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¿Te interesa? ¿Sigo? Debería bastarme con tu silencio, con que no me interrumpas. Pero nunca es suficiente, cualquiera que haya pasado por esta forma agobiante del amor lo sabe. ¿Me amas?, te preguntaba cuando estábamos juntos. Te reías de mí. Palabras de teleteatro. No se dice me amas, se dice me querés. Pero para mí no era lo mismo. Uno quiere a sus hijos, quiere -a veces- a sus padres, creo que quise incluso a mi esposa, se puede querer a un perro, a un amigo. Yo necesitaba saber -y ninguna respuesta me servía- si me amabas. Así, como en los teleteatros. No tengo ganas ahora de mencionar o describir tu cuerpo, pero eso es lo que quería decir, lo que hubiera deseado preguntarte. Si tu cuerpo sentía, en la separación, ese desconcierto, la misma desazón, el mismo desencuentro que el mío.

Estoy dando vueltas, tomo todas las curvas posibles y no hago más que seguir una espiral plana que siempre me conduce -¿nos conduce?- hasta el único centro posible. Mi padre.

Transformándose de médico secreto en médico oficial sin necesidad de cambiar de disfraz, el doctor había dado la orden de internación. Mi padre estaba en el hospital donde lo iban a operar. Del estudio de Goransky me fui directamente para allí. Si todo salía bien-extraña palabra- unos días después lo sacarían del hospital para llevarlo a la Casa de Recuperación.

Mi padre consideraba que pagar un seguro médico era un gasto absurdo. Prefería usar los restos del sistema estatal que protege a los jubilados. El edificio del hospital estaba en mal estado, había pocas enfermeras pero la atención médica era buena. Margot me estaba esperando en la puerta de entrada.

Tenes nombre de tango, le dije, cuando la conocí. Pero Margot no se llama Margarita, como en el tango, sino Margara, que es peor: la forma neutra de un falso diminutivo, como quien dijera apelo en lugar de apetito. En otro momento te voy a contar sobre ella: siempre te gustó la módica perversión de escucharme otros encuentros. Margot estaba contenta. Para las mujeres es tan importante que las dejemos participar físicamente en nuestras penas: como si exponer una debilidad fuera la más convincente prueba de amor. Permitirles que nos acompañen al velorio de un muerto cercano y querido, que nos alienten en la sala de espera de un quirófano, significa mucho más para ustedes que la invitación a una fiesta.

Llegué a tiempo para despedirme de papá, tal vez para siempre, antes de que se lo llevaran a la sala de operaciones. Viejo como está, le sigo envidiando ese cuerpo grande y gordo, con la piel lustrosa, que a los enfermeros les resultaba difícil manejar. Así, sin embargo, desnudo, sin sus anteojos, sin dentadura ni audífono, estaba indefenso. Una mente aislada del mundo, un cuerpo sometido a sensaciones difíciles de identificar. Cuando me acerqué me atrapó con uno de sus brazos y me obligó a bajar la cabeza para acercarla a su boca.

– El abogado tiene los papeles, Eni, pero además está la libretita debajo de la baldosa del baño.

Tenía el aliento sucio y mojado de los viejos y me estaba hablando de dinero. Me enderecé con alivio. Mamá nos miraba con una expresión de desconcierto que no entendí. Entonces llegó mi hermana, corriendo, jadeando, siempre tarde. Me abrazó. Pobre Cora: ella nunca escapó de la jaula. Ni siquiera pudo, como yo, fingir una vida independiente.

Mamá nos miró a los tres: a Margot, a mí, a Cora, que traía viento en el pelo y los rasgos alborotados.

– Ustedes, entre ustedes, ¿qué son? -preguntó.

No entendimos, al principio, lo que quería decir. Como no le contestábamos, insistió.

– Ustedes, entre ustedes, ¿son parientes?

– Mamá -le dije, muy sorprendido, con calma, con angustia-. Ella es Cora, yo soy Ernesto, somos hermanos, ¿te acordás? Somos tus hijos.

– ¿Y ella? -señalando a Margot.

– Ella es mi novia.

Mamá nos miró con una gran ternura. Le acarició la mejilla a Cora, que trataba de no llorar. Margot, en cambio, debía estar contenta y disimulaba por obligación. Qué extraordinaria oportunidad, poder participar en esa escena tan íntima.

– Qué lindo -dijo mamá-. Qué hijos tan grandes que tengo.-De pronto parecía desconcertada. Pero entonces debo ser muy vieja.

Volvió a mirarme con mucha atención. Como tratando de decidir si todavía era posible retar a un hijo tan grande.

– Hijo, no está bien que tengas novia a esta edad. ¿No deberías tener esposa, hijos? ¿No tendrías que haberme dado nietos?

No era solamente la memoria. Estaba loca. Quién sabe desde cuándo. Pensé en esas miradas oscuras, ojos que llegaban desde el fondo de una niebla. No eran las cataratas, ni la vejez. Mi madre se había vuelto loca en silencio, como casi todo lo que hacía, y yo ni siquiera había sido capaz de darme cuenta.

Cinco

Mi padre huele a mierda. Entre los olores medicinales y antisépticos, jabonosos, de la sala de Terapia Intensiva, es posible percibir un débil rastro que se va acentuando al acercarse a su cama. Sobre el vientre agujereado, una bolsa de plástico recoge sus excrementos semilíquidos, escasos, de bordes desflecados y de color amarillento. Un tajo horrendo, carnicero, le une el vientre con el ano, ahora inútil.

La operación fue un éxito.

El cirujano estaba de buen humor y nos permitió verlo antes de que ingresara a la sala de Terapia Intensiva: papá estaba despierto, curiosamente lúcido.

– Esta vez te creíste que sonaba -me dijo con increíble alegría. Pálido, despeinado, con cara de cadáver y una voz de campanas al viento.- ¡Falta para que te libres del viejito!

La felicidad le había amainado al día siguiente, en la Sala. No hay soledad como la de Terapia Intensiva. Me dejaron pasar con mi madre. Ella se le acercó con una expresión de extraordinaria dulzura.

– Mi frutilla, mi joya, mi diamante -le dijo, esquivando tubos y cables para besarlo en la cara-. Nunca te olvides de que yo te quiero tanto, tanto.

Papá dio vuelta la cara.

– Sácamela de encima.

Casi a la fuerza conseguí apartar de la cama a mi madre, que se echó a llorar.

– ¿Dónde está el hombre que yo quiero? En esa cama hay un viejo asqueroso con feo olor. No me van a engañar, yo lo conozco bien a mi marido: es un muchacho buen mozo que hace chistes.

– Mamita -le acaricié el pelo reluciente de tan blanco-. Míralo. Recién le estabas hablando. Es mi padre.

Mamá me miró severamente, como alguien a quien en un momento de grave dolor se le hace una broma estúpida.

– Tu papá. Y qué. Si un viejo asqueroso es tu papá no quiere decir que también sea mi marido.

Otra vez empezaron a desbordar lágrimas de sus ojos velados por las cataratas, formando charquitos en los diques de las arrugas.

– Alguien me robó a mi hombre. Yo lo voy a encontrar. Hoy abrí el ropero y me tranquilicé porque dejó toda la ropa: entonces piensa volver.

Ella tenía razón. ¿Por qué tenía que creer que ese viejo destrozado era su marido? ¿Acaso esa pobre vieja demente era la madre joven y linda de la que yo estaba tan orgulloso en la escuela? Locura es la lógica estúpida de la vigilia que insiste en que la identidad se sostiene a lo largo del tiempo y las desdichas. Como si yo, sin vos, fuera la misma persona.