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– Adelante. Estoy disfrutando del descanso. Una no tiene muchas oportunidades cuando es el tercero.

Sarah le sonrió.

– Pásame la llamada, Jane, por favor. Sí, sargento, ¿qué puedo hacer por usted?

– Hemos recibido los resultados de la autopsia de la señora Gillespie. Me interesaría conocer su opinión.

– Adelante.

Al otro lado de la línea se oyó ruido de papeles.

– «Causa directa de la muerte: pérdida de sangre. Se encontraron restos de barbitúricos en el cuerpo, no los bastantes como para resultar fatales. También se encontraron restos en el vaso de whisky, lo que apunta a que disolvió los barbitúricos antes de beberlos. Había absorbido algo de alcohol. Ausencia de magulladuras. Laceraciones halladas en la lengua, donde el bocado herrumbroso de la mordaza provocó un sangrado superficial. Nada debajo de las uñas. Leves erupciones de ortiga en las sienes y mejillas, y roces menores en la piel, debajo de la estructura de la mordaza, ambas cosas coincidentes con la colocación del artilugio por sí misma y con la posterior disposición de las ortigas y margaritas. No hay ninguna señal que indique que haya opuesto resistencia. La mordaza no estaba sujeta a su cabeza y podría habérsela quitado, en caso de querer hacerlo. Las heridas de las muñecas coinciden con precisión con la hoja del cuchillo Stanley hallado en el piso del baño, la de la muñeca izquierda hecha con un corte diestro en sentido descendente, y la de la muñeca derecha con uno zurdo en sentido descendente. El cuchillo había sido sumergido en el agua, probablemente caído tras una de las incisiones, pero había una huella dactilar de un dedo índice, perteneciente a la señora Gillespie, a un centímetro y tres milímetros de la hoja del arma, en el mango. Conclusión: suicidio.» -Hizo una pausa-. ¿Sigue ahí? -preguntó pasado un momento.

– Sí.

– Bueno, ¿qué piensa?

– Que la semana pasada me equivoqué.

– Pero no cabe duda de que los barbitúricos del vaso de whisky la perturbaron.

– Mathilda detestaba tragarse algo entero -replicó con tono de disculpa-. Aplastaba o disolvía todo en licor antes de tomarlo. Tenía un miedo mórbido a ahogarse.

– Pero su reacción inmediata al verla fue decir que era la última persona de quien esperaría que se suicidara. Y ahora ha cambiado de opinión. -Sonaba como si estuviera acusándola.

– ¿Qué quiere que le diga, sargento? Mi intuición continúa diciéndome lo mismo. -Sarah le echó una mirada a la paciente que estaba poniéndose nerviosa-. Yo no habría esperado que ella se arrebatara su propia vida, pero las intuiciones son un sustituto pobre de las pruebas científicas.

– No siempre.

Ella aguardó, pero él no continuó hablando.

– ¿Hay algo más, sargento? Tengo una paciente conmigo.

– No -replicó él, con voz desalentada-. Nada más. Era una llamada de cortesía. Puede que se la cite para prestar declaración en las diligencias, pero eso será algo formal. He pedido un aplazamiento mientras comprobamos uno o dos detalles pero, de momento, no estamos buscando a nadie más en relación con la muerte de la señora Gillespie.

Sarah le dedicó una sonrisa alentadora a la señora Graham. «Estaré con usted en seguida», le dijo sólo con el movimiento de los labios.

– Pero usted piensa que deberían de estar haciéndolo.

– Yo aprendí mi oficio en un mundo sencillo, doctora Blakeney, donde prestábamos atención a las intuiciones, pero entonces las llamábamos corazonadas. -Profirió una risa hueca-. Ahora se frunce el ceño ante las corazonadas y las pruebas forenses son Dios. Pero las pruebas forenses no son más fiables que el hombre que las interpreta, y lo que yo quiero saber es por qué no hay picaduras de ortiga en las manos y dedos de la señora Gillespie. El doctor Cameron comenzó por decir que tenía que haber llevado guantes, pero en esa casa no hay guantes manchados de savia, así que ahora piensa que el agua tiene que haber anulado la reacción. No me gusta ese tipo de incertidumbre. Mi corazonada me dice que la señora Gillespie fue asesinada pero yo soy un indio y el jefe dice: déjelo. Esperaba que me proporcionara usted algunas municiones.

– Lo siento -dijo Sarah, impotente. Murmuró una despedida y colgó el receptor con una expresión pensativa en sus oscuros ojos.

– Era por la anciana señora Gillespie, supongo -comentó la señora Graham con tono prosaico. Era la esposa de un granjero para la cual el nacimiento y la muerte tenían poco misterio. Las dos cosas sucedían, no siempre de modo conveniente, y los porqués y los cómo eran de una gran irrelevancia. El truco era cómo arreglárselas después-. No se habla de otra cosa en el pueblo. Horrible forma de hacerlo, ¿no cree? -Se estremeció con gesto teatral-. Cortarse las muñecas y luego ver cómo la sangre cae al agua. Yo no podría hacer eso.

– No -convino Sarah mientras se frotaba las manos para entibiarlas-. ¿Dice que cree que la cabeza del bebé ya ha encajado?

– Mm, ya no falta mucho.

Pero la señora Graham no iba a dejarse desviar con tanta facilidad, y había oído lo bastante del final de la conversación de la doctora como para despertar su apetito.

– ¿Es verdad que tenía una jaula en la cabeza? Jenny Spede ha estado histérica desde entonces. Una jaula con zarzas y rosas dentro, dijo. La llama constantemente la corona de espinas de la señora Gillespie.

Sarah no vio ningún mal en contárselo. La mayor parte de los detalles ya se sabían, y la verdad era probablemente menos dañina que las historias de horror que iba explicando la mujer de la limpieza de Mathilda.

– Era una reliquia de familia, una cosa llamada mordaza para chismosas. -Colocó una mano sobre el abdomen de la mujer y palpó en busca de la cabeza del bebé-. Y no había ni zarzas ni rosas, nada en absoluto que tuviera espinas. Sólo unas pocas flores silvestres. -Omitió deliberadamente las ortigas. Las ortigas, pensó, sí que resultaban inquietantes-. Era más patético que atemorizante. -Los dedos que sondeaban se relajaron-. Está usted bien. Ya no le queda mucho tiempo. Tiene que haber calculado mal las fechas.

– Siempre las calculo mal, doctora -replicó la mujer con tranquilidad-. Puedo decirle al minuto cuándo debe parir una vaca, pero cuando me toca el turno a mí -se echó a reír-, no tengo tiempo para marcar calendarios. -Sarah le dio el brazo para ayudarla a sentarse-. Una mordaza para chismosas -continuó la mujer, pensativa-. ¿Chismosa, como en el caso de una mujer de lengua afilada?

Sarah asintió con la cabeza.

– Se usaron hasta hace dos o tres siglos para hacer callar a las mujeres, y tampoco era sólo para las mujeres con lengua afilada. A cualquier mujer. Las mujeres que desafiaban la autoridad masculina, dentro de su casa y fuera de ella.

– ¿Y por qué calcula usted que lo hizo?

– No lo sé. Tal vez estaba cansada de vivir. -Sarah sonrió-. Ella no tenía la energía de usted, señora Graham.

– Oh, la muerte puedo entenderla. Nunca le he visto mucho sentido a luchar por vivir si la vida no merece la pena de luchar por ella. -Se abotonó la camisa-. Lo que quiero decir es, ¿por qué lo hizo con la mordaza en la cabeza?

Pero Sarah sacudió la cabeza.

– Tampoco lo sé.

– Era una vieja repelente -dijo la señora Graham, sin rodeos-. Vivió aquí casi toda su vida. Nos conocía a mí y a mis padres desde la cuna, pero nunca nos hizo el más mínimo caso. Éramos demasiado corrientes. Granjeros arrendatarios con estiércol en los zapatos. Oh, por supuesto que se hablaba con el viejo Wittingham, el haragán dueño de la granja de papá. El hecho de que no haya dado golpe desde el día en que nació, sino que viviera de sus rentas e inversiones, lo convertía en aceptable. Pero los trabajadores, los de oficios duros como nosotros… -sacudió la cabeza-, estábamos por debajo del desprecio. -Rió entre dientes ante la expresión de Sarah-. Vaya, estoy escandalizándola. Pero tengo una bocaza y la uso. No quiero tomarme a pecho la muerte de la señora Gillespie. No era una persona que gustase a los demás, y no porque no lo intentáramos, créame. No somos mala gente, los de aquí, pero las personas corrientes tienen un límite de aguante, y cuando una mujer se sacude el abrigo después de que una haya tropezado con ella por accidente, bueno, entonces es cuando uno dice que ya basta. -Bajó las piernas de la camilla y se puso de pie-. Yo, personalmente, no soy muy dada a ir a la iglesia, pero hay cosas en las que creo, y una es el arrepentimiento. Ya sea Dios o sólo la avanzada edad, calculo que todo el mundo se arrepiente al final. Pocos somos los que morimos sin reconocer nuestras culpas, y por eso la muerte es tan pacífica. Y no tiene importancia a quién se le pida perdón, a un sacerdote, a Dios, a la familia, uno lo ha pedido y se siente mejor. -Deslizó los pies en los zapatos-. Supongo que la señora Gillespie estaba pidiendo perdón por su lengua malvada. Por eso se puso la mordaza para reunirse con su Hacedor.