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—Por Dios, cállate, Poirot —grité—. Me estás volviendo loco. ¿Qué te hace sospechar tan endiablado complot?

—Aún no puedo decir nada, pero es indudable que alguien tenía algún motivo para desear la muerte de lord Edgware. Está, desde luego, el sobrino, que es su heredero; y a pesar de las afirmaciones de miss Carroll, existe la posibilidad de algún enemigo. Lord Edgware me dio la sensación de ser uno de esos hombres que se crean enemigos con facilidad.

—Sí, eso parecía —afirmé.

—Quienquiera que fuese el asesino, debió disfrazarse muy bien. Si Jane Wilkinson no llega a cambiar de parecer a última hora, le hubiese sido imposible probar su inocencia, la hubiesen arrestado y es muy poco probable que se librase de la horca.

Me estremecí.

—Hay una cosa que me desconcierta —siguió Poirot—. El deseo de culpar a Jane es claro. Entonces, ¿para qué telefonearla? Porque es indudable que alguien la telefoneó a Chiswick, y en cuanto se enteró de que estaba allí antes de... ¿De qué? A la hora en que telefonearon, todavía no había sido asesinado lord Edgware. La intención que guió esa llamada parece ser, no hay otra palabra para ella, beneficiosa. Lo indudable es que no fue el asesino, porque la intención de éste es claramente la de culpar a Jane. Entonces, ¿quién fue?

—Quizá fue sólo una mera coincidencia —sugerí.

—No, no es eso. Hace seis meses fue interceptada una carta. ¿Para qué? Hay en este asunto un montón de cosas inexplicables y que deben tener algo de común entre ellas.

Lanzó un profundo suspiro y continuó:

—Esa historia que vino a contarnos Bryan Martin...

—Pero, Poirot, eso no debe tener nada que ver con nuestro asunto.

—Estás completamente ciego, Hastings.

Poirot lo vería todo muy claro; pero yo, lo confieso, no veía la menor luz que aclarase las tinieblas de mi cerebro.

—Lo que no puedo creer —dije de pronto— es que haya sido Charlotte Adams la autora del crimen; me hizo el efecto de una muchacha muy buena.

—Yo no creo que fuese ella la que cometiese el crimen, Hastings. Es una muchacha demasiado juiciosa. Si se halla mezclada en el crimen, sin saber siquiera que ha cometido...

Se detuvo un momento.

—Pero si fuese así, resultaría un testigo peligroso para el asesino; quiero decir que al leer hoy la noticia del asesinato...

Poirot dejó escapar una exclamación.

—¡Corramos, Hastings, corramos! He estado ciego. ¡Corramos! ¡Un taxi, en seguida, un taxi!

Mientras decía estas palabras, movía nerviosamente los brazos. Hicimos parar el primero que pasó.

—¿Sabes su dirección? —me preguntó Poirot.

—¿La de Charlotte Adams?

Mais oui, mais oui. Pronto, Hastings. Cada minuto es precioso. ¿No te das cuenta?

—No —dije—, no me doy cuenta de nada. Poirot se mostraba impaciente.

—Miremos la guía telefónica. ¡No!, no estará. Vayamos al teatro.

En el teatro no se mostraron dispuestos a darnos la dirección de Charlotte. Por fin Poirot la consiguió: vivía en una casa de Sloan Square. Nos dirigimos hacia allí. A Poirot le devoraba una impaciencia febril.

—Por lo menos, que no lleguemos tarde, Hastings.

—Pero ¿por qué toda esa prisa, Poirot? No lo entiendo. ¿Qué significa?

—Significa que he sido muy torpe, que no he comprendido lo que estaba claro como el agua. Ah, mon Dieu! Por lo menos, que lleguemos a tiempo.

Capítulo IX

Un nuevo crimen

Aunque ignoraba la causa de la agitación de Poirot, le conocía lo bastante para estar seguro de que era justificada. Llegamos a Rosedew Mansions, Poirot bajó del taxi, pagó al chófer y entró apresuradamente en la casa. La habitación de miss Adams estaba en el primer piso, como nos informó una tarjeta de visita clavada en una tablilla.

Poirot subió rápidamente la escalera sin esperar el ascensor, que en aquel momento estaba en uno de los pisos superiores.

Era tal su impaciencia, que golpeó la puerta después de tocar el timbre. Pasó un rato hasta que abrió la puerta una pulcra mujer de mediana edad, con el cabello echado hacia atrás. Sus párpados estaban enrojecidos, como si hubieran llorado mucho.

—¿Miss Adams? —preguntó ansiosamente Poirot. La mujer le miró.

Su rostro se había puesto mortalmente pálido, comprendiendo que aquello, sea lo que fuere, era lo temido por él.

La mujer continuó moviendo lentamente la cabeza:

—Miss Adams ha muerto. Murió mientras dormía. ¡Ah, es horrible! Poirot se apoyó en el quicio de la puerta.

—¡Demasiado tarde! —murmuró.

Su agitación era tan visible, que la mujer le miró con mayor atención.

—Usted perdone. ¿Era usted amigo suyo? No recuerdo haberle visto nunca por aquí.

Pero Poirot no contestó a aquella pregunta, sino que dijo rápidamente:

—¿Llamaron ustedes a un médico? ¿Qué ha dicho?

—Qué tomó una dosis excesiva de un soporífero. ¡Oh, pobrecilla! ¡Una muchacha tan joven y bonita! ¡Qué cosa tan peligrosa son las drogas! El médico dice que tomó veronal.

De pronto, Poirot se irguió, y, autoritario, dijo:

—Debo entrar en la casa.

Veíase claramente que la mujer dudaba

—No sé... —empezó a decir.

Pero Poirot tomó el único camino que podía conducirle al resultado apetecido.

—Tiene usted que dejarme pasar, porque soy detective y debo investigar las circunstancias de la muerte de su señorita.

La mujer, por fin, se apartó y entramos en el piso. Poirot comenzó a hacerse dueño de la situación.

—Todo cuanto le he dicho —siguió autoritariamente— debe quedar entre nosotros, no debe repetirlo a nadie, ¿oye usted? Todo el mundo debe seguir creyendo que miss Adams ha fallecido de muerte natural. Haga el favor de darme el nombre y dirección del médico que llamó usted.

—Es el doctor Heath, Carlisle Street, diecisiete.

—Ahora déme su nombre.

—Alice Bennet.

—Por lo que he podido apreciar, parece que quería usted mucho a miss Adams, miss Bennet.

—¡Oh, ya lo creo! Era una joven tan bondadosa... Estuve a su servicio el año pasado, cuando vino aquí. No era como la mayoría de las artistas. Parecía una verdadera señorita. Tenía unos gustos muy refinados y le gustaba todo lo exquisito.

Poirot escuchaba con simpatía y atención, sin demostrar la menor impaciencia. Comprendía que la amabilidad es el medio mejor para obtener los informes que uno desea.

—Debe de haber sido un golpe terrible para usted.

—¡Ya lo puede usted decir, señor! Entré aquí con el té a las nueve y media, como hago cada día, y estaba acostada. Pensé que dormía aún. Entonces puse la bandeja sobre una mesa y descorrí las cortinas, una de cuyas anillas se enredó y tuve que tirar más fuerte. Hice bastante ruido. Miré hacia la cama y me sorprendió que no se hubiera movido. Fue en aquel momento cuando me pareció notar algo raro y me acerqué a ella, tocándole la mano. Estaba helada como el mármol. Salí de aquí gritando.