doctora Blakeney no se encontraba bien. Estaba muy pálida cuando abrió la puerta, pero le sonrió a modo de bienvenida y se apartó a un lado para dejarlo entrar, y para cuando estuvieron sentados en unas sillas de la cocina, sus mejillas habían recuperado algo de color.