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Jones tuvo dificultades para que el sarcasmo no aflorara a su voz.

– Creo que podemos estar de acuerdo en eso -dijo.

Jack lo miró con fijeza durante un momento.

– Sí pero, ¿por qué? ¿Por qué ese alguien quería quitarla de en medio? ¿Qué había hecho o qué iba a hacer que motivara que había que matarla? Ésa es la pregunta que ustedes nunca hicieron, fuera del contexto del testamento.

– Porque a mí no me resulta tan fácil, como al parecer se lo resulta a usted, hacer caso omiso del mismo.

– Pero es sólo un testamento. Millares de personas los hacen cada semana, y millares de personas mueren cada semana. El hecho de que el de Mathilda fuera insólitamente radical se vuelve por completo irrelevante si nos absuelve a Joanna, a Ruth, a Sarah y a mí de su muerte. Nadie más resulta afectado por la forma que escogió ella de legar su dinero.

Cooper se aclaró la garganta.

– Tiene bastante razón, Charlie.

– De acuerdo -concedió el otro-. ¿Por qué la mataron, entonces?

– No lo sé.

Charlie alzó los ojos al cielo.

– ¡Que Dios me dé fuerzas! -gruñó con tono salvaje.

Cooper rió entre dientes para sí.

– Continúe, Jack, antes de que le provoque una apoplejía al pobre hombre -sugirió-. A todos está acabándosenos la paciencia en este asunto. Digamos que el testamento no fue el móvil y que ni las mujeres Lascelles ni usted ni su esposa estuvieron implicados. ¿Dónde nos deja eso?

– En Mathilda con la mordaza puesta. ¿Por qué? ¿Y por qué tenía medio bosque cuidadosamente entrelazado con ella? ¿No es eso lo que lo persuadió a usted de que no era suicidio?

Cooper asintió con la cabeza.

– En ese caso, la conclusión lógica es que el asesino nunca tuvo intención de hacerles creer que era un suicidio. Significa que no estamos hablando de un estúpido, estamos hablando de finura y arreglo cuidadoso. Mi conjetura es que alguien que conocía a Mathilda pensó que Sarah era su hija, sabía que tanto Mathilda como Joanna habían sido condicionadas por la mordaza durante su infancia, sabía que Joanna era florista, y sabía también que «mordaza de la chismosa» era el apodo con que Mathilda llamaba a Sarah. De ahí el artilugio que llevaba en la cabeza y la imaginería estilo Rey Lear. Si eso lo unen al hecho de que Ruth estuvo ese día en la casa, el objetivo tuvo que haber sido, con total seguridad, el concentrar la atención de ustedes sobre Sarah, Joanna y Ruth: en otras palabras, las tres hijas de Lear. Y eso es, con toda exactitud, lo que sucedió, aunque fuera el testamento el que los hizo pensar a lo largo de esas líneas porque confundieron el simbolismo con la diadema de plantas silvestres de Ofelia. No deben olvidar lo bien que Mathilda guardó el secreto de su testamento. Por lo que todo el mundo sabía, Joanna y Ruth iban a compartir la herencia entre ambas. La posible reclamación de Sarah como la hija perdida hace tiempo, no fue más que un comodín cuando el asesinato tuvo lugar así que, para el asesino, constituyó una especie de beneficio extra.

Charlie frunció el ceño.

– Continúo sin entenderlo. ¿Se suponía que debíamos arrestar a una de ellas? ¿Y a cuál? Lo que quiero decir es: ¿señalaban a su esposa por la mordaza, señalaban a Joanna por las flores o señalaban a Ruth porque había estado en la casa?

Jack se encogió de hombros.

– Yo diría que ahí reside el asunto. Importa un comino, siempre y cuando concentren ustedes su atención sobre ellas.

– Pero ¿por qué? -gruñó Charlie a través de los dientes apretados.

Jack miró con impotencia a Cooper.

– Existe una sola razón que yo pueda ver, pero tal vez estoy por completo equivocado. ¡Maldición del infierno! -estalló con enojo-. Yo no soy un experto.

– Confusión -dijo Cooper, valiente, un hombre en el que siempre se podía confiar-. El asesino quería la muerte de la señora Gillespie y la confusión a título seguido. ¿Y por qué iba a querer la confusión a título seguido? Porque resultaría muchísimo más difícil proceder con cualquier tipo de normalidad si el lío que rodeaba a la muerte de la señora Gillespie no se aclaraba.

Jack asintió con la cabeza.

– A mí me parece lógico.

Ahora le tocaba a Charlie el turno de perderse en los arrebatos imaginativos de Cooper.

– ¿Qué normalidad?

– La normalidad que sigue a la muerte -replicó con lentitud-. Los testamentos, en otras palabras. Alguien quería que se demorase el legado de la señora Gillespie. -Pensó durante un momento-. Digamos que estaba a punto de embarcarse en algo que a alguna otra persona no le gustaba, así que acabaron con ella antes de que pudiera hacerlo. Pero digamos también que lo que fuese podría ser llevado a cabo en su beneficiaría en el instante en que entrara en posesión del legado. Con un poco de ingenio, uno arroja una llave inglesa en las máquinas señalando a las legatarias más obvias, y hace que el proceso se detenga. ¿Qué tal suena eso?

– Complicado -replicó Charlie con acritud.

– Pero lo importante era detener a Mathilda -dijo Jack-. El resto fue instinto imaginativo que podía o no funcionar. Piense en ello como en una aventura especulativa que, con un poco de suerte, produce beneficios.

– Pero eso vuelve a llevarnos a la casilla de salida -comentó Cooper con lentitud-. Quienquiera que la haya matado la conocía bien, y si excluimos a los cuatro que la conocían mejor, eso nos deja con… -se presionó los ojos con los dedos en profunda concentración-, el señor y la señora Spede, el señor y la señora Marriott, y James Gillespie.

– Puede hacerlo mejor que eso, Cooper -dijo Jack con impaciencia-. Los Spede son almas simples que nunca podrían haber imaginado lo del Rey Lear ni en un millón de años; Paul y Jane Marriott han eludido a Mathilda como si fuera la peste durante años, así que es probable que no supieran cómo moverse por la casa, ni mucho menos sabrían dónde guardaba el cuchillo Stanley; y, por lo que yo tengo entendido, si Duggan le contó la verdad a Sarah, en lugar de intentar retrasar el proceso del testamento, James Gillespie está haciendo justo lo contrario, presionando para que la controversia quede aclarada con el fin de poder presentar una reclamación por los relojes.

– Pero es que no hay nadie más.

– Sí que hay alguien más, y lo demostré esta mañana. -Dio un golpe con el puño sobre la mesa-. Es el hecho de que complicaran a Ruth, lo que debería de haberles puesto sobre aviso. Alguien sabía que había estado en la casa ese día, y que por lo tanto podía figurar como sospechosa. Ha estado dando vueltas en círculos desde que se enteró de eso, pero Sarah dice que sólo supo que ella había estado en la casa porque recibió una carta anónima. Así que, ¿quién se la envió? -Golpeó la mesa con la palma de la mano ante la expresión en blanco de Cooper-. ¿Quién intentó rescatar esta mañana a Joanna?

Violet Orloff abrió la puerta delantera y contempló con ojos fijos el trozo de papel metido en una bolsa de polietileno que el sargento detective Cooper sostenía ante sí. Él lo volvió y leyó en voz alta.

– «Ruth Lascelles estuvo en Cedar House el día en que murió la señora Gillespie. Robó unos pendientes. Joanna sabe que se los llevó. Joanna Lascelles es prostituta en Londres. Pregúntenle en qué se gasta el dinero. Pregúntenle por qué intentó matar a su hija. Pregúntenle por qué la señora Gillespie pensaba que estaba loca.» ¿Estaríamos en lo correcto al suponer que usted escribió esto, señora Orloff? -preguntó con tono amistoso.