– Tal vez era el asesino el que estaba diciendo: «Su lengua está refrenada para siempre».
– Pero eso tampoco tiene sentido. ¿Por qué un asesino iba a poner en evidencia que se trataba de un asesinato cuando se ha tomado tantas molestias para hacer que parezca un suicidio? -Se frotó los cansados ojos-. Sin la mordaza, habría tenido un aspecto claro. Con ella, parece cualquier cosa excepto eso. ¿Y por qué las flores, por el amor de Dios? ¿Qué se suponía que debían contarnos?
– Tendrás que hablar con la policía de inmediato -dijo Robin con repentina decisión al tiempo que tendía la mano hacia el teléfono-. Maldición, Sarah, ¿quién más sabía que ella te llamaba su mordaza de la chismosa? Sin duda, ya se te habrá ocurrido que el mensaje está dirigido a tí.
– ¿Qué mensaje?
– No lo sé. Una amenaza, quizá. La próxima será usted, doctora Blakeney.
Ella profirió una risa hueca.
– Yo lo veo más en términos de firma. -Recorrió el contorno del escritorio con las puntas de los dedos-. Como la marca del Zorro sobre sus víctimas.
– ¡Oh, Jesús! -dijo Robin mientras volvía a dejar el receptor en su sitio-. Quizá sea más prudente no decir nada. Mira, fue un evidente suicidio… tú misma has dicho que tenía una obsesión morbosa con ese maldito trasto.
– Pero yo le tenía cariño.
– Tú le tienes cariño a todo el mundo, Sarah. No es nada de lo que enorgullecerse.
– Hablas como Jack. -Cogió el teléfono, marcó el número de la comisaría de policía de Learmouth, y pidió para hablar con el sargento detective Cooper.
Robin la contempló con lóbrega resignación -ella no tenía ni idea de cómo trabajarían las lenguas si alguna vez llegaban a enterarse del apodo que Mathilda le había puesto-, y con actitud desleal se preguntó por qué Sarah habría escogido contárselo a él antes que a nadie. Tenía la extrañísima impresión de que lo había utilizado. ¿Como barómetro para medir las reacciones de otras personas? ¿Como confesor?
El sargento detective Cooper ya se había marchado a casa, y la voz aburrida del otro extremo de la línea se limitó a acordar que pondría en su conocimiento la solicitud de Sarah de que la llamase, cuando llegara a la mañana siguiente. Al fín y al cabo, no había ninguna urgencia. El caso estaba cerrado.
Cuánto detesto mi artritis y la cruel inactividad que impone. Hoy he visto un fantasma pero no pude hacer nada al respecto. Debería de haberlo derribado de un golpe y enviado de vuelta al infierno, de donde vino, pero en cambio sólo pude zaherirlo con mi lengua. ¿Lo ha traído Joanna para que me persiga? Tiene sentido. Ha estado tramando algo desde que encontró esa maldita carta. «Ingratitud, tú, enemiga de corazón de mármol, más monstruosa cuando te muestras en un hijo que en un monstruo marino.»
Pero que utilizara a James, precisamente. Eso nunca lo perdonaré. ¿O es él quien está utilizándola a ella? Cuarenta años no lo han cambiado. Qué aborrecible diversión no habrá tenido en Hong Kong, donde yo había leído que los niños se visten de niñas y les dan a los pederastas la emoción de fingida normalidad mientras se exhiben a sí mismos y su repugnante perversión ante un público inocente. Parece enfermo. Bueno, bueno, qué solución tan encantadora sería su muerte.
En ese caso hice un «negocio de lo más asqueroso». Hoy en día hablan con gran locuacidad de los ciclos de abuso pero, oh, cuánto más complejos son esos ciclos, que la simple brutalidad infligida por los padres sobre los hijos. Todo le acontece a aquel que se une…
Capítulo 3
Jack estaba trabajando en su estudio cuando por fin la llave de Sarah sonó en la cerradura a las once de la noche. Alzó la mirada al pasar ella ante su puerta abierta.
– ¿Dónde has estado?
Estaba muy cansada.
– En casa de los Hewitt. Me han dado de cenar. ¿Has comido? -No entró, sino que se quedó en el umbral, mirándolo.
Cuánto más sencillo sería, pensó, si ella fuese obtusa y malinterpretara de modo genuino lo que él estaba intentando lograr en su obra. Cuánto más sencillo si ella pudiera simplemente aceptar lo que uno o dos críticos habían dicho, que no era más que basura pretenciosa y arte malo.
– Joanna Lascelles, presumo.
Pero no una Joanna Lascelles que alguien pudiera reconocer, excepto quizás en el negro de su atuendo de luto y en el oro plateado de su pelo, porque Jack usaba la forma y el color para pintar emociones, y en este cuadro había una turbulencia extraordinaria, incluso en su más temprana etapa. Ahora continuaría durante semanas, trabajando capa sobre capa, intentando a través de los óleos construir y representar la complejidad de la personalidad humana. Sarah, que entendía su codificación de los colores casi tan bien como él, podía interpretar una gran parte de lo que ya había esbozado. Pesadumbre (¿por su madre?), desdén (¿por su hija?) y, cosa demasiado predecible, sensualidad (¿por él?).
Jack observó su rostro.
– Es interesante -dijo.
– Obviamente.
Los ojos de él se entrecerraron con enojo.
– No empieces -murmuró-. No estoy de humor.
Ella se encogió de hombros.
– Tampoco yo. Me voy a la cama.
– Mañana trabajaré en la cubierta -prometió, malhumorado.
Ganaba algún dinero diseñando cubiertas para libros, pero los encargos eran pocos y muy espaciados y él raras veces cumplía con los plazos. La disciplina impuesta por motivos de lucro lo ponía furioso.
– Yo no soy tu madre, Jack -replicó ella con frialdad-. Lo que hagas mañana es asunto tuyo.
Pero estaba de humor para peleas, pensó Sarah, probablemente porque Joanna lo había lisonjeado.
– No puedes dejar el tema, ¿verdad? No, no eres mi madre pero, por Dios que estás empezando a hablar como ella.
– Qué extraño -dijo ella con voz pétrea-, y eso que yo siempre pensé que no te llevabas bien con tu madre porque no dejaba de decirte lo que debías hacer. Ahora me pintas del mismo color, cuando en realidad he hecho exactamente lo contrario, te he dejado que te apañes con tus cosas por tu cuenta. Eres un niño, Jack. Necesitas tener una mujer en tu vida para culparla por todas las pequeñas cosas que te salen mal.
– ¿Volvemos con lo de los niños? -gruñó él-. Maldición, Sarah, conocías las condiciones antes de casarte conmigo, y fue elección tuya el aceptarlas. La carrera lo era todo, ¿recuerdas? Nada ha cambiado. Al menos no para mí. No es culpa mía si tus malditas hormonas gritan que estás quedándote sin tiempo. Teníamos un trato. Nada de hijos.
Ella lo observó con curiosidad. Después de todo, Joanna tenía que haber sido menos acomodaticia de lo que él esperaba. ¡Bueno, bueno!
– El trato, Jack, por lo que vale, era que yo te mantendría hasta que tú te establecieses. Después de eso, todas las opciones quedaban abiertas. Lo que nunca tomamos en consideración, y de eso me culpo a mí misma por fiarme de mi propio juicio artístico, es que puede que nunca consigas establecerte. En cuyo caso, según sospecho, el trato queda anulado y sin efecto. Hasta ahora te he mantenido durante seis años, dos antes de casarnos y cuatro después, y la decisión de casarnos fue tanto tuya como mía. Por lo que recuerdo, estábamos celebrando tu primera venta de importancia. Tu única venta de importancia -agregó-. Creo que eso es correcto, ¿no te parece? No puedo recordar que hayas vendido una tela desde entonces.
– El rencor no te sienta bien, Sarah.
– No -asintió ella-, no más de lo que te sienta a ti el comportarte como un mocoso malcriado. Dices que nada ha cambiado, pero te equivocas, porque todo ha cambiado. Yo solía admirarte. Ahora te desprecio. Solía encontrarte divertido. Ahora me aburres. Te amaba. Ahora sólo siento compasión por tí. -Le dedicó una sonrisa de disculpa-. También solía pensar que lo conseguirías. Ahora, no lo creo. Y eso no se debe a que tenga una opinión inferior de tu pintura, sino a que tengo una opinión inferior de tí. No tienes ni la capacidad de compromiso ni la disciplina necesarias para ser grande, Jack, porque siempre olvidas que el genio es sólo un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de trabajo durísimo. Yo soy un buen médico, no porque tenga un especial talento para el diagnóstico, sino porque trabajo hasta dejarme la piel. Tú eres un artista malísimo, no porque te falte talento, sino porque eres demasiado condenadamente perezoso y demasiado condenadamente esnob como para ponerte sobre manos y rodillas junto con el resto de nosotros y ganarte una reputación.