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La viuda, lady Edgware, se estaba probando distintos sombreros ante el espejo. Llevaba un traje muy cinematográfico en blanco y negro. Nos acogió con su deslumbradora sonrisa.

—¿Cómo, monsieur Poirot? ¿Qué le trae a usted por aquí? Hola, míster Maxon —añadió, dirigiéndose al abogado—; me alegro de que haya usted venido tan pronto. Aconséjeme sobre las preguntas que deba o no contestar. Este señor —señaló a Japp— parece creer que yo he ido esta mañana a matar a George.

—Ayer noche, señora —rectificó el inspector.

—Me dijo usted que había sido a las diez de la mañana.

—No, señora; a las diez de la noche. ¡Si ahora no son todavía las diez! —añadió severamente Japp.

Jane abrió, asombrada, los ojos.

—¡Ah!, muchas gracias —murmuró—; le estoy muy agradecida. Hacía muchos años que no me levantaba tan pronto. ¿A qué hora ha venido usted, pues?

—Un momento, señor inspector —dijo el abogado Maxon con su recia voz—. ¿Cuándo ocurrió ese lamentable suceso?

—Anoche, alrededor de las diez.

—Entonces todo va perfectamente —exclamó Jane—. A esa hora estaba yo en la fiesta... ¡Ah! —se tapó rápidamente la boca—. ¿Acaso no debía haber dicho eso...?

Miró con timidez al abogado.

—Si a las diez de la noche estaba usted en una fiesta, lady Edgware, no hay inconveniente de que informe al inspector sobre ese hecho.

—Eso es —dijo Japp- Yo sólo le pido que me explique cuanto hizo usted anoche. Que me diga dónde tuvo lugar esa fiesta.

—Fue en casa de sir Montagu Corner, en Chiswick.

—¿A qué hora llegó usted allí?

—La cena era a las ocho y media.

—No; le he preguntado que a qué hora llegó.

—Salí de mi casa a las ocho. Fui a Piccadilly Palace a despedirme de una amiga mía, mistress Van Deusen, que se iba a Estados Unidos, y llegué a Chiswick a las nueve menos cuarto.

—¿A qué hora se marchó usted de allí?

—Cerca de las once y media.

—¿Vino directamente al hotel?

—Sí.

—¿En taxi?

—No, en mi propio coche. Es uno de los de la casa Daimler.

—Y durante la fiesta, ¿no salió usted de la casa?

—No sé qué decir...

—Entonces es que salió usted.

Hacía el efecto de un foxterrier acorralando a un ratón.

—No sé por qué habla usted así. Lo único que pasó es que mientras cenábamos me llamaron al teléfono.

—¿Quién la llamó?

—Alguien, sin duda, para burlarse de mí. Una voz me preguntó: «¿Es usted lady Edgware?», y yo contesté: «Sí»; entonces se oyó una carcajada y colgaron el aparato.

—¿Salió usted de la casa para telefonear? La mirada de Jane mostró gran asombro.

—No.

—¿Cuánto tiempo estuvo usted ausente de la mesa?

—Minuto y medio, aproximadamente.

Japp se desplomó sobre la butaca. Estoy convencido de que no creía ni una palabra de cuanto había dicho la actriz; pero después de oír su declaración no podía hacer nada sin comprobar su veracidad.

Se apresuró a darle las gracias y se despidió.

Nosotros también nos despedimos, pero lady Edgware llamó a Poirot.

—Óigame, ¿querría usted hacerme un favor?

—Estoy a sus órdenes, señora.

—¿Quiere enviar un cablegrama en mi nombre al duque, en París? Está en el hotel Crillon. Es necesario que se entere de todo esto y es mejor que no lo envíe yo misma, porque durante unos días debo comportarme como una viuda desconsolada.

—No veo la necesidad de enviar ningún cable, señora —dijo Poirot amablemente—. Ya leerá el suceso en los periódicos.

—¡Oh, qué cabeza! Sí, sí, es mucho mejor no cablegrafiar. Debo preocuparme de mi reputación, ahora que todo va bien, y portarme como una viuda lo más dignamente posible. No sé si enviar para el entierro un ramo de orquídeas; son las flores más caras. También supongo que tendré que asistir al funeral.

—Antes, señora, tendrá usted que ir al Juzgado.

—No me es nada simpático ese inspector de Scotland Yard; me ha dado un susto de muerte.

—¡Ah! ¿Sí?

—Fue para mí una verdadera suerte cambiar de parecer y asistir, por fin, a la fiesta.

Poirot, que estaba ya cerca de la puerta, se detuvo al oír aquellas palabras.

—¿Qué dice usted? ¿Que cambió de parecer?

—Sí; anoche tenía una jaqueca horrible.

Parecía como si Poirot tratase, inútilmente, de tragarse algo.

—¿Le dijo usted eso a alguien?

—Sí. Estábamos reunidos unos cuantos amigos a la hora del té y me pidieron que fuese con ellos a tomar un combinado. Yo les dije: «No puedo. Mi cabeza va a estallar, me voy a casa, y ni siquiera pienso ir a la fiesta de Corner.»

—¿Qué fue lo que le hizo luego cambiar de parecer?

—Ellis me obligó a ir, diciéndome que no debía faltar a aquella fiesta, pues sir Montagu es un personaje que se enfada por cualquier nimiedad. ¡Ah! En cuanto me case con Merton, me veré libre de todo esto. La pobre Ellis, siempre atenta a mis intereses, insistió en que era un verdadero error no asistir a la fiesta. Hasta que me convenció y fui.

—Tiene usted una deuda de gratitud con Ellis, señora.

—¡Ya lo creo! El inspector se marchó furioso, ¿verdad? —dijo, riéndose.

Poirot, muy serio, contestó:

—De todos modos, hay motivo para ello.

—¡Ellis! —llamó Jane.

La camarera entró.

—Mira lo que dice monsieur Poirot: que fue una verdadera suerte que me hicieras ir a la fiesta anoche.

Ellis miró seriamente a Poirot, al mismo tiempo que decía:

—No deben romperse los compromisos adquiridos, señora. Es usted demasiado aficionada a hacerlo. La gente no puede olvidar tales desaires y acaba una por hacerse desagradable.

Jane cogió el sombrero que se estaba probando cuando entramos, y se lo volvió a probar.

—Odio todo lo negro —dijo, desconsolada—. Nunca me he puesto un traje de ese color, pero comprendo que una viuda correcta debe vestirse así —y añadió con volubilidad—: ¡Ah!; estos sombreros son horribles. Telefonee a otra casa de modas. Por lo menos, quiero salir a la calle de una manera decente.

Poirot y yo salimos en silencio de la habitación.

Capítulo VII

La secretaria

Aún no estábamos libres de Japp. Una hora más tarde reapareció, y tirando su sombrero sobre la mesa, aseguró que pesaba sobre él una terrible y abominable maldición.

-¿Ha terminado usted las investigaciones que quería hacer? —preguntó Poirot con simpatía.

El inspector asintió tristemente:

—Sí, y a menos de que catorce personas mientan, resulta que no ha sido ella quien mató a lord Edgware —gruñó Japp. Y continuó—: La verdad es que no se comprende que haya sido otro el autor del crimen. La única persona que tenía algún motivo para hacerlo era ella.

—Yo no diría eso. Mais, continuez.

—Esperaba encontrar alguna pista —siguió el inspector—. Ya sabe usted que la gente de teatro es capaz de dejarse matar por salvar a un amigo. Pero éste es un caso distinto. Los invitados a la fiesta de anoche son personas de posición. Ni siquiera eran particularmente amigos de ella. Y algunos ni se conocían entre sí. Su testimonio es, pues, imparcial y digno de crédito. Yo esperaba comprobar que habría abandonado la fiesta durante media hora o más. Hubiese podido hacerlo fácilmente con cualquier pretexto. Pero no, sólo se apartó de la mesa para contestar una llamada telefónica, y aun entonces, el criado estuvo junto a ella, como él mismo nos lo ha dicho, y la oyó decir «Si, muy bien; yo soy lady Edgware», e inmediatamente colgaron el aparato. ¡Qué cosa más extraña!

—¿Era hombre o mujer quien llamó?

—Creo que me ha dicho que era mujer.