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Cooper miró a Jack y luego sacó un cigarrillo.

– Puedo conjeturar algunas de las respuestas -replicó mientras sujetaba el cigarrillo con la comisura de la boca y acercaba el mechero encendido al extremo del mismo-. Tanto a Mathilda como a Violet les gustaba beber una copa por la noche, y ambas bebían whisky. Pienso que hay probabilidades de que fuera Mathilda quien introdujo a Violet en ello, lo convirtió en algo respetable, por así decirlo, ante la desaprobación de Duncan, pero en cualquier caso, lo cierto es que Violet tenía el hábito de quedarse dormida en el sillón. La noche en que murió Mathilda, Violet se quedó traspuesta durante Cita a ciegas, que se emite a las seis y media más o menos, se despertó por un breve instante después de las diez cuando Duncan la sacudió y le dijo que estaba roncando mientras él miraba «Partido del día», subió al dormitorio y durmió como una muerta durante el resto de la noche. -Depositó la ceniza en la palma de la mano que tenía ahuecada-. Eso, definitivamente, no es dar cabezadas. Se trató de un sopor inducido por barbitúricos, razón por la cual no la despertaría el hecho de que Duncan saliera de la habitación. Pienso que él recibió a Violet cuando regresó de pasar el día en Poole, con un whisky cargado, sazonado con pastillas para dormir; esperó hasta que ella se quedó dormida, fue a la casa de al lado y usó el mismo preparado para Mathilda. Ella guardaba las bebidas en la cocina. ¡Qué simple resultaba decir: No te muevas. Deja que yo haga los honores y te traiga una copa!

– Pero ¿de dónde sacó él las pastillas para dormir? Lo tengo entre mis pacientes y nunca le prescribí ninguna, ni a él ni a Violet.

– Es de suponer que usó las que le recetó usted a la señora Gillespie.

Sarah pareció dudar.

– Pero ¿cuándo pudo haberlas cogido? Sin duda ella lo habría advertido si hubieran faltado.

– Si lo advirtió -replicó él con sequedad-, es probable que supusiera que era su propia hija la responsable. Con el tipo de dependencia que tiene la señora Lascelles, tenía que haber estado haciendo incursiones en el armario de medicinas de su madre durante años.

Jack pareció pensativo.

– ¿Quién se lo dijo?

– La verdad es que lo hizo usted, Jack. Pero no estaba seguro de qué tipo de cosa tomaba hasta que ayer registramos la casa en busca de los diarios. No es muy buena para ocultar cosas, aunque ha tenido una condenada suerte para no haberse puesto antes a malas con la policía. Aunque lo hará, ahora que se ha quedado sin dinero.

– Yo no le dije nada.

Cooper chasqueó la lengua.

– Usted me ha contado todo lo que sabe de la señora Gillespie, hasta el hecho mismo de que, personalmente, la desprecia. Miré su retrato mientras hablábamos de Ótelo y Yago, y lo único que pude ver fue un carácter desesperadamente débil y fragmentado cuya existencia -usó las manos para representar un contorno- depende de la estimulación externa. Comparé los colores pálidos y las formas distorsionadas del retrato de Joanna con el vigor del de Mathilda y del de Sarah, y pensé que usted había pintado una mujer sin sustancia. La única realidad que se percibe es la realidad reflejada, en otras palabras, una personalidad que sólo puede expresarse artificialmente. Adiviné que tenía que tratarse de bebida o drogas.

– Está mintiendo como un bellaco -dijo Jack sin rodeos-. Se lo contó ese bastardo de Smollett. Maldición, Cooper, ni siquiera yo vi todo eso, y soy el que pintó el maldito cuadro.

Cooper profirió una profunda carcajada entre dientes.

– Está todo allí, amigo mío, créame. El señor Smollett no me dijo nada. -Su rostro se puso serio-. Pero ninguno de ustedes tenía derecho a ocultar esa información, no en una investigación de asesinato. -Miró a Sarah-. Y usted no debería de haberla confrontado con el asunto la otra tarde, si no le importa que se lo diga, doctora. La gente así es sorprendentemente impredecible y usted se encontraba a solas con ella en la casa.

– Ella no está tomando LSD, Cooper, sino Valium. De todas formas, ¿cómo sabe que la confronté con el tema?

– Porque soy policía, doctora Blakeney, y usted tenía aire culpable. ¿Qué le hace pensar que toma Valium?

– Ella me lo dijo.

Cooper alzó los ojos al cielo.

– Algún día, doctora Blakeney, aprenderá usted a no ser tan crédula.

– Bueno, ¿qué toma, entonces? -exigió saber Jack-. Yo también calculé que tomaba tranquilizantes. No se inyecta nada. La observé al desnudo y no tenía una sola marca.

– Eso depende de dónde estuviera mirando. Es lo bastante rica como para hacer las cosas limpiamente. Son las agujas sucias y los lavabos públicos sucios los que causan la mayoría de los problemas. ¿Dónde miró? ¿Brazos y piernas? -Jack asintió con la cabeza-. ¿Las venas en torno a la entrepierna?

– No -admitió él-. Ya estaba teniendo bastantes problemas como estaban las cosas, no quería alentarla mirándole fijamente la condenada cosa.

Cooper asintió con la cabeza.

– Encontré media farmacia debajo de las maderas del piso, que incluía tranquilizantes, barbitúricos, anfetaminas y considerables cantidades de heroína y jeringuillas. Es una adicta crónica, diría yo, presumiblemente lo ha sido durante años. Y, esto se lo diré gratis, es imposible que la pensión de su madre pudiera pagar lo que ella tenía escondido, ni tampoco los arreglos florales. Creo que la carta anónima de Duncan y Violet lo decía todo; Joanna es una prostituta de clase alta para financiar su muy costoso hábito y comenzó, diría yo, cuando se casó con Steven Lascelles.

– Pero parece tan… -Sarah buscó la palabra adecuada-, inmaculada.

– No por mucho tiempo más -dijo Cooper con cinismo-. Está a punto de descubrir cómo es vivir en el mundo real donde no hay ninguna Mathilda que mantenga llenas las arcas. Cuando uno se siente desesperado es cuando comienza a descuidarse. -Le dio unos golpecitos a la mano de Sarah-. No malgaste su compasión con ella. Ha sido una vividora durante toda su existencia y, con un poco de retraso, su madre la ha obligado a reconocerlo.

De todas las cosas absurdas, Gerald ha desarrollado una conciencia. «Nunca más, Matty, por favor -dijo, estallando en lágrimas-. Iremos al infierno por lo que hemos hecho.» La ingratitud de ese hombre supera lo creíble. ¿Se piensa que obtengo algún placer de ser manoseada por un baboso débil mental? Es obra de mi padre, por supuesto. Ayer perdió el control y comenzó a insultar a Gerald. Ahora Gerald dice que va a volver junto a la golfa que vive calle abajo y que lo sedujo por primera vez, y esta vez dice que se casará con ella. «Grace va a darle un bebé a Gerry, Matty -lloriqueó-, y Gerry quiere un bebé.» ¿Por qué, oh, por qué mi abuelo fue tan estúpido? Cuánto más sensato habría sido hacerle frente al azoramiento de que certificaran el estado de Gerald, que fingir ante el mundo que era normal.

Busqué a mi padre que estaba en la biblioteca, borracho como siempre, y le dije sin rodeos que Gerald ya no jugaba más. «Eres un estúpido -le grité-. Grace no se dejará comprar una segunda vez. No te figures que a estas alturas no ha adivinado que obtendrá más casándose con Gerald que aceptando tus sobornos.» Mi padre se encogió ante mí como hace siempre. «No es culpa mía -gimió-, es culpa de tu abuelo. Debería de haberme mencionado por mi nombre en su testamento, en lugar de referirse a mí como el pariente varón más próximo de Gerald.» En ese momento podría haberlo asesinado. La misma vieja historia; nunca es culpa suya, siempre de alguna otra persona. Pero en un sentido tiene razón. ¿Por qué mi abuelo creó una comisión fideicomisaria para evitar que su primogénito idiota dispusiera de sus riquezas, sin especificar que mi padre tenía que heredar después de él? ¿Y por qué no se le ocurrió que Gerald podría repetir como un loro los términos del testamento a cualquier putilla intrigante que quisiera escucharlo? A estas alturas, Grace debe de haber calculado que vale la pena casarse con Gerald sólo para engendrar un hijo varón que lo herede todo. Supongo que mi abuelo no tenía ni idea de que los imbéciles estaban tan interesados en el sexo ni de que, en efecto, eran capaces de engendrar hijos.