Jack bajó una mirada fija al rostro demacrado y obsesionado de Joanna, y luego la dejó con sorprendente suavidad en la silla más cercana.
– No te lo mereces, pero has tenido más suerte que tu madre -fue todo lo que dijo, antes de alejarse hacia la cocina y la puerta trasera.
Joanna Lascelles estaba aún gritando cuando Duncan Orloff, en un estado de pánico absoluto, usó un acotillo para romper la puerta principal y enfrentarse con lo que fuera que le aguardaba en el vestíbulo de Cedar House.
– ¿Y la ayudó usted? -preguntó Cooper con una calma que desmentía sus verdaderos sentimientos.
Ella parecía desgraciada.
– No lo sé… No sé lo que hizo ella. -Se retorció las manos con angustia-. No dijo las cosas con esas mismas palabras. Sólo me pidió que robara algunas pastillas para dormir… barbitúricos… del dispensario de mi padre. Dijo que eran para ella porque no podía dormir. Yo tuve la esperanza… pensé… que iba a suicidarse… y me alegré. A esas alturas la odiaba.
– ¿Así que le llevó las pastillas?
– Sí.
– Aunque ella no se suicidó.
– No.
– Pero acaba de decir que ella quería que usted la ayudara a matar al bebé.
– Eso es lo que pensé durante diez años. -Las lágrimas largamente contenidas manaron a través de sus párpados-. Verá, sólo estaba Joanna. El otro bebé puede que nunca haya existido. Yo no creía que hubiese existido jamás. -Se llevó una mano temblorosa a la cara-. Pensaba que la había ayudado a matarlo… y luego, en Hong Kong, James no dejó de preguntarme cómo podría haberse suicidado Gerald con barbitúricos, porque ningún médico se los habría recetado, y me di cuenta de que era a Gerald a quien ella quería matar desde el principio, y yo le había proporcionado los medios para hacerlo. -Sacó un pañuelo y se sonó la nariz-. Quedé tan conmocionada que James adivinó lo que había hecho. Aunque creo que siempre lo ha sabido. En muchos sentidos, él y Mathilda eran muy parecidos.
Cooper buscaba con desesperación dividir esta historia en secciones manejables. Había demasiadas preguntas sin responder.
– ¿Por qué ningún médico le habría prescrito barbitúricos a Gerald Cavendish? Comprobé el informe del juez de primera instancia. No había ninguna pista de asesinato, sólo una alternativa entre accidente y suicidio.
– Gerald era… -Jane buscó la palabra adecuada-, débil mental, supongo, como los Spede, pero hoy los llaman retrasados educacionales. Por eso, la propiedad fue mantenida intacta para William. El abuelo de Mathilda tenía miedo de que Gerald se la regalara al primero que la pidiese. Pero nunca he entendido realmente cómo Mathilda llegó a dormir con él. Era una persona muy patética. Siempre he supuesto que su padre la obligó a ello para proteger de alguna forma su herencia, pero James dijo que era idea de Mathilda. Yo no lo creo. James la odiaba tanto que habría dicho cualquier cosa para denigrarla.
Cooper sacudió la cabeza con asombro. ¡Qué apacible había sido su propia vida comparada con las agonías de esta alma maternal de pelo gris que daba la impresión de una inocencia absoluta!
– ¿Por qué fueron a visitar a James Gillespie a Hong Kong, si su esposo había tenido una aventura con la señora Gillespie? La verdad es que no podía haber mucho afecto entre ustedes tres.
– No fuimos a visitarlo, o al menos no en sentido estricto. No teníamos ni idea de que James se había marchado a Hong Kong. Mathilda nunca nos lo dijo… ¿por qué iba a hacerlo?… y después de esa aventura nos marchamos de aquí y fuimos a vivir a Southampton. Yo me puse a trabajar de profesora y Paul lo hizo para una compañía naviera. Lo dejamos todo a nuestras espaldas, y entonces Paul tuvo que ir a Hong Kong por negocios y me llevó consigo de vacaciones. -Sacudió la cabeza-. Y casi la primera persona con quien nos encontramos al llegar fue James. La comunidad de expatriados era muy pequeña -alzó las manos en un gesto de impotencia-, era inevitable que nos encontráramos con él. Si hubiésemos sabido que estaba allí, no habríamos ido jamás. El destino es muy cruel, sargento.
Eso no podía discutírselo.
– Entonces, ¿por qué volvieron a vivir aquí, señora Marriott, sabiendo que la señora Gillespie estaba en Cedar House? ¿No estaban tentando al destino una segunda vez?
– Sí -fue la sencilla respuesta de ella-, pero ¿qué podía hacer yo? Paul no sabe nada de todo esto, sargento, y está muriéndose… lentamente… de enfisema. Conservamos nuestra casa de aquí… era la casa de sus padres y él le tenía demasiado cariño como para venderla, así que la alquilamos… y luego, hace cinco años, él se jubiló por razones de salud y me imploró que por favor regresáramos a casa. -Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas-. Dijo que no tenía que preocuparme respecto a Mathilda, que lo único que había sentido por ella era compasión, mientras que la única mujer a quien había amado era yo. ¿Cómo podía contarle entonces lo que de verdad había sucedido? Todavía pensaba que su bebé estaba muerto. -Se llevó el pañuelo a los llorosos ojos-. Hasta que acudí a Cedar House y le pregunté a Mathilda por James, ella no me dijo que había dado el bebé en adopción. -Ocultó el rostro entre las manos-. Era un varón y todavía está vivo en alguna parte.
Cooper meditó las tristes ironías de la vida. ¿Era la providencia, Dios o alguna selección al azar lo que hacía que algunas mujeres fuesen fértiles y otras estériles? Con profunda reticencia la llevó de vuelta al día en que Mathilda había muerto, sabiendo que había pocas probabilidades de que lo que ella le dijese pudiera llegar a mantenerse en secreto.
Estoy otra vez embarazada, morbosa y repugnantemente embarazada. Apenas seis meses después de dar a luz una bastarda, llevo otro en el vientre. Tal vez las cóleras de borracho de James conseguirán algún buen propósito provocándome un aborto. Llora y se enfurece por turnos, gritándome insultos como una pescadera, con la intención, al parecer, de proclamar mi «puterío» a todo el edificio. ¿Y todo por qué? ¿Por una breve aventura carente de amor con Paul Marriott, cuyo torpe manoseo lleno de disculpas me resultó casi insoportable? Entonces, ¿porqué, Mathilda?
Porque estos son días en los que podría beber sangre, y hacer cosas tan amargas que la tierra temblaría de mirarlas. La mojigatería de Paul me fastidiaba. Hablaba de la «querida Jane» como si le importara. Sobre todo pienso en la muerte: la muerte del bebé, la muerte de James, la muerte de Gerald, la muerte de mi padre. Es, al fin y al cabo, una solución tan definitiva… Mi padre conspira para mantenerme en Londres. Dice que Gerald ha jurado que se casará con Grace si yo regreso. Lo peor de esto es que yo le creo. Gerald me tiene ahora un miedo muy, muy grande.
Le pagué a un detective privado para que le tomara fotografías a James. ¡Y, vaya, vaya, qué fotografías! «La mofeta, y no el caballo sucio, sale a trotar con un apetito tan desenfrenado.» Y también en un lavabo público. Si he de decir la verdad, estoy deseando con toda mi alma enseñárselas. Lo que yo hice fue meramente pecaminoso. Lo que hace James es criminal. No se hablará más de divorcio, eso es seguro, y se marchará a Hong Kong sin chistar. Él no desea más que yo que se hagan públicas sus actividades sexuales.
Realmente, Mathilda, tienes que aprender a usar el chantaje con mejores finalidades que en el caso de Gerald y tu padre…
Capítulo 17
Hughes, que sufría de insomnio y de inquietantes dudas acerca de la continuada obediencia de los jóvenes a los que con tanto éxito había controlado, estaba manso cuando se encaró con el inspector jefe Charlie Jones desde el otro lado de la mesa de la sala de interrogatorios de la comisaría de policía de Freemont Road. Al igual que Cooper, estaba de humor pesimista.
– Supongo que ha venido a hacerme comer el marrón del asesinato de la vieja vaca -dijo malhumorado-. Ustedes son todos iguales.