—Pero ¿es posible lo que me han dicho, monsieur Poirot? —exclamó mientras le estrechaba la mano, y añadió—: ¡Es terrible! Estoy trastornadísimo, no sé lo que me pasa. ¡Oh! Estoy verdaderamente consternado. Siempre creí que sucedería algo semejante. ¿Recuerda usted que se lo dije ayer mismo?
—Mais oui, mais oui —dijo mi amigo—. Recuerdo perfectamente todo lo que dijo usted ayer —y añadió—: Le presento al inspector de Policía Japp, que está encargado de la investigación de ese suceso.
Bryan lanzó una mirada de reproche a Poirot.
—No lo sabía —murmuró—. Podía usted haberme avisado. Se inclinó fríamente ante el inspector. Luego, sentóse, apretando fuertemente los labios.
—No veo por qué me han hecho ustedes venir. Todo esto no tiene nada que ver conmigo.
—Ya creo que sí —dijo amablemente Poirot—. Tratándose de un crimen, uno debe sacrificar los propios sentimientos para llegar al esclarecimiento de la verdad.
—No, eso sí que no. He trabajado con Jane. Nos conocemos hace mucho tiempo. Por encima de todo es amiga mía.
—¡Amiga suya, y en el momento que se entera usted de que han asesinado a lord Edgware lo primero que se le ocurre decir es que ha sido ella quien lo ha matado! —dijo Poirot secamente.
El actor se estremeció.
—¿Quiere usted decir... —los ojos parecían salirse de las órbitas— que estoy equivocado, que Jane no ha intervenido en el crimen? Japp habló:
—No, míster Martin, no. Ha sido ella quien lo ha cometido.
El joven se dejó caer en la silla.
—Por un momento creí haber cometido una terrible equivocación.
—En un caso como el presente, la amistad no debe influir para nada en usted —dijo firmemente Poirot.
—Eso se dice muy bien, pero...
—Amigo mío, ¿es que se va usted a poner de parte de una criminal? Tenga en cuenta que ha cometido un asesinato..., el más repugnante de los delitos humanos.
Bryan Martin suspiró:
—Bien, sí; pero Jane no es una criminal vulgar, carece de sentido moral. En realidad, es irresponsable.
—Eso ya lo determinará el jurado —dijo Japp.
—Vamos a ver —habló Poirot amablemente—, no se trata de que usted la acuse. Ya está acusada por anticipado. Usted, joven, no puede negarse a contarnos lo que sabe de ella. Debe hacerlo en bien de la sociedad.
Bryan Martin volvió a suspiran
—Creo que tiene usted razón; sin embargo, ¿qué quieren ustedes que les diga?
Poirot miró a Japp.
—¿Ha oído usted alguna vez que lady Edgware, o, mejor dicho, miss Jane Wilkinson, profiriese amenazas contra su esposo? —preguntó el inspector.
—Sí; varias veces.
—¿Cuáles eran esas amenazas?
—Decía que si no le concedía la libertad, le pegaría cinco tiros.
—No se trataba de una broma, ¿verdad?
—No; estoy seguro de que lo decía de veras. Una vez dijo que tomaría un taxi y que iría a matar a su marido. Usted mismo, monsieur Poirot, se lo oyó decir.
Recurría patéticamente a mi amigo, quien asintió.
Japp siguió con el interrogatorio.
—Míster Martin, sabemos que miss Wilkinson quería divorciarse para casarse con otro. ¿Sabe usted de quién se trata? Bryan Martin asintió.
—Bien, dígalo.
—Del duque de Merton.
—¡El duque de Merton! ¡Caray! —Japp lanzó un silbido—. Quería mejorar de posición, ¿eh? Según se dice, el duque es uno de los hombres más ricos de Inglaterra.
Bryan asintió; estaba más consternado que nunca.
Yo no podía entender la actitud de Poirot. Recostado en la butaca, con las manos cruzadas y moviendo rítmicamente la cabeza, hacía el efecto del hombre que ha colocado un disco en el gramófono y lo está escuchando atentamente, encantado del buen gusto con que lo ha escogido.
—¿No quería divorciarse el marido? —continuó interrogando Japp.
—No; se había negado a ello firmemente.
—¿Tiene usted alguna prueba de lo que dice?
—Sí.
—Ahora, amigo Japp —dijo Poirot, interviniendo una vez más en la conversación—, es cuando entro en acción yo, para decir que lady Edgware me pidió que fuese a visitar a su marido para rogarle que accediese al divorcio. Estaba citado con él ayer por la mañana.
Bryan Martin movió la cabeza.
—Hubiera sido inútil —dijo—. Lord Edgware nunca hubiese accedido.
—¿Cree usted que no? —preguntó Poirot, dirigiéndole una amable mirada.
—Estoy seguro. Jane lo sabía perfectamente. No tenía la menor confianza en que triunfase usted. No esperaba nada positivo de su mediación. Lord Edgware era un monomaníaco respecto al divorcio.
Mi amigo sonrió.
—Pues está usted equivocado, joven —dijo amablemente—. Vi ayer a lord Edgware y accedió a divorciarse.
No podía dudarse del asombro de Bryan Martin al recibir esta noticia. Mirando a Poirot con los ojos fuera de las órbitas, balbució:
—¿Usted... le vio ayer?
—A las doce y cuarto —respondió Poirot con su tono habitual.
—¿Y accedió al divorcio?
—Accedió.
—Pero debió usted habérselo dicho en seguida a Jane.
—Y así lo hice, míster Martin.
—¿Que lo hizo? —exclamaron al mismo tiempo Japp y Martin. Poirot sonrió.
—Eso complica un poco la situación, ¿verdad? —murmuró—. Y ahora, míster Martin —añadió—, ¿quiere usted leer esta gacetilla? Y le mostró la nota del periódico. Bryan la leyó, aunque sin gran interés.
—¿Quiere usted decir que esto significa una coartada? —dijo—. Supongo que a lord Edgware le pegaron un tiro ayer noche.
—Murió de una puñalada, no de un tiro —aclaró Poirot.
—Me temo que esto —e indicó la gacetilla— no sirve de nada, porque Jane no asistió a esa cena.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Lo ignoro; seguramente me lo diría alguien.
—Es una verdadera lástima —murmuró Poirot, pensativamente. Japp le miraba con curiosidad.
—No le entiendo a usted; parece como si no creyese en la culpabilidad de esa mujer.
—No, no, mi buen Japp; no me inclino en favor de nadie; pero, realmente, el presente caso es desconcertante, subleva la inteligencia.
—¿Qué quiere usted decir con eso de «subleva la inteligencia»? A la mía no le pasa nada.
Presentí las palabras que estaban a punto de brotar de los labios de Poirot, pero no salieron.
—Nos encontramos ante una mujer que, según dice usted, desea deshacerse de su marido. De esto no cabe la menor duda. Ella misma me lo confesó a mí francamente. Eh bien, ¿qué pensaba hacer? Repitió varias veces en voz alta y ante testigos que lo mataría, y una noche se dirige a casa de su marido, se anuncia por su verdadero nombre, le apuñala y se va. ¿Cómo calificaría usted un hecho así? ¿Tiene el más leve sentido común?
—Realmente es una locura.
—¿Locura? Es la quintaesencia de la imbecilidad.
—Bueno —dijo Japp—, el que los criminales pierdan la cabeza es una ventaja de la Policía —hizo una pequeña pausa, y en seguida terminó—: Ahora debo irme al Savoy.
—¿Me permite usted que le acompañe?
El inspector no opuso el menor reparo y salimos. Bryan se despidió de nosotros. Parecía muy nervioso. Nos pidió encarecidamente que no lo hiciésemos intervenir para nada en aquel asunto.
—¡Qué hombre más impresionable! —contestó Japp.
Poirot asintió.
En el Savoy encontramos a un caballero, excesivamente ceremonioso, que acababa de llegar, con quien subimos a las habitaciones de Jane Wilkinson. Japp habló con uno de sus agentes.
—¿Nada? —le dijo, lacónico.
—Ha telefoneado.
—¿A quién? —preguntó el inspector con ansiedad.
—A «Jay», para los trajes de luto.
Japp suspiró. Entramos en la habitación.