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En mi desesperación por compartir con vos todo lo que no nos era posible compartir, te hablé muchas veces de mi padre. Vos me oías sin escucharme, sin impaciencia sin embargo, y nunca conseguí adivinar si te aburrías. En cambio yo me precipitaba sobre cada resto, cada vaga palabra tuya que pudiera darme más información sobre tu vida, tus gustos, tu historia. Saber, por ejemplo, que siempre, desde muy joven, habías odiado el color verde, fue un dato abrumador. Cada vez que elegía un regalo para vos nuestro secreto me obligaba a reflexionar sobre tu personalidad: mis regalos clandestinos tenían que hacerse pasar por elecciones tuyas. Era fácil regalarte libros, discos, copias en video de clásicos del cine o de esas películas viejas y malas que por algún motivo recordábamos los dos y que yo sabía cómo conseguir. Pero a veces necesitaba hacerte un regalo que me llevara más cerca de tu cuerpo. Me decidía, entonces, por un echarpe, un cinturón, una camisa de seda de cualquier color, deseando que apreciaras con cuánta intensidad me cuidaba del verde.

Te hablé muchas veces de mi padre, pero las palabras imponen límites. Hay que haber participado -por error o por interés- en los juegos que mi padre propone, y en los que sólo gana él, para entender ciertas estructuras de la realidad que el lenguaje no puede imitar. Te hablé demasiado: era lógico que su poder sobre mí aguzara tu curiosidad. Descansando con tu cabeza sobre mi hombro y una media sonrisa distraída, me escuchabas mucho más y mucho mejor de lo que nunca me atreví a desear.

Le abrí la puerta y entró, siempre tanto más alto que yo aunque ahora le llevo casi una cabeza. Se había hecho traer por un taxista, un muchacho joven y discreto que suele trabajar para él y para otros ancianos con dinero. Con inteligente disimulo, apoyándose torpemente uno en el otro, lo había ayudado a subir los tres escalones de la entrada y abordar el ascensor.

Cuando lo vi caminar moviéndose como un muñeco metálico con las bisagras oxidadas, como el Leñador de Lata del Mago de Oz, pensé en mi propia artrosis -tengo dolores en las manos y en las rodillas- y me pregunté -pero ya sabía la respuesta – si me iba a animar a pegarme un tiro antes de quedar totalmente impedido. Esas decisiones fundamentales que uno va dejando para mañana hasta que un día él índice anquilosado ya no tiene bastante fuerza para doblarse sobre el gatillo. Siempre quedan los pisos altos, volar es una de mis viejas fantasías.

Se apoyaba en el bastón. Una parte de su cuerpo dominaba a las demás, obligándolo a inclinarse y apretar el bastón con fuerza, con las dos manos, contra el suelo. El dolor no venía de las piernas sino del vientre. Por momentos se doblaba en dos.

– Hijo mío querido -dijo mi padre, y como siempre, mentía-. Sé que tenes problemas de plata.

Eso era verdad.

Pero a esa altura ya me había dado la foto, es decir, ya había establecido con claridad cuál de los dos tenía más problemas que el otro, porque hasta en eso, hasta en el monto de desdicha quiso siempre ganar mi padre, exactamente igual que en todo lo demás. Me sentí desgarrado entre la brutal realidad de su dolor y la forma en que trataba de extorsionarme con él.

El tumor obstruía casi toda la luz del intestino. Hasta ahora había seguido adelante con enemas, pero no podría resistir mucho tiempo más.

Jadeando entre frase y frase, interrumpiéndose para tomar aliento, mi padre siguió hablando, preocupándose por mí.

– Sos mi hijo, soy tu padre, hay que olvidarse de otras historias que pasaron y se fueron. Queda lo único importante -me dijo-. Quiero ayudarte.

Sacó un paquete con diez mil dólares contados y fajados por la máquina del banco, anunció la cantidad y lo puso sobre la mesa.

– Esta plata es para vos. No digo que es un regalo porque tenes orgullo y también para que tu hermana no piense que alguna cosa le estoy quitando.

Yo había estado a punto de rechazarlo, a pesar del sudor con el que su cara se cubría en cada espasmo, pero ahora me detuve.

– No es un regalo -repitió-. Es un préstamo en dólares al veinte por ciento anual, la primera cuota me la cobro por adelantado, por favor, contá todo y dame dos mil ahora.

Estaba tan sorprendido que sólo pude obedecer. Conté dos mil dólares, los separé del fajo de billetes y se los entregué.

– Tenes que pagarme -siguió mi padre- dos mil dólares por año, que me vas a dar cada vez el día de mi cumpleaños. Dentro de diez años me devolvés el capital, o sea los diez mil. Y si me muero antes, hijito querido, queda saldada la deuda.

Como no sabía si darle las gracias o mandarlo a la mierda, tomé el dinero y me lo guardé.

Cuando se fue, descubrí que me sentía más conmovido que enojado. Era un juego más, otra vez se trataba de ganar o perder, mi padre había hecho una apuesta de diez mil dólares contra la muerte. Y esta vez no le habían dado tiempo de cargar los dados.

Conté otra vez el dinero. Eran ocho mil.

Dos

El teléfono me despertó como si gritara. Era mi padre. Era de noche. Llamé a un taxi. Hay varias cuadras peligrosas hasta su casa, pero en un auto blindado me siento seguro, los taxis son pequeñas fortalezas rodantes, una de las pocas instituciones confiables.

Hasta hace unos años todavía se podía caminar por la ciudad. Cuando empezamos a vernos me permitía imaginar que alguna vez caminaríamos juntos por la calle, que alguna vez no te iba a importar que te vieran conmigo. He llegado a alucinar tu mano en alguna caminata solitaria, acariciando tus dedos breves y finos, el óvalo sensible de las uñas. No te gustaban tus manos, te parecían chicas: extendías los dedos para mostrármelos, comparándolos con el largo de la palma, acusándolos de ser demasiado cortos. No te gustaban y para mí eran tan hermosas, tus manos de niña sobre mi pecho, mentirosas, conmovedoras y perfectas: tuyas.

Caminar juntos. Podríamos ahora, si quisieras.

No sólo en los centros de compras o en los barrios cerrados: hay muchos caminódromos en la ciudad, lugares protegidos que fingen ser un barrio cualquiera y en los que por una entrada módica es posible caminar hasta hartarse, recorriendo paisajes infinitos -o limitados- casi reales. Casi. Como cualquiera de esos sustitutos sintéticos que reemplazan a los alimentos naturales. Buenos para quienes no conocieron otra cosa y, para ellos, mejores incluso que la Cosa Misma.

Envejezco.

La voz de mi padre en el teléfono sonaba aterrada. Cómo saber si estaba fingiendo. Cuando lo veo casi siempre me doy cuenta, los años de convivencia me enseñaron a distinguir, pero su voz me confunde, es demasiado parecida a la mía. Mamá estaba allí, como siempre, y también su médico secreto, tan viejo y tan mala persona como él, pero por esa misma razón muy confiable en tanto sus intereses coincidan. Nunca creas en un hombre decente, me enseñaba mi padre: siempre estará dispuesto a traicionarte para quedar bien con su conciencia.

Cuando no manejo yo, el movimiento de los autos me adormece. Aun en ese breve trayecto me quedé dormido. Me despertó una frenada. Estábamos en el estudio de Goransky y ya nos apuntaba, desde una distancia prudente, el personal de seguridad. Atontado por el sueño, le había pedido al taxista que me llevara allí lo más rápido posible. Es la dirección que repito con más frecuencia -aparte de la mía- en cuanto me subo a un taxi, la de mi último lugar de trabajo. Desde afuera no se veían las enredaderas.