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– ¿Y? -inquirió Cooper cuando el silencio se prolongó.

Los ojos viejos dieron vueltas por la habitación.

– Me di cuenta de que pagaría más por evitar el escándalo. Regresé a su casa un par de veces para demostrarle lo vulnerable que era. Hablaba de cincuenta mil el día antes de morirse. Yo resistía en espera de cien mil. Antes o después habríamos llegado a esa cantidad. Ella sabía que era una cuestión de tiempo hasta que alguien me viera y me reconociese.

Cooper permitió que la revulsión lo venciera.

– A mí me parece, señor, que usted quiere demasiado. La abandonó hace cuarenta años, la dejó sola con un bebé, le arrebató lo que los relojes valían en mil novecientos sesenta y uno, se lo gastó todo… -miró con intención la botella vacía-, probablemente en bebida, repitió el procedimiento con todo el dinero que ganó, y luego volvió a su tierra para chuparle la sangre a la mujer que había abandonado. Creo que es discutible quién era el ladrón más grande. Si los relojes eran tan importantes para usted, ¿por qué no se los llevó?

– No podía permitírmelo -replicó Gillespie con desapasionamiento-. Reuní lo justo para mi pasaje. No quedaba dinero para fletar los relojes.

– ¿Por qué no vendió uno para pagar el flete de los otros?

– Ella me lo impidió. -Vio el escepticismo en la expresión de Cooper-. Usted no la conocía, hombre, así que no juzgue.

– Sin embargo, usted mismo acaba de admitir que solía pegarle para que le tuviera miedo. ¿Cómo pudo ella impedirle que vendiera sus propias pertenencias? Usted le habría zurrado.

– Quizá lo hice -gruñó él-. Tal vez ella encontró otro medio de impedírmelo. ¿Cree usted que fui el primero en emplear el chantaje? Ella era una maestra consumada en ello. -Volvió a tocarse los labios, y esta vez el temblor de sus manos era más pronunciado-. Llegamos a un acuerdo, la esencia del cual era que no se produciría ningún escándalo. Ella me dejó marchar a Hong Kong, con la condición de que no habría divorcio y que se quedaría con los relojes. Seguro mutuo, los llamó. Mientras ella tuviese los relojes podría estar segura de mi silencio. Mientras fueran de mi propiedad, podría estar seguro del silencio de ella. Valían su buen dinero, incluso en aquella época.

Cooper frunció el entrecejo.

– ¿Qué silencio compraba usted?

– Este y aquél. Era un matrimonio desdichado, y en aquella época, cuando uno se divorciaba le sacaban los trapos sucios al sol. El padre de ella era miembro del Parlamento, no lo olvide.

«Ella me dejó marchar a Hong Kong…» Extraño uso de palabras, pensó Cooper. ¿Cómo podría habérselo impedido?

– ¿Estaba usted complicado en algo delictivo, señor Gillespie? ¿Fueron los relojes un quid pro quo para que ella no acudiera a la policía?

Él se encogió de hombros.

– Eso es agua pasada.

– ¿Qué hizo usted?

– Es agua pasada -repitió el viejo, testarudo-. Pregúnteme por qué Mathilda tuvo que comprar mi silencio. Eso resulta muchísimo más interesante.

– ¿Por qué?

– Por la niña. Yo sabía quién era el padre, ¿no?

«Agua pasada», pensó Cooper con sarcasmo.

– Usted le dijo al señor Duggan que su esposa escribía diarios -dijo-, que estaban en el estante superior de la biblioteca, disfrazados de colección de obras de William Shakespeare. ¿Es correcto?

– Lo es.

– ¿Los vio cuando acudió a Cedar House, o fue la señora Gillespie quien le habló de ellos?

Los ojos de Gillespie se entrecerraron.

– ¿Está diciendo que ahora no se encuentran allí?

– ¿Quiere contestar a mi pregunta, por favor? ¿Los vio usted, o está repitiendo algo que le dijo la señora Gillespie?

– Los vi. Verá, sabía qué buscar. Yo le hice encuadernar los dos primeros volúmenes como regalo de bodas. Le regalé otros ocho con las páginas en blanco.

– ¿Podría describirlos, señor Gillespie?

– Piel de becerro marrón. Letras doradas en los lomos. Títulos de cortesía de William Shakespeare. Diez volúmenes en total.

– ¿Qué tamaño?

– Veinte centímetros y medio por quince y medio. De tres centímetros de grosor, más o menos. -Se retorció las manos sobre el regazo-. Supongo que no están en la biblioteca. No me importa decirle que confío mucho en esos diarios. Demostrarán que ella tenía la intención de estafarme.

– ¿Así que usted los leyó?

– No pude -gruñó el viejo-. Ella nunca me dejó a solas el tiempo suficiente. Alborotaba a mi alrededor como una maldita gallina. Pero la prueba estará en esos diarios. Ella lo habrá escrito allí como escribía todo lo demás.

– Entonces, no puede decir sobre seguro que había diarios, sino sólo que había diez volúmenes de Shakespeare en el estante superior, los cuales guardaban similitud con unos diarios que usted compró para regalarle hace unos cuarenta y pico de años.

El frunció los labios con obstinación.

– Los identifiqué la primera vez que estuve allí. Eran los diarios de Mathilda, sin lugar a dudas.

Cooper pensó durante un momento.

– La señora Lascelles, ¿estaba enterada de la existencia de los diarios?

Gillespie se encogió de hombros.

– No podría decírselo. Yo no le dije nada al respecto. No creo que sirva para nada vaciar el arsenal antes de que sea necesario.

– ¿Pero le contó que usted no era su padre?

Él volvió a encogerse de hombros.

– Alguien tenía que hacerlo.

– ¿Por qué?

– Ella estaba molestándome constantemente. No quería dejarme en paz. Era realmente patético. Parecía erróneo dejar que continuara creyendo una mentira tan fundamental.

– Pobre mujer -murmuró Cooper con una compasión nueva. Se preguntaba si había alguien en el mundo que no la hubiese rechazado-. Supongo que también le habló de la carta escrita por su padre natural.

– ¿Por qué no? A mí me parecía que ella tiene tanto derecho como Mathilda a la fortuna Cavendish.

– ¿Cómo se enteró usted? Esa carta fue escrita después de que usted se marchara a Hong Kong.

El viejo adoptó una expresión astuta.

– Tengo mis medios de información -masculló. Pero vio algo en los ojos de Cooper que lo hizo reflexionar-. Hubo habladurías en el pueblo, cuando Gerald se suicidó -dijo-. Corrió la voz de que había escrito una carta que su hermano consiguió suprimir. Suicidio… -sacudió la cabeza-, no era lo que se hacía en aquellos tiempos. William lo acalló por el bien de la familia. Yo oí las historias en aquellos tiempos, y le sugerí a Joanna que buscara la carta. Resultaba evidente lo que diría. Gerald era un imbécil sentimental y resultaba inevitable que en la carta mencionara a su bastarda. No podría haberse resistido a hacerlo.

– Y quizá llegó usted a un acuerdo también con la señora Lascelles. Usted declararía ante el tribunal con respecto a su verdadera paternidad, si ella lo mantenía holgadamente durante el resto de su vida. ¿Algo parecido?

Gillespie profirió una seca risa entre dientes.

– Era muchísimo más dócil que su madre.

– Entonces, ¿por qué se molestó en continuar negociando con la señora Gillespie?

– No creía que Joanna tuviera muchas probabilidades contra Mathilda.

Cooper asintió con la cabeza.

– Así que mató a su esposa para mejorar las probabilidades.

La seca risa entre dientes volvió a sonar, rasposa.

– Me pregunto cuándo ha sacado usted eso de la chistera. No necesitaba hacerlo. Si no se suicidó, yo pensaría más bien que lo hizo mi hijastra. Se sintió terriblemente decepcionada al descubrir que su madre había jugado a la puta con su gran tío. -De modo abrupto, como si se tratara de un secreto culpable que hubiese decidido confesar, sacó una botella de whisky llena del lugar en que estaba escondida entre los cojines del sofá, desenroscó el tapón y se la llevó a los labios-. ¿Quiere un poco? -inquirió con aire vago, pasado un momento, al tiempo que blandía la botella en dirección a Cooper, antes de volver a llevársela a los labios y vaciarla hasta la mitad a enormes tragos.