Ruth estaba ausente del mundo en el piso de arriba, agotada por las tensiones mentales y físicas que la noche anterior habían causado estragos en sus ya demasiado magras reservas, pero le dejó una nota en la mesa de la cocina por si acaso despertaba y era presa del pánico al ver que se había marchado: «Estás a salvo con Hughes en el talego -decía-, pero no le abras la puerta a nadie, sólo por si acaso. Volveré pronto, cariños, Jack.»
– ¿Señora Marriott? -Cooper se inclinó sobre el escritorio de la recepcionista en el consultorio vacío, y le enseñó su tarjeta de identificación-. Sargento detective Cooper, de la policía de Learmouth.
Jane le sonrió automáticamente.
– ¿En qué puedo ayudarle, sargento?
– Me gustaría hablar con usted en privado, si fuera posible.
– Aquí estamos bastante en privado por el momento -dijo ella-. Lo único que tiene probabilidades de molestarnos es el teléfono. ¿Le apetecería una taza de café?
– Gracias. Con leche, dos de azúcar, por favor.
Ella se ocupó de la tetera.
– Hemos obtenido algunos resultados altamente interesantes con las pruebas de huellas dactilares -dijo Cooper a sus espaldas-. De una u otra forma, las pruebas señalan a unas cuantas personas que visitaron a la señora Gillespie antes de que muriera. Usted, por ejemplo.
Jane quedó de pronto muy quieta.
– Esperaba que no lo descubrirían -admitió pasado un momento, mientras se quitaba pelusas invisibles del jersey-. Y luego, por supuesto, nos invitaron a todos a proporcionarles muestras de nuestras huellas dactilares. Entonces resultó muy difícil saber qué hacer. ¿Debía confesar que había mentido la primera vez, o dejarlo de momento con la esperanza de que no hubiese tocado nada?
– ¿Por qué no quería que supiéramos que había estado en Cedar House?
– Porque me habrían preguntado qué razón tuve para ir allí.
Él asintió con la cabeza.
– ¿Y qué fue…?
Ella volvió a mirar las tazas de café y virtió agua en ellas.
– No tenía nada que ver con la muerte de Mathilda, sargento. Era un asunto muy privado.
– Me temo que con eso no bastará, señora Marriott.
Ella empujó una taza al otro lado del escritorio y colocó el azucarero y una cuchara junto a la misma.
– ¿Me arrestará si me niego a contestar?
Él rió entre dientes con buen humor.
– No de inmediato.
– ¿Cuándo?
Él eludió la pregunta.
– Si yo le dijera que, siempre y cuando lo que me cuente no tenga nada que ver con la muerte de la señora Gillespie, no irá más allá de estas cuatro paredes, ¿confiará lo bastante en mí como para creer que mantendré mi palabra? -Le sostuvo la mirada-. No tiene ni idea del tipo de publicidad con que se enfrentará si tengo que llevarla para ser interrogada. Una vez que la prensa le clava a uno los dientes, no suelta con facilidad.
El rechoncho rostro hogareño de Jane adoptó una expresión muy cruda.
– ¡Cómo le encantaría esto a Mathilda si estuviera viva! -dijo-. Le encantaba crear problemas.
– Entonces, usted la conocía bien.
– Demasiado bien.
– ¿Y no le caía bien?
– No podía soportarla. Intenté evitarla hasta donde pude, pero eso no resultó muy fácil una vez que comencé a trabajar aquí, con las llamadas telefónicas que exigían la visita de un médico y las solicitudes para repetir una prescripción.
– ¿Y sin embargo fue a verla?
– Tenía que hacerlo. Vi a James salir de la casa el día antes de que ella muriera. -Se llevó una mano al pecho-. Fue una impresión muy grande. Pensaba que él se encontraba en Hong Kong. -Guardó silencio.
– Hábleme de eso -la animó Cooper, con suavidad.
– Usted no lo entendería -dijo Jane con convicción-. No conocía a Mathilda.
Jack estaba de muy mal humor para cuando llegó a Cedar House. Hacía años que no montaba en bicicleta, y seis kilómetros y medio por caminos rurales llenos de baches en una cosa que tendría que haber sido condenada a chatarra hacía años, le habían provocado escozor de testículos y el tipo de muslos temblorosos que habría deshonrado a un nonagenario. Abandonó la bicicleta contra un árbol de la urbanización Cedar, saltó por encima de la cerca y corrió con agilidad por la hierba hasta la ventana de la cocina. Por razones que sólo él conocía, no tenía ninguna intención de anunciar su presencia acercándose por la grava o usando el timbre de la puerta principal.
Dio unos golpecitos suaves en el cristal de la ventana, y tras uno o dos minutos apareció Joanna en la puerta que iba de la cocina al pasillo.
– ¿Qué quieres?
Él le leyó los labios más que oyó las palabras, y señaló hacia la puerta trasera.
– Déjame entrar -vocalizó las palabras con una voz apenas por encima del susurro.
Los ojos de Jane se entrecerraron mientras ella miraba hacia atrás por el corredor del tiempo.
– Verá, no puede hacer una valoración de Mathilda por lo que la gente le cuenta ahora. Han olvidado lo hermosa que era de joven, lo ingeniosa que resultaba y los muchos hombres que la deseaban. Era el mejor partido de los alrededores: su padre era miembro del Parlamento, su tío un solterón adinerado… -se encogió de hombros-, podría haberse casado con cualquiera.
– ¿Y por qué no lo hizo?
– En aquella época todos pensaron que estaba esperando algo mejor, un título quizás, o una casa solariega con acres de terreno, pero yo siempre pensé que había algo más que eso. Solía observarla en las fiestas, y para mí estaba muy claro que, aunque le gustaba coquetear y ser el centro de la atención, no podía soportar que los hombres la tocaran. -Guardó silencio.
– Continúe -la instó Cooper tras un momento.
– No fue hasta diez años después, cuando mi esposo y yo nos encontramos con James en Hong Kong y él nos contó la verdad sobre la paternidad de Joanna, cuando la cosa adquirió sentido. -Suspiró-. No es que yo llegara a entender nunca con exactitud lo que sucedió porque, por supuesto, en aquella época el abuso infantil y el incesto eran mantenidos en secreto. James creía que ella había alentado a Gerald, pero yo nunca lo pensé. Es el único aspecto que siempre me ha hecho sentir pena por ella. Creo que estaba emocionalmente mutilada a causa de eso.
– ¿Así que usted supo durante mucho tiempo que la señora Lascelles no era hija de James Gillespie?
– Sí.
– ¿Estaba enterada la señora Gillespie de que usted lo sabía?
– Oh, sí.
– ¿No le preocupaba que usted lo supiera?
– Sabía que yo no se lo diría a nadie.
– ¿Cómo podía saberlo?
– Simplemente lo sabía -replicó Jane sin más.
«¿Cómo lo había llamado James Gillespie? Seguro mutuo.»
Sin previo aviso, al cerrarse la puerta trasera a sus espaldas, la enorme mano de Jack rodeó la garganta de Joanna y la condujo de la cocina al pasillo.
– ¿Lo que le sucedió a Mathilda no te enseñó nada, perra estúpida? -dijo con una salvaje voz baja.
Cooper sacó un cigarrillo, recordó dónde estaba y volvió a guardarlo.
– ¿Era usted quien tenía amistad con el señor Gillespie, o era su esposo?
– Paul y él pasaron juntos por la guerra, pero también yo lo conozco desde hace mucho tiempo.
– ¿Por qué le causó una impresión tan grande verlo salir de Cedar House ese día?
– Siempre había abrigado la esperanza de que estuviera muerto. -Suspiró-. Sé que usted ha ido a verlo. Me lo contó Sarah. ¿No le dijo él nada?
– ¿Respecto a qué, señora Marriott?
Ella le dedicó una sonrisa cansada.
– Lo sabría si se lo hubiese dicho, sargento.
– En ese caso, no creo que lo haya hecho -replicó él con sinceridad-. Pero es obvio que usted tiene miedo de que lo haga, así que, ¿no sería mejor que lo supiera por usted? Supongo que se trata de algo de lo que sólo estaban enterados usted, él y Mathilda. Confiaba en que ella no diría nada porque usted podría revelar la verdad sobre el padre de Joanna, pero él es otra cuestión. No tiene ningún dominio sobre él, razón por la cual la conmocionó tanto ver que había vuelto a Inglaterra: fue a ver a Mathilda para averiguar si iba a hacer correr la voz. ¿Estoy en lo cierto?