No podrías imaginarte en qué consiste mi trabajo con Goransky. Pensarías que me contrató como maquillador para su nuevo proyecto cinematográfico y tendrías razón, pero sólo en parte. Así empezó nuestra relación. Voy a sorprenderte: soy el nuevo -pero no el último- guionista de Goransky.
Al principio la oportunidad me resultaba inverosímil. Cada mañana me miraba en el espejo y pensaba que mi vida había vuelto a empezar: iba a trabajar en un guión de cine. Ese entusiasmo ingenuo, creo, fue lo que me sostuvo después. Vos sabes lo que significa el cine para mí. Cuántas veces nos contábamos argumentos de películas, felices de poder entretenernos con historias distintas de la nuestra, tan limitada, tan pobre.
Qué pretensión la mía. Que te acuerdes de mis palabras, de mis gestos, de mis entusiasmos con la misma fuerza con que yo me acuerdo del tono exacto de tus ojos, como de miel oscura, casi transparentes cuando mirabas al sol, casi negros cuando la media luz y el deseo té agrandaban las pupilas.
Ya lo sé, no es necesario que me interrumpas: estaba a punto de contarte lo que pasó anoche cuando mi padre me llamó por teléfono, aterrado o tal vez fingiéndose aterrado. Pero hay tantas horas de mi vida de las que nunca pude hablarte, que no me importa ahora ser arbitrario, digresivo, tironear del fino hilo del relato hasta abusar de su resistencia, de la tuya. Durante muchos años viví para contarte lo que vivía y cada acción o pensamiento se iba transformando, en el momento mismo en que sucedía, en las palabras con que te lo iba a describir, como si incluirte así, aunque fuera como oyente, en mi historia, hiciera de todo azar y confusión un orden coherente, le diera un sentido al caos de la realidad. Después, sin vos, durante años me entregué a ese caos, al fango de la historia, permití que se acumulara el material informe que constituye la vida o el recuerdo de la vida y que sólo el relato es capaz de organizar, eligiendo, ordenando, o introduciendo un desorden sabiamente cifrado cuyas claves se entregan al que escucha, al que lee. Ahora sé que querrías saber más y enseguida sobre esa llamada urgente de mi padre, pero no voy a contarte nada todavía. Ésta es una digresión anunciada.
¿Por qué Goransky me había elegido como guionista? Al principio no lo entendía. Él es un personaje, aquí se lo reverencia como a un cineasta internacional, aunque nunca haya llegado a filmar más que esa breve y famosa secuencia en la Antártida.
En el país se realizan sólo comerciales publicitarios. Así como en algún momento dejaron de fabricarse paraguas, ya no se hacen películas. Por supuesto seguimos teniendo nuestros directores, nuestros artistas, nuestros proyectos, nuestro talento de siempre, el que no pueda plasmarse en una realización concreta es nada más que circunstancial, como dicen todos los que están relacionados de un modo u otro con el mundo del cine. A los que no están relacionados con el mundo del cine, toda la cuestión les importa un comino.
Goransky podría pagarse sus sueños. Su desaforada fortuna personal empezó a condensarse un par de generaciones antes que él. Pero aun con toda su pasión por el cine, mi director se sentiría menos que un hombre si usara su propio dinero para producir su propio film. Conseguir inversores dispuestos a apostar por su talento es una cuestión en la que se juega su prestigio personal.
Se comprende que estuviera tan entusiasmado cuando me llamó Goransky: el privilegio de tener trabajo en primer lugar, y en un guión de cine, y con el gran director. Me veía en los hoteles de los festivales internacionales, escondido en un rincón de la sala en Berlín, en Biarritz, escuchando en éxtasis las risas y las ovaciones del público. No importaba que Goransky nunca hubiera conseguido terminar una película: juntos lo íbamos a lograr. No importaba que toda mi experiencia como escritor profesional hubiera sido, alguna vez, la redacción de prospectos medicinales: Goransky se había dado cuenta de mi secreto talento y yo no lo iba a decepcionar.
Cuando me citó, pensé que querría conocerme como maquillador. En ese momento Goransky creía tener un guión casi terminado y estaba conversando con cada uno de los profesionales que planeaba contratar. Después supe que esa etapa definitiva se había repetido varias veces.
Yo necesitaba el trabajo y expuse mis antecedentes sin esperar preguntas. Empecé por esa explicación vendedora que no te voy a repetir -la uso tan seguido-: el juego de la mirada sobre la cara de una persona, la percepción de los elementos estructurales, óseos, y cómo es posible, sin modificarlos, hacerlos participar en un efecto óptico diferente a partir del trabajo sobre la superficie exterior. Hablé de mi experiencia con fotógrafos, con modelos, en varios rodajes de comerciales. Hablé mucho, hablé ingenuamente. No le conté, por ejemplo, hasta mucho tiempo después, lo que en verdad le podría haber interesado: cómo había llegado, pasando por tantos otros, a mi extraño oficio, y cómo, desde que empezaron los malos tiempos, fui aceptando poco a poco cualquier tipo de trabajo: cómo me dedicaba a maquillar a viejos para las fiestas de familia, a maquillar muñecas para niñas ricas y para hombres solitarios, y de vez en cuando, a maquillar cadáveres para las casas mortuorias.
A Goransky mis antecedentes como maquillador le importaban poco. Había leído ese cuento que publiqué hace años en una antología de Eudeba, el primer y último cuento que escribí en mi vida y que sucedía en la base militar de la Antártida. Ese detalle original, el hecho de acontecer entre los hielos del sur, hizo que el cuento se publicara y republicara en muchísimas antologías, incluso en el extranjero. Eran colecciones llamadas, en varios idiomas, Entre los hielos, Los cuentos más australes del mundo, Historias de lugares exóticos, La Patagonia y más allá, o tal vez Cuentos del fin del mundo. Cada vez que nos enterábamos de una nueva publicación, mi mujer volvía a insistir en mi vocación y me destruía el buen humor con su pesada, exigente confianza en mi inexistente talento literario.
El hombre, Goransky, estaba fascinado por la Antártida. Alguien le alcanzó mi cuento, lo leyó, me quiso conocer. Y si en un primer momento había pensado en mí como maquillador, algo en mi forma de expresarme lo hizo virar hacia una nueva propuesta: trabajar juntos en otro guión.
– El libro que tengo no me conforma. Quiero que mi próxima película transcurra en la Antártida -me dijo-. Y todas las demás también. Antártida y mucho relato en off: ésas son mis marcas de fábrica, el sello Goransky -definió, como si tuviera ya una vasta filmografía.
Lo curioso es que pudo haber sido un genio del cine, en otro lugar, en otro tiempo. Desde el primer día me enloqueció de entusiasmo su capacidad de creación. Yo disparaba una punta del ovillo, una tontería cualquiera, y él empezaba a tirar convirtiéndola en el eje de un relato cinematográfico. Su cerebro era una loca cantera de imágenes. Un hombre enorme, pesado, con los ojos más vivos que puedas haber imaginado nunca, movedizo, un hipopótamo drogado con anfetaminas, un oso al que un hipnotizador le hubiera hecho creer que era una ardilla. Mientras trabajábamos y yo escribía, Goransky daba vueltas por el estudio, con sus grandes manos rompía escarbadientes, deshacía ganchitos de metal, corría de lugar las sillas y los adornos, subía y bajaba los escalones que llevaban a la terraza.