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– ¿No lo saben el señor y la señora Spede? -Al entrar, había captado un atisbo de ellos en la biblioteca, los rostros grises curiosamente inexpresivos a causa de la conmoción, las manos aferradas con fuerza como niños petrificados-. Han estado acudiendo aquí dos veces por semana durante años. Él cuida el jardín y ella limpia. Tienen que saber más de ella que nadie.

Él asintió con la cabeza.

– Por desgracia, no hemos podido sacar de ellos más que histeria desde que la señora Spede descubrió el cadáver. En cualquier caso, preguntaremos por el pueblo. -Miró hacia el dormitorio-. Hay un frasco de barbitúricos vacío en su mesilla de noche, junto con los restos de un vaso de whisky. Parece un trabajo hecho para asegurarse de los resultados. Whisky para darse valor, pildoras para dormir, luego el cuchillo Stanley en el baño… ¿Todavía es de la opinión de que no hubiese esperado que se suicidara?

– Oh, Señor, no lo sé. -Sarah se pasó una mano preocupada por entre el pelo corto, oscuro-. No le habría prescrito barbitúricos si hubiese pensado que habría una posibilidad de que abusara de ellos, pero una nunca puede estar segura de estas cosas. Y, de todas formas, Mathilda las tomaba desde hacía años, son unas pildoras de prescripción corriente. Pues sí, yo descartaría el suicidio por lo que sabía de ella, pero nosotras teníamos una relación médico-paciente. Tenía dolores muy fuertes a causa de la artritis y había noches en que no podía dormir. -Frunció el entrecejo-. En cualquier caso, no podían quedarle muchas pildoras para dormir. Esta semana tenía que ir a buscar otra receta.

– Tal vez las estuvo acumulando -comentó él, sin emoción-. ¿Se sinceró alguna vez con usted?

– Dudo de que se sincerara con alguien. No era de ese tipo. Se trataba de una persona muy reservada. -Se encogió de hombros-. Y yo la conocía desde hacía sólo… ¿cuánto?… doce meses. Vivo en Long Upton, no aquí, en Fontwell, así que tampoco me he encontrado con ella en ambientes sociales. -Sacudió la cabeza-. No hay nada en su historial que sugiera una personalidad depresiva. Pero el problema radica en que… -Guardó silencio.

– ¿El problema radica dónde, doctora Blakeney?

– El problema radica en que la última vez que la vi hablamos de la libertad, y ella dijo que la libertad era una ilusión. Que no había nada semejante en la sociedad moderna. Me citó a Rousseau, el famoso grito rebelde de los estudiantes de los años sesenta: «El hombre ha nacido libre, y en todas partes está encadenado». Sólo quedaba una libertad, según Mathilda, y era la libertad de escoger cómo y cuándo morir. -Su rostro parecía árido-. Pero teníamos conversaciones de ese tipo cada vez que la veía. No había razón ninguna para suponer que ésa fuera diferente.

– ¿Cuándo fue esa conversación?

Sarah suspiró pesadamente.

– Hace tres semanas, durante la última visita mensual. Y lo más terrible es que yo me eché a reír. Ni siquiera eso era ya una libertad, le dije, porque los médicos tenían un miedo tan espantoso a las demandas que no soñarían siquiera en dejar que el paciente escogiera.

El policía, un detective corpulento que se acercaba a su jubilación, descansó una consoladora mano en el brazo de ella.

– Vamos, vamos, no hay nada por lo que inquietarse. Lo que la mató fue el cortarse las muñecas, no los barbitúricos. Y, de todas maneras, lo más probable es que nos hallemos ante un asesinato. -Sacudió la cabeza-. He visto unos cuantos suicidios de uno y otro tipo, pero me faltaba por ver a una anciana que se convirtiera a sí misma en un arreglo floral dentro de la bañera. Será el dinero lo que encontraremos detrás de esto. Todos vivimos demasiado tiempo y los jóvenes se desesperan.

«Hablaba con sentimiento», pensó Sarah.

Una hora más tarde, el doctor Cameron se mostró más escéptico.

– Si no lo ha hecho ella misma -dijo-, tendrá un trabajo de todos los demonios para demostrarlo. -Habían sacado el cadáver de la bañera y lo habían tendido, todavía con la mordaza puesta, sobre un plástico colocado en el piso-. Aparte de las incisiones de las muñecas, no hay ninguna marca en su cuerpo, fuera de lo que cabría esperar, por supuesto. -Señaló la lividez que había por encima y en torno a las nalgas-. Una hipostasis post mortem donde la sangre se ha depositado, pero no hay magulladuras. Pobre anciana. No opuso ninguna lucha.

El sargento Cooper se reclinó contra el marco de la puerta del baño, mirando hacia el pobre cuerpo gris, pero con una profunda repulsión hacia el mismo.

– No podía si estaba drogada -murmuró.

Cameron se quitó los guantes.

– Veré lo que puedo averiguar en el laboratorio, pero mi consejo es que no contenga la respiración. No puedo imaginarme a su jefe superior gastando demasiado tiempo ni recursos en esto. Es más o menos tan claro como cualquier cosa que haya visto. Con franqueza, a menos que en la autopsia aparezca algo bastante insólito, yo recomendaré un veredicto de suicidio.

– Pero ¿qué le dice su intuición, doctor? Las ortigas están diciéndome que se trata de un asesinato. ¿Por qué iba a picarse con ellas de modo deliberado antes de morir?

– Para hacerse víctima de un oprobio, quizá. Buen Dios, hombre, en este tipo de cosas no hay ninguna lógica. Los suicidas rarísimas veces están en sus cabales cuando se matan. Sin embargo -dijo pensativo-, hay tanto de teatral en este tocado que yo habría esperado algo que lo explicara. -Comenzó a envolver el cadáver con el plástico-. Lea Hamlet -sugirió-. La respuesta está allí, según espero.

El señor y la señora Spede daban vueltas por la biblioteca como dos espectros rechonchos, tan inactivos y taimados en apariencia que Cooper se preguntó si serían del todo normales. Ninguno parecía capaz de mirarlo a los ojos y cada pregunta requería que la consultaran en silencio entre sí antes de que uno ofreciera la respuesta.

– La doctora Blakeney dice que la señora Gillespie tiene una hija que vive en Londres y una nieta que está en un internado -dijo-. ¿Pueden darme los nombres de ambas y decirme cómo contactar con ellas?

– Ella mantenía sus papeles muy en orden -dijo por fin la señora Spede, tras recibir alguna clase de autorización de su esposo para hablar-. Estará todo en sus papeles. -Hizo con la cabeza un gesto en dirección a un archivador de roble-. Allí dentro, en alguna parte. Muy en orden. Siempre muy en orden.

– ¿No saben ustedes el nombre de su hija?

– Señora Lascelles -dijo el hombre pasado un momento-. Joanna. -Se tironeó del labio inferior, que caía de modo extraño, como si lo hubiera tironeado muchas veces antes. Con un petulante ceño fruncido, su esposa le dio una palmada en la muñeca, y él guardó en el bolsillo la mano delictiva. Eran muy infantiles, pensó Cooper, y se preguntó si la señora Gillespie los habría empleado por compasión.

– ¿Y el nombre de la nieta?

– Señorita Lascelles -replicó la señora Spede.

– ¿Sabe cuál es su nombre de pila?

– Ruth. -Consultó a su esposo a través de párpados entrecerrados-. No son agradables, ninguna de ellas. La señora es descortés con el señor Spede sobre el cuidado del jardín y la señorita es descortés con Jenny sobre la limpieza.

– ¿Jenny? -inquirió-. ¿Quién es Jenny?

– Jenny es la señora Spede.

– Ya veo -dijo Cooper, amablemente-. Tiene que haber sido una terrible impresión para usted, Jenny, encontrar a la señora Gillespie en el baño.

– Oh, sí que lo fue -aulló ella al tiempo que se aferraba al brazo de su esposo-. Una impresión terrible, terrible. -Su voz aumentó hasta un alarido.

Con cierta renuencia, porque temía un estallido aún más sonoro, Cooper se sacó del bolsillo la bolsa de polietileno que contenía el cuchillo Stanley y se la presentó sobre su ancha palma.