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Ellos declinaron con igual cortesía, temerosos de romperlo bajo sus pesos combinados.

– Ya conozco al sargento detective Cooper, pero no a usted, señor -dijo mientras examinaba a Charlie con interés.

– Detective inspector jefe Jones.

– Encantado.

Charlie inclinó la cabeza en un breve saludo. Lo asaltaron las dudas al mirar al anciano gordo sentado en el sillón gigantesco, cuyo estómago sobresalía sobre sus muslos como la carne de una salchicha con la piel cortada. ¿Podía un bulto torpe como éste haber llevado a cabo la delicada obra de arte del asesinato de la señora Gillespie? ¿Podría haber siquiera salido de la habitación sin despertar a su esposa? Escuchaba la somera respiración sibilante, cada inspiración una batalla contra la sofocante presión de la carne, y recordó la descripción hecha por Hughes del hombre que había usado la llave para abrir la puerta. «Su voz era todo resuellos, como si tuviera problemas con los pulmones.»

– ¿Estaba enterada la señora Gillespie de que usted conocía la existencia de la llave que había debajo del tiesto? -preguntó, sin intento alguno de preámbulo.

Duncan pareció sorprendido.

– No le entiendo, inspector.

– No importa. Tenemos un testigo que puede identificarlo. Estaba allí cuando entró usted una mañana de septiembre.

Pero Duncan se limitó a sonreír y sacudir sus gordas mejillas en gesto de negación.

– ¿Entré dónde? -Se produjo un sonido en el piso de arriba cuando uno de los detectives desplazó un mueble, y la mirada de Duncan cambió de inmediato al techo-. ¿Para qué es todo esto, exactamente?

Charlie sacó la orden de registro y se la entregó.

– Estamos registrando esta casa en busca de los diarios de la señora Gillespie o, más probablemente, los restos de los diarios de la señora Gillespie. Tenemos razones para creer que usted los robó de la biblioteca de Cedar House.

– ¡Qué cosa tan peculiar por su parte!

– ¿Lo niega?

Profirió una grave carcajada entre dientes.

– Mi querido muchacho, por supuesto que lo niego. Yo ni siquiera sabía que escribiera diarios.

Charlie cambió de tema.

– ¿Por qué el lunes, después del asesinato, no le dijo a mi sargento que la señorita Ruth Gillespie había estado en Cedar House durante la tarde? ¿O, ya que estamos, que la señora Marriott había tenido una pelea con ella por la mañana?

– ¿Cómo podía decirle algo que yo mismo no sabía?

– Si se encontraba aquí, señor Orloff, no pudo haber evitado saberlo. Jane Marriott describe su confrontación con la señora Gillespie como un duelo de gritos, y Ruth dice que tocó el timbre de la puerta porque se había dejado la llave en el colegio.

– Pero es que yo no estaba aquí, inspector -replicó con tono afable-. Aproveché la ocasión del viaje de mi esposa a Poole para dar un largo paseo.

Se oyó un grito ahogado proveniente de la entrada.

– ¡Duncan! -declaró Violet-. ¿Cómo puedes contar semejantes mentiras? Tú nunca sales de paseo. -Avanzó al interior de la habitación como una barquita a vela-. Y creo saber por qué estás mintiendo. No quieres tomarte la molestia de ayudar a la policía en sus investigaciones, como no has querido molestarte desde el principio. Por supuesto que estabas aquí, y por supuesto que tuviste que oír a Jane y Ruth. Siempre oíamos a Ruth cuando venía. Ella y su abuela no podían estar juntas en la misma habitación sin discutir, más de lo que puede estar en la misma habitación con su madre sin discutir. Y no es que yo la culpe del todo. Quiere afecto, pobre niña, y ni Mathilda ni Joanna eran capaces de sentir esa emoción. Las únicas personas por las que Mathilda sentía algún cariño eran los Blakeney, ya sabes, el artista y su esposa. Ella solía reír con ellos, y creo que incluso se desnudó para él. Yo la oí en el dormitorio, muy recatada y tonta, diciendo cosas como «no está mal para ser una vieja» y «en otros tiempos fui hermosa, ¿sabes?, los hombres competían por mí». Y era verdad, lo hacían. Incluso Duncan la amaba cuando éramos todos mucho más jóvenes. Ahora él lo niega, claro, pero yo lo sabía. Todas las chicas sabíamos que no éramos más que segundonas. Verá, Mathilda jugaba demasiado duro como para conseguirla, y eso era un reto. -Hizo una pausa para respirar y Cooper, que se encontraba a su lado, olió el whisky en sus labios. Tuvo tiempo de sentir lástima por esta mujercilla cuya vida no había nunca florecido porque siempre había existido a la sombra de Mathilda Gillespie.

»Y no es que importe -prosiguió-. Nada importa tanto. Y han pasado años desde que perdió el interés en ella. Uno no puede continuar amando a alguien que es siempre grosero, y Mathilda era grosera. Ella pensaba que era divertido serlo. Decía las cosas más espantosas, y reía. No pretendo que hayamos tenido una relación íntima, pero sentía lástima por ella. Debería de haber hecho algo con su vida, algo interesante, pero nunca lo hizo y eso la amargó. -Volvió una mirada severa sobre su esposo-. Ya sé que ella solía burlarse de tí, Duncan, y llamarte señor Palomo, pero eso no es razón para que no ayudes a encontrar a su asesino. El asesinato es inexcusable. Y, ¿sabes?, no puedo evitar el pensamiento de que fue particularmente inexcusable ponerle esa bestial mordaza de la chismosa en la cabeza. Te molestaste muchísimo cuando ella te la puso a tí. -Se volvió a mirar a Charlie-. Era una de las horribles bromas de ella. Decía que la única forma de que Duncan llegara a perder peso era que ella le sujetara la lengua, así que un día se le acercó con sigilo por detrás mientras él dormía en el jardín con la boca abierta, y le puso aquella horrible cosa oxidada por la cabeza. Él casi se murió de la impresión. -Volvió a detenerse para respirar, pero esta vez se había quedado sin combustible y no continuó.

Se produjo un largo silencio.

– Supongo que fue así como se la puso a ella -murmuró Charlie por fin-, cuando ya estaba dormida, pero me interesaría saber cómo le dio los barbitúricos. El forense estima que fueron cuatro o cinco, y ella nunca habría tomado tantos.

La mirada de Duncan se posó por un breve instante en el rostro conmocionado de su esposa antes de fijarse en Cooper.

– Las mujeres viejas tienen dos cosas en común -dijo con una pequeña sonrisa-. Beben demasiado y hablan demasiado. Le habría gustado Mathilda, sargento, era una mujer muy graciosa, aunque el recuerdo de ella era muchísimo más atractivo que la realidad. Fue un regreso decepcionante. La edad avanzada tiene pocas compensaciones, como creo que ya le he dicho. -Su agradable rostro sonrió-. En general prefiero la compañía masculina. Los hombres son muchísimo más predecibles.

– Lo cual resulta conveniente -observó Cooper mientras hablaba con los Blakeney aquella tarde en la cocina de Mill House-, dado que es probable que pase el resto de su vida en la cárcel.

– Suponiendo que ustedes puedan demostrar que lo hizo él -dijo Jack-. ¿Qué pasará si él no confiesa? Quedará usted con sólo unas pruebas circunstanciales, y si su defensa tiene algo de sensatez dedicará todos los esfuerzos a convencer al jurado de que Mathilda se suicidó. Ni siquiera saben por qué lo hizo, ¿verdad?

– Todavía no.

– ¿No lo sabe Violet? -inquirió Sarah.

Cooper negó con la cabeza mientras pensaba en la desdichada mujer que había dejado en Wing Cottage, retorciéndose las manos y protestando que tenía que haber un error.

– Afirma que no.

– ¿Y encontraron los diarios?

– En ningún momento esperamos realmente encontrarlos. Los habrá destruido hace ya mucho.

– Pero hay demasiadas cosas sin explicar -dijo Sarah con frustración-. ¿Cómo consiguió hacerle tomar las pastillas para dormir? ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no se despertó Violet? ¿Por qué no le dijo a usted que Ruth había estado en la casa si quería implicarla? Y luego, la parte que de verdad no entiendo: ¿por qué, si puede saberse, tuvo Jane una pelea con Mathilda aquel día?