Mathilda Gillespie fue enterrada tres días más tarde junto a su padre, sir William Cavendish, miembro del Parlamento, en el camposanto del pueblo de Fontwell. Aún no se había celebrado la vista de las diligencias del juez de primera instancia, pero para entonces era del dominio general que el veredicto de suicidio sería la conclusión inevitable, si no por boca de Polly Graham, sí por la simple suma de dos más dos cuando la policía de Dorset quitó los precintos de Cedar House y regresó a su cuartel general del balneario costero de Learmouth.
El cortejo era reducido. Polly Graham había dicho la verdad al declarar que Mathilda Gillespie no era una persona que gustara a los demás, y pocos pudieron tomarse la molestia de hallar tiempo en sus atareadas vidas para decirle adiós a una anciana que había sido famosa por su carencia de amabilidad. El vicario hizo todo lo posible en unas circunstancias difíciles, pero fue con una sensación de alivio que los integrantes del cortejo le volvieron la espalda a la sepultura y regresaron por la hierba hasta la puerta de la verja.
Jack Blakeney, acompañante renuente de su esposa que se había sentido obligada por el deber a asistir al entierro, masculló al oído de su mujer:
– Vaya un puñado de sepulcros blanqueados, y no me refiero a las lápidas sino a nosotros, hipócritas, cumpliendo con nuestro deber de clase media. ¿Les viste las caras cuando el reverendo hizo referencia a ella como «nuestra muy amada amiga y vecina»? Todos la odiaban.
Ella lo hizo callar con un gesto de advertencia de la mano.
– Te oirán.
– ¿A quién le importa? -Ellos dos cerraban la marcha, y la mirada de artista de él recorría las inclinadas cabezas que tenían delante-. Supongo que la rubia es su hija, Joanna.
Sarah percibió la descuidada nota de interés de la voz de él y sonrió con cinismo.
– Supongo -concedió-, y presumiblemente, la más joven es su nieta.
Joanna estaba ahora de pie junto al vicario, sus ojos gris claro grandes en el rostro delicadamente demacrado, su pelo de oro plateado como un brillante sombrero al sol. Hermosa mujer, pensó Sarah, pero como de costumbre podía admirarla con absoluta indiferencia. Raras veces dirigía su resentimiento contra los objetos de la lujuria apenas disimulada de su esposo, porque las veía como sólo eso, objetos. La lujuria, al igual que todas las cosas de la vida de Jack que no fuera su pintura, era efímera. Los días en que había confiado en que, a pesar de lo mucho que él apreciara el aspecto de una mujer, no pondría en peligro su matrimonio, habían pasado hacía tiempo y le quedaban pocas ilusiones sobre su propio papel. Ella aportaba el caudal de dinero mediante el cual Jack Blakeney, artista que luchaba para abrirse camino, podía vivir y satisfacer sus muy mundanos deseos; pero como había dicho Polly Graham: «Las personas corrientes tienen un límite de aguante».
Estrecharon la mano del vicario.
– Ha sido amable por parte de ambos el asistir. ¿Conocen a la hija de Mathilda? -El reverendo Matthews se volvió hacia la mujer-. Joanna Lascelles, la doctora Sara Blakeney y Jack Blakeney. Sarah era médico de cabecera de tu madre, Joanna. Comenzó la práctica el año pasado, cuando el doctor Hendry se jubiló. Ella y Jack viven en Mill, en Long Upton, la vieja casa de Geoffrey Freeling.
Joanna les estrechó la mano a ambos y se volvió hacia la muchacha que tenía a su lado.
– Ésta es mi hija Ruth. Las dos le estamos muy agradecidas, doctora Blakeney, por todo lo que ha hecho para ayudar a mi madre.
La jovencita tenía unos diecisiete o dieciocho años, era tan morena como su madre rubia, y tenía aspecto de todo menos grácil. Sarah sólo recibió una impresión de intenso y amargo pesar.
– ¿Sabe por qué se suicidó la abuela? -inquirió en voz baja-. Nadie más parece saberlo. -Su cara estaba marcada por un entrecejo fruncido.
– Ruth, por favor -suspiró su madre-. ¿No son ya las cosas bastante difíciles? -Estaba claro que se trataba de una conversación que habían tenido antes.
Joanna debía estar rondando los cuarenta, pensó Sarah, si se juzgaba por la edad de su hija, pero con el negro abrigo como telón de fondo parecía muy joven y muy vulnerable. Junto a ella, Sarah percibió que el interés de Jack se hacía más vivo, y sintió un furioso impulso de volverse contra él y regañarlo en público de una vez y para siempre. ¿Hasta dónde pensaba él que se estiraría su paciencia? ¿Durante cuánto tiempo esperaba él que tolerase su despreciativa y despreciable indiferencia ante el asediado orgullo de ella? Reprimió el impulso, por supuesto. Su crianza y las exigencias de comportamiento de la profesión le imponían demasiadas trabas como para que hiciera otra cosa. «Pero, oh, Dios, un día…», se prometió. En cambio, le habló a la muchacha.
– Ojalá pudiera darte una respuesta, Ruth, pero no puedo. La última vez que vi a tu abuela, estaba bien. Con dolores debidos a su artritis, por supuesto, pero nada a lo que no estuviera acostumbrada o no pudiera soportar.
La muchacha lanzó una despreciativa mirada a su madre.
– Entonces tiene que haber sucedido algo que la trastornara. La gente no se suicida sin motivo.
– ¿Se trastornaba con facilidad? -preguntó Sarah-. Nunca me dio esa impresión. -Sonrió apenas-. Tu abuela era dura como unas botas viejas. Yo la admiraba por eso.
– Entonces, ¿por qué se suicidó?
– Tal vez porque no le temía a la muerte. El suicidio no es siempre una negativa, ¿sabes? En algunos casos se trata de una declaración positiva de elección. Moriré ahora y de esta manera. «Ser o no ser.» Para Mathilda, «no ser» habría sido una decisión meditada.
Sus ojos se le llenaron de lágrimas.
– Hamlet era su obra favorita. -Era alta como la madre pero su cara, aterida por el frío y la angustia, carecía del sorprendente aspecto de la otra. A Ruth, las lágrimas la afeaban mientras que en su madre, un mero destello en las pestañas, realzaba su frágil belleza.
Joanna se agitó, mirando de Sarah a Jack.
– ¿Querrán venir a casa para tomar el té? Seremos unos pocos.
Sarah se excusó.
– Me temo que no puedo. A las cuatro y media tengo consulta en Mapleton.
Jack no lo hizo.
– Gracias, es muy amable.
Se produjo un corto silencio.
– ¿Cómo irás a casa? -inquirió Sarah mientras buscaba las llaves de su coche en el bolsillo.
– Alguien me llevará -dijo él-. Alguien tendrá que ir en la misma dirección que yo.
Uno de los colegas de Sarah fue a verla cuando estaba concluyendo la consulta de la tarde. Había tres médicos que atendían varios kilómetros cuadrados de la costa y campiña de Dorset, las cuales incluían pueblos grandes, aldeas y granjas diseminadas. La mayoría de los pueblos tenían sus propios consultorios pequeños, ya fuera anexos a la casa del médico o alquilados a los pacientes y, entre ellos, los médicos cubrían toda el área, turnándose y haciendo guardias en una rotación perfecta. Mapleton era el pueblo donde vivía Robin Hewitt pero, al igual que Sarah, pasaba tanto tiempo fuera de él como dentro. También se habían resistido a la lógica de concentrar sus recursos en los pueblos más céntricos, pero resultaba dudoso que pudieran hacerlo durante mucho más tiempo. El argumento, muy veraz, de que la mayoría de los pacientes eran ancianos o carecían de medios de transporte, se veía muy superado por el peso de las presiones comerciales que había ahora en el servicio de sanidad.