El oscuro rostro se partió con una sonrisa sardónica.
– Eso es obra de Hewitt, supongo. Una encantadora cena con el cocinero Robin y su esposa, y luego Jack carga con todo. Jesús, ese tipo es un sapo baboso. Se metería en tu cama en un abrir y cerrar de ojos si la dulce y pequeña Mary y los críos no estuvieran vigilando la puerta.
– No seas absurdo -replicó ella con frialdad-. Es obra sólo tuya. Dejé de tener sentimientos por tí el día que tuve que enviar a Sally Bennedict a que le practicaran un aborto. Trazo el límite en el punto en que se me pide aprobación para matar a tus bastardos, Jack, especialmente cuando lo hace una perra egoísta como Sally Bennedict. Ella disfrutó con la ironía de toda la situación, créeme.
Él la contempló con algo parecido a la conmoción, y se dio cuenta de que por una vez le había asestado un golpe directo. Jack no se había enterado, pensó, lo cual era algo en favor de él, al menos.
– Deberías de habérmelo dicho -dijo él, inoportuno.
Ella se echó a reír, divertida de verdad.
– ¿Por qué? No eras tú mi paciente, sino Sally. Y tan seguro como que estoy aquí que ella no iba a llevar a término tu pequeño retoño de júbilo y perder su oportunidad con la Royal Shakespeare Company. No se puede representar a Julieta con un embarazo de seis meses, Jack, que es como habría estado ella al comenzar la gira. Oh, yo hice mi parte, le sugerí que lo hablara contigo, le sugerí que lo hablara con un psicólogo, pero lo mismo podría haber estado haciendo rayas en el agua para lo que conseguí. Creo que habría preferido el cáncer a un embarazo no deseado. -Su sonrisa era torcida-. Y, reconozcámoslo, los dos sabemos cuál habría sido tu reacción. Es la única ocasión en que me he sentido segura de que el pobre feto, en caso de haber nacido, habría sido rechazado por ambas partes. Les pasé el entuerto a los del hospital, y al cabo de dos semanas ella estaba fuera, y el feto también.
Él hizo dar vueltas el pincel, sin objeto, por la paleta.
– ¿Fue ésa la razón por la que de repente quisiste mudarte aquí?
– En parte. Tuve la desagradable sensación de que Sally sería una de muchas.
– ¿Y la otra parte?
– No creía que las campiñas de Dorset te resultaran atractivas. Tenía la esperanza de que prefirieras quedarte en Londres.
– Tendrías que habérmelo dicho -repitió él-. Nunca he sido muy bueno en eso de captar indirectas.
– No.
Él dejó la paleta y el pincel en el banco y comenzó a limpiarse las manos con una toalla de cocina empapada en trementina.
– ¿Y a qué se debe el año de gracia? ¿A la caridad? ¿O a la malicia? ¿Pensabas que sería más divertido dejarme a la deriva aquí que en Londres, donde habría tenido asegurada una cama?
– Ninguna de las dos cosas -replicó ella-. Esperanza. Puesta en el sitio equivocado, como siempre. -Echó una mirada a la tela.
Él siguió la dirección de sus ojos.
– Tomé el té con ella. Nada más.
– Te creo.
– ¿Por qué estás tan enojada, entonces? Yo no estoy haciendo una escena porque tú hayas cenado con Robin.
– No estoy enojada, Jack. Estoy aburrida. Aburrida de ser el público necesario de las exigencias de tu ridículo ego. A veces pienso que la razón real por la que te casaste conmigo no fue por tener seguridad económica sino porque necesitas las emociones de otra persona para estimular tu creatividad. -Profirió una carcajada hueca-. En ese caso, nunca deberías de haberte casado con una doctora en medicina. Vemos demasiado de eso en nuestro trabajo como para representarlo todo de nuevo en casa.
Él la estudió con atención.
– Se ha terminado, entonces, ¿no? ¿Es la orden de marcha? Haz tus maletas, Jack, y no vuelvas a presentarte ante mi puerta.
Ella le dedicó la sonrisa de Mona Lisa que al principio lo había hechizado. Pensó que podría predecir con exactitud lo que ella iba a decir: «Es tu vida, toma tus propias decisiones». Porque la fortaleza de Sarah, y su debilidad, era su creencia de que todo el mundo era tan seguro y resuelto como ella.
– Sí -dijo-, se ha terminado. Tomé la decisión de que si volvías a acercarte a Sally, yo abandonaría. Quiero el divorcio.
Los ojos de él se entrecerraron.
– Si esto tiene que ver con Sally, tendrías que haberme dado el ultimátum hace dos semanas. No hice ningún secreto de adonde iba.
– Lo sé -replicó ella con voz cansada, y volvió a mirar la pintura-. Incluso tus traiciones requieren ahora un público.
Se había marchado cuando ella bajó a la mañana siguiente. Había una nota en la mesa de la cocina:
Envía los papeles del divorcio a la atención de Keith Smollett. Puedes buscarte otro abogado. Pediré una división de mitad y mitad, así que no le cojas mucho apego a la casa. Me llevaré las cosas del estudio en cuanto haya encontrado otro alojamiento. Si no quieres verme, no cambies las cerraduras. Dejaré la llave cuando haya recuperado mis cosas.
Sarah la leyó dos veces y la arrojó a la basura.
Jane Marriott, la recepcionista del consultorio de Fontwell, alzó la mirada cuando Sarah abrió la puerta de la sala de espera vacía. Sarah atendía en Fontwell los lunes por la tarde y los viernes por la mañana y, debido a que era más compasiva que sus colegas masculinos, sus sesiones solían ser muy concurridas.
– Hay un par de mensajes para tí, querida -dijo Jane-. Te los he dejado sobre el escritorio.
– Gracias. -Se detuvo junto al escritorio-. ¿Quién está primero?
– El señor Drew a las ocho cuarenta y cinco, y luego hay pacientes hasta las once y media. Después de eso, me temo que hay dos visitas a domicilio, pero les he dicho que no te esperen antes del mediodía.
– Vale.
Jane, una maestra retirada de más de sesenta años, contempló a Sarah con preocupación maternal.
– Supongo que hoy tampoco has desayunado.
Sarah sonrió.
– No he desayunado desde que dejé de estudiar.
– Hm, bueno, estás demacrada. Trabajas demasiado, querida. El trabajo de médico es como cualquier otro. Tienes que aprender a tomártelo con más calma.
Sarah apoyó los codos sobre el escritorio y descansó el mentón sobre las manos.
– Dime una cosa, Jane. Si el paraíso existe, ¿dónde está, exactamente?
Tenía todo el aspecto de una de las niñas de ocho años a las que en otra época Jane había dado clase, desconcertada, un poco vacilante, pero confiada en que la señora Marriott sabría la respuesta.
– ¡Dios mío! Nadie me ha hecho una pregunta así desde que dejé la enseñanza. -Enchufó la cafetera eléctrica y con una cuchara echó café en dos tazas-. Yo siempre les decía a los niños que estaba en los corazones que dejas detrás de tí. Cuantas más personas hubiese que te quisieran, más corazones guardarían tu recuerdo. Era una forma indirecta de alentarlos a que fuesen buenos los unos con los otros. -Rió entre dientes-. Pero yo pensaba que no eras creyente, Sarah. ¿Por qué este repentino interés en la vida ultraterrena?
– Ayer fui al funeral de la señora Gillespie. Fue deprimente. No dejo de preguntarme qué sentido tiene todo.
– Oh, querida. Verdades eternas a las ocho y media de la mañana. -Depositó una taza de humeante café ante Sarah-. El sentido de la vida de Mathilda Gillespie podría no emerger hasta dentro de cinco generaciones. Es parte de un linaje. ¿Quién puede decir lo importante que será ese linaje en los años por venir?