—Es raro —dijo Poirot, pensativo.
—Eso no tiene importancia —dijo Japp, impaciente—; vayamos a lo que interesa. La noche transcurrió tal y como ella nos dijo. Llegó a casa de Corner a las nueve menos cuarto y se marchó a las once y media, llegando al hotel a las doce menos cuarto. He hablado con el chófer que la trajo y es, en efecto, uno de los empleados de la casa Daimler. La servidumbre del hotel que la vio llegar, también confirma la hora.
—Eh bien, creo que todo ello es concluyente.
—Sí, sí; pero ¿y esos dos testigos de Regent Gate? No se trata sólo del mayordomo; está, además, la secretaria de lord Edgware, que la vio también. Los dos aseguran que era realmente lady Edgware la mujer que llegó allí a las diez.
—¿Cuánto tiempo hace que está en la casa de mayordomo?
—Seis meses. A propósito, ¿se fijaron ustedes en lo guapo que es ese hombre?
—¡Sí! Eh bien, amigo mío, si hace sólo seis meses que está en la casa, no podía reconocer a esa señora, a no ser que la hubiese visto antes.
—La conoció por las fotografías de los periódicos. Pero la secretaria la conocía perfectamente; está al servicio de lord Edgware desde hace cinco o seis años.
—¡Ah! —dijo Poirot—. Me gustaría ver a esa secretaria.
—Bien; entonces venga conmigo.
—Muchas gracias, mon ami; se lo agradezco infinitamente. Supongo que en esa invitación va incluido también el amigo Hastings, ¿verdad?
Japp hizo un gesto. Mi amigo añadió:
—¿Qué creía usted? Donde va el dueño, va el perro. Ocurrencia que a mí me pareció de pésimo gusto.
—Esto me trae a la memoria el caso de Isabel Cannings —dijo Japp—. ¿Se acuerda usted? Infinidad de testigos aseguraban, cada uno por su parte, que habían visto a Mary Squires en dos lugares distintos de Inglaterra. Personas dignísimas todos ellos. Aquel misterio quedó sin aclarar. Éste es un caso semejante. Nos encontramos con que varias personas aseguran, cada cual por su lado, que una mujer estaba en dos lugares distintos a la misma hora. ¿Quiénes dicen la verdad?
—No será difícil saberlo.
—Bien; pero miss Carroll reconoció realmente a lady Edgware, y esa señorita vivió con ella en la misma casa, día tras día. Por tanto, no es fácil que se equivoque.
—Eso pronto lo veremos.
—¿Quién hereda el título? —pregunté yo.
—Un sobrino del muerto, el capitán Ronald Marsh. Creo que es un derrochador.
—¿Qué dijo el forense de la hora en que tuvo lugar la muerte?
—Tenemos que esperar el resultado de la autopsia para saberlo exactamente. Hay que ver dónde está la cena —la manera de expresarse de Japp distaba mucho de ser refinada—. Lo vieron por última vez minutos después de las nueve, cuando abandonó la mesa. El mayordomo le llevó whisky y soda a la biblioteca. A las once, cuando el criado se fue a acostar, la luz estaba apagada; por tanto, debía de haber muerto ya, pues no iba a estar allí a oscuras.
Poirot asintió pensativamente. Poco después llegábamos a la casa. Nos abrió la puerta el agraciado mayordomo.
Japp tomó la delantera y entró el primero; Poirot y yo le seguimos. La puerta quedó abierta hacia la izquierda y el criado permaneció en pie junto a la pared de ese mismo lado. Poirot iba a mi derecha, y como era más pequeño que yo, sólo cuando estuvimos en el interior del vestíbulo se fijó en el mayordomo. Oí una ahogada exclamación a mi espalda, y al volverme rápidamente, sorprendí al mayordomo mirando a Poirot con un gran espanto reflejado en su rostro. Apunté el hecho en mi mente, por lo que pudiera ser. Japp entró en el comedor, que quedaba a la derecha del vestíbulo, y llamó al criado.
—Ahora, Alton, deseo que se explique usted bien, con la mayor precisión posible. ¿Eran las diez cuando llegó aquella señora?
—¿La esposa de lord Edgware? Sí, señor.
—¿Cómo la conoció usted? —preguntó Poirot.
—Dio su nombre, señor, además, había visto otras veces su retrato en los periódicos, y también la había visto trabajar. Poirot se inclinó.
—¿Cómo iba vestida?
—De negro, señor. Un traje de calle negro y un sombrerito negro; llevaba también un collar de perlas y guantes grises. Poirot miró interrogadoramente a Japp.
—En la fiesta lucía un traje de noche de tafetán blanco y una capa de armiño —bisbiseó este último, brevemente.
El mayordomo repitió su relato tal como nos lo había ya contado Japp.
—¿Vino alguien más a visitar a su señor durante la noche? —preguntó Poirot.
—No, señor.
—¿Cómo se cierra la puerta de la calle?
—Tiene cerradura Yale. Corrientemente, cuando me voy a acostar, echo, además, el cerrojo; eso suele ser allá a las doce. Pero la última noche miss Geraldine estaba en la Ópera, de modo que quedó sin los cerrojos.
—¿Cómo estaba cerrada esta mañana?
—Perfectamente cerrada, señor; miss Geraldine debió de echar los cerrojos cuando volvió del teatro.
—¿Cuándo volvió? ¿Lo sabe usted?
—Serían aproximadamente las doce menos cuarto.
—Entonces hasta las doce menos cuarto la puerta de la calle no podía ser abierta por fuera sin llave; pero, en cambio, por dentro podría abrirse con sólo tirar del pestillo, ¿no es eso?
—Sí, señor.
—¿Cuántas llaves de esa puerta hay?
—El señor tenía la suya y colgada en el vestíbulo había otra, que fue la que cogió anoche miss Geraldine. No sé si hay alguna más.
—¿Ninguna otra persona de la casa tenía llave?
—No, señor; miss Geraldine llamaba siempre.
Poirot declaró que no tenía nada más que preguntar y fuimos en busca de la secretaria.
La encontramos escribiendo en una amplia mesa de escritorio.
Miss Carroll era una activa y simpática mujer de unos cuarenta y cinco años. Su hermoso cabello comenzaba a adquirir un tono gris. Llevaba gafas, a través de las cuales brillaban, clavándose en nosotros, sus perspicaces ojos. Cuando habló, reconocí la clara voz que había oído por teléfono.
—¡Ah! ¿Es usted monsieur Poirot —dijo, después que Japp nos hubo presentado—, a quien cité en nombre del señor ayer por la mañana?
—El mismo, señorita.
Pensé que aquella mujer le había producido a Poirot una excelente impresión. En realidad, parecía la honradez personificada.
—Bueno, señor inspector. ¿Qué más puedo hacer por ustedes?
—dijo miss Carroll.
—Únicamente que nos diga usted si está completamente segura de que fue lady Edgware la que vino aquí anoche.
—Es la tercera vez que me pregunta usted lo mismo y debo confesarle que estoy segurísima. La vi con mis propios ojos.
—¿En dónde?
—En el vestíbulo. Habló con el mayordomo un minuto y luego entró en la biblioteca.
—Y usted, ¿dónde estaba?
—En el primer piso.
—¿Está usted completamente segura de que no se equivoca?
—Completamente. Distinguí muy bien su rostro.
—¿No puede usted confundirse por algún parecido?
—¡Oh, no! Jane Wilkinson es inconfundible. Era ella. Japp echó una mirada a Poirot, como diciendo: «¿Lo ve usted?»
—¿Tenía lord Edgware algún enemigo? —preguntó repentinamente Poirot.
—¡Qué tontería! —rechazó miss Carroll.
—¿A qué llama usted «tontería», señorita?
—¡A lo de enemigos! La gente de hoy no tiene enemigos. Por lo menos la gente inglesa.
—Sin embargo, han asesinado a lord Edgware.
—Ha sido su mujer —dijo miss Carroll.
—Y una mujer no es un enemigo, ¿verdad?
—No es lógico que lo sea. Jamás he oído una cosa así; por lo menos, sería impropio de nuestro ambiente.
Por lo visto, miss Carroll tenía la idea de que los crímenes sólo los cometían los borrachos y la plebe.
—¿Cuántas llaves hay de la puerta de la calle?
—Dos —dijo prontamente la secretaria—. Lord Edgware siempre llevaba una, la otra pendía de un clavo en el vestíbulo, para que si alguien salía y pensaba regresar tarde la cogiese. Había otra, además; pero el capitán Marsh la perdió.