– Lo hizo Duncan, pero sólo intentábamos ayudar -dijo en voz baja, mientras miraba a Cooper y a la alta silueta de Charlie Jones que se encontraba detrás de él, cuyo abrigo de gruesa piel de cordero estaba alzado en torno a su cara cómodamente triste.
Cobró ánimo por la mutua carencia de hostilidad de ellos.
– Ya sé que probablemente deberíamos de haber ido en persona, pero resulta tan difícil… -Hizo un gesto vago en dirección a la otra parte de la casa-. Al fin y al cabo somos vecinos, y Duncan detesta muchísimo las cosas desagradables. -Sonrió de forma vacilante-. Pero cuando se ha cometido un asesinato… quiero decir, no puede esperarse que la policía lo resuelva si la gente que sabe cosas se queda callada. Pareció más diplomático, sin embargo, no complicarse personalmente. Ustedes lo entienden, ¿verdad?
– A la perfección -le dijo Charlie con una sonrisa alentadora-, y les estamos muy agradecidos por las molestias que se tomaron.
– Entonces, está bien. Ya le dije a Duncan que era importante.
– ¿Se mostró de acuerdo con usted?
Ella miró con cautela por encima del hombro, y luego ajustó la puerta a sus espaldas.
– Yo no lo diría así -replicó-. Se ha vuelto tan haragán desde que nos mudamos, que no quiere moverse, no quiere que se trastorne su rutina, no puede soportar lo que llama exasperaciones. Dice que se ha ganado una jubilación apacible y no quiere que se la trastornen montones de molestias. Está en muy baja forma, por supuesto, cosa que no mejora las cosas, aunque yo no puedo evitar pensar que no es bueno ser tan… -luchó para buscar las palabras correctas-, poco emprendedor.
– Entonces, la muerte de la señora Gillespie tiene que haber sido una conmoción, con la policía dando vueltas por aquí, y con el regreso de la señora Lascelles y su hija.
– No le ha gustado -admitió ella-, pero se dio cuenta de que no podía hacer nada. No te acalores tanto, me dijo. Un poco de paciencia, y todo explotará.
– De todas formas, tiene que ser muy inquietante -dijo Cooper- el preocuparse por lo que va a suceder con Cedar House ahora que la señora Gillespie está muerta. Es de suponer que la venderán, pero ustedes no tendrán ningún control sobre a quién se la venden.
– Eso es justo lo que yo he dicho. Duncan se vuelve loco si tiene niños ruidosos en la casa de al lado. -Bajó la voz-. Sé que uno no debería complacerse en la desgracia de otras personas, pero no puedo negar que es un alivio que Joanna y la doctora Blakeney estén enfrentadas por el testamento. Van a ir a los tribunales por eso, ya sabe, y como dice Duncan, ese tipo de cosas tarda años en resolverse.
– ¿Y entre tanto la casa estará vacía?
– Bueno, exacto.
– ¿Así que es definitivo que la señora Lascelles tiene intención de presentar pleito por el testamento?
– Oh, sí.
– ¿Se lo dijo ella?
Ella volvió a asumir un aire de culpabilidad.
– Las oí a ella y a la doctora hablando en el salón. Yo no tengo el hábito de escuchar, por lo general, pero… -Dejó el resto de la frase sin acabar.
– Estaba preocupada y necesitaba saber qué estaba sucediendo -sugirió Charlie, servicial.
– Bueno, exacto -repitió-. Alguien tiene que interesarse. Si quedara en manos de Duncan, nos enteraríamos de qué clase de vecinos tenemos cuando ya estuviesen viviendo al lado.
– Como la señora Gillespie, quiere decir. Supongo que ustedes sabían muchísimo de ella, de una u otra forma.
La boca de Violet se frunció con desaprobación.
– No por elección de ella. No creo que nunca se diera cuenta de lo penetrante que era su voz. Muy estridente, ¿sabe?, y estaba convencida de que sus opiniones tenían importancia. Yo nunca la escuchaba realmente, si quiere que le diga la verdad, pero a Duncan le resultaba divertida de vez en cuando, en particular cuando hablaba de forma grosera por teléfono, cosa que hacía a menudo. Regañaba a la gente por las cosas más triviales y pensaba que no podían oírla, ¿sabe?, a menos que les gritara. Era una mujer muy tonta.
Charlie asintió con la cabeza, como si estuviera de acuerdo.
– En ese caso, me sorprende que no oyeran nada la noche en que murió. Estamos seguros de que tuvo que hablar con su asesino.
El rostro de Violet se ruborizó con un rojo apagado.
– No lo hizo, ¿sabe? Duncan no oyó ni un solo sonido.
– ¿Y qué me dice de usted, señora Orloff? ¿Oyó usted algo?
– Oh, Señor -gimió-, no es como si se tratara de un crimen, aunque uno pensaría que lo es por la forma de hablar de Duncan. Yo bebo uno o dos deditos de whisky todas las noches, la verdad es que no mucho. Duncan es abstemio y no lo aprueba pero, como yo digo siempre, ¿qué daño hay en ello? Mathilda lo ha hecho durante años… es innatural no hacerlo, decía siempre ella… y bebía muchísimo más que yo. -Volvió a bajar la voz-. No puede decirse que yo sea una alcohólica.
– Buen Señor, no -replicó con efusión, Charlie, a quien se le había contagiado la forma enfática de hablar de ella-. Si yo no bebiera lo bastante como para hacerme dormir cada noche, sería un manojo de nervios al llegar la mañana.
– Bueno, exacto -respondió la repetitiva muletilla-. Pero yo doy cabezadas delante del televisor y, por supuesto, lo hice la noche en que murió Mathilda. No es de sorprender, en realidad, porque había pasado el día en Poole con mi hermana, y ahora eso me resulta muy cansado. Verá, ya no soy tan joven como antes, y no le negaré que he estado preocupada desde entonces, preguntándome si Mathilda gritó pidiendo ayuda. Duncan jura que no lo hizo pero, ya sabe, es tan contrario a complicarse en nada que se habría persuadido a sí mismo de que no era más que Mathilda que estaba irritada.
– ¿Tiene idea de la hora a la que se adormeció? -preguntó Cooper, mientras manifestaba más interés por el estado de sus zapatos que por la respuesta de ella.
– Muy temprano -replicó ella con un susurro-. Acabábamos de terminar la cena y nos sentamos a mirar Cita a ciegas, y lo siguiente que recuerdo es que Duncan me sacudía y decía que estaba roncando y que lo molestaba porque le estropeaba el programa «Partido del día». ¡Dios, estaba tan cansada! Me fui a la cama y dormí como un tronco hasta la mañana, y no puedo evitar el pensamiento de que si hubiese permanecido despierta, tal vez habría podido hacer algo por la pobre Mathilda.
Y eso, por supuesto, era verdad.
Charlie hizo un gesto en dirección a la puerta.
– ¿Podemos hablar ahora con su esposo, señora Orloff?
– ¿Es necesario? Él no podrá decirles nada y sólo lo pondrá refunfuñón para el resto del día.
– Me temo que lo es. -Sacó un papel del bolsillo con aire de disculpas-. También tenemos una orden para registrar su casa, pero le aseguro que seremos tan cuidadosos como podamos. -Alzó la voz-. ¡Bailey! ¡Jenkins! ¡Watts! Dejaros ver, muchachos. Estamos listos para entrar.
Completamente desconcertada por el repentino curso de los acontecimientos, Violet se apartó con docilidad a un lado mientras Jones, Cooper y los tres detectives entraban al vestíbulo. Detrás de ellos, se deslizó con el sigilo de una persona culpable al interior de la cocina.
Los ojillos de Duncan contemplaron con atención a los dos policías veteranos cuando éstos entraron en el atestado salón, pero por lo demás manifestó una preocupación notablemente escasa por esta repentina invasión de su propiedad.
– Discúlpenme si no me levanto -dijo con cortesía-, pero resulta que no estoy tan ágil como solía. -Hizo un gesto hacia un delicado sofá de dos plazas para invitarlos a tomar asiento.