—¡Las cosas han sucedido de un modo tan estupendo para mí! —dijo Jane en un murmullo—. La de veces que yo había pensado: «¡Si Edgware se muriese!», y Edgware ha muerto. No sé..., parece una respuesta a mis oraciones...
Poirot tosió.
—No veo yo las cosas del mismo modo, señora. Tenga usted en cuenta que alguien mató a su marido.
Ella movió la cabeza.
—Desde luego.
—¿No ha pensado usted en quién puede ser ese alguien? La actriz le miró.
—¿Qué puede importarme eso? ¿Qué tiene que ver conmigo? El duque y yo queremos casarnos, de todas maneras, dentro de cuatro o cinco meses...
Poirot contuvo su indignación con dificultad.
—Sí, señora; ya lo sé. Pero descontando eso, ¿no se le ha ocurrido a usted pensar en quién puede haber matado a su marido?
—No, no —parecía muy sorprendido por aquella pregunta.
—¿Es que no le interesa a usted saberlo? —preguntó Poirot.
—Creo que no —admitió ella—. Supongo que ya lo descubrirá la Policía. La Policía es muy inteligente, ¿verdad?
—Eso dicen. Yo también voy a trabajar por mi parte para encontrar al asesino.
—¿Usted? ¡Qué gracia!
—¡Cómo qué gracia!
—Bueno, no sé —su mirada se posó en los vestidos. Se puso por encima, desde los hombros, un traje de seda y se miró al espejo.
—No tiene usted nada que objetar, ¿verdad? —dijo Poirot con los
ojos brillantes.
—¡Claro que no, monsieur Poirot! Al contrario, le estoy agradecidísima por ello y le deseo mucha suerte.
—Yo, señora, más que sus deseos, quisiera su opinión.
—¿Mi opinión? —dijo Jane, ausente, inclinando la cabeza sobre su hombro para ver el vestido—. ¿Para qué?
—¿Quién cree usted que puede haber matado a lord Edgware?
Ella movió la cabeza
—No tengo la menor idea.
Encogióse de hombros y tomó el espejo de mano.
—Señora —repitió Poirot enfáticamente—. ¿Quién cree usted que mató a su marido?
Jane le miró un poco asustada.
—Supongo que Geraldine —dijo.
—¿Quién es Geraldine?
Pero la atención de la actriz se había alejado otra vez.
—Ellis —dijo a su camarera—, ¿quieres arreglarme un poco este hombro izquierdo? —y después, mirando a Poirot—: ¿Qué decía usted? ¡Ah, sí! Geraldine es su hija —y de nuevo a la camarera—: No, Ellis; el hombro derecho, así. ¡Oh, perdóneme, Poirot! ¿Podría usted retirarse? Le estoy muy agradecida por todo cuanto ha hecho por mí. Me refiero a lo del divorcio, aunque ya no es necesario. De todos modos, siempre me acordaré de usted con simpatía.
Sólo vi a Jane dos veces más: una, en el teatro, y otra, en cierta comida a la que yo también estaba invitado. Siempre que pensé en ella me la imaginé tal como la vi en aquel momento, entregada en cuerpo y alma a los vestidos, pendiente por completo de sí misma, mientras sus labios dejaban escapar inconscientemente las palabras que tanto habían de influir en las futuras pesquisas de Poirot.
—Epatant —dijo mi amigo cuando salimos al Strand.
Capítulo XII
La hija
Cuando llegamos a nuestras habitaciones encontramos una carta que había sido llevada a mano. Poirot la cogió, la abrió con su habitual delicadeza y se puso a reír.
—¿Que te decía yo, Hastings? Mira, hablando del diablo...
Cogí la carta. El papel ostentaba el membrete siguiente: «Regent
Gate, 17», y estaba escrita con una letra muy bonita, que se leía fácilmente:
Muy señor mío:
Me he enterado de que estuvo usted en casa esta mañana con un inspector de Policía y lamento no haber podido hablar con usted. De serle posible, le agradecería infinito que me dedicase algunos minutos esta tarde.
Suya sinceramente,
Geraldine Marsh.
—¡Qué raro! —dije—. Me gustaría saber por qué quiere verte.
—¿Conque te parece raro que ella quiera verme? Eres muy poco amable, amigo mío.
Poirot tenía la mala costumbre de bromear en los momentos difíciles.
—Vamos a irnos en seguida, ¿sabes? —dijo mientras limpiaba cuidadosamente una imaginaria motita de polvo de su sombrero.
La encantadora sugerencia de Jane Wilkinson de que Geraldine había matado a su padre me parecía algo absurda. Sólo a una cabeza sin seso podía ocurrírsele semejante cosa, y así se lo dije a Poirot.
—Seso, seso. ¿Qué es lo que realmente queremos decir con esta palabra? En nuestro idioma, por ejemplo, diríais que Jane Wilkinson tiene los sesos de un mosquito; vive y se multiplica, ¿no? Eso, en la Naturaleza, es un signo de superioridad mental. La adorable lady Edgware no sabe una palabra de geografía ni de historia. Ni conoce a los clásicos, sans doute. El nombre de Lao Tse le parecería el de un perro pequinés de precio, y el de Moliere, el de una maison de couture. Sin embargo, tratándose de escoger trajes o de realizar ventajosos casamientos y cuanto se refiera a sí misma, demuestra un talento formidable. A mí la opinión de un filósofo acerca de quién mató a lord Edgware no me serviría de nada, ya que muy pocos filósofos llegan a ser asesinos. Pero, en cambio, la encantadora opinión de lady Edgware me podría ser útil, puesto que estando tan a ras de tierra conoce indudablemente mejor al ser humano en su aspecto más despreciable.
—Tal vez haya algo de verdad en eso —dije yo.
—Nous voici —dijo Poirot—. Estoy deseando saber por qué quiere verme tan urgentemente miss Marsh.
—Es un deseo lógico —contesté—. Tú mismo, hace un cuarto de hora, lo dijiste. Es el natural deseo de ver a solas a un ser único.
—Acaso fuiste tú quien la flechó el otro día —replicó Poirot mientras tocaba el timbre.
Entonces recordé el rostro asustado de la joven cuando al salir de la habitación se detuvo en la puerta. Me parecía ver aún aquellos ardientes ojos en el blanco rostro. Aquella mirada me produjo una gran impresión.
Nos condujeron arriba y entramos en una pequeña sala Minutos más tarde, Geraldine se presentó.
La intensa emoción que me produjo la primera vez que la vi se acentuó en esta ocasión. Era alta, delgada, joven, de rostro pálido, con grandes ojos negros de altiva mirada.
—Ha sido usted muy amable, monsieur Poirot, al venir tan pronto —dijo—. Siento no haberle podido ver esta mañana.
—¿Estaba usted acostada?
—Sí; miss Carroll, ya saben ustedes, la secretaria de mi padre —recalcó—, ha sido muy buena conmigo.
Había una nota de aversión en el tono de la joven que me preocupó.
—¿Y qué es lo que puedo hacer por usted, señorita? —preguntó Poirot.
—El día antes de ser asesinado mi padre vino usted a verle —dijo Geraldine, tras dudar un momento.
—Sí, señorita
—¿Por qué le hizo venir?
Poirot no respondió en seguida Durante unos instantes pareció reflexionar. Sin duda, aquella actitud fue una calculada habilidad suya para aguijonearla y hacerla hablar, pues había advertido en ella un temperamento impaciente.
—¿Temía algo mi padre? Dígamelo en seguida, quiero saberlo. ¿Qué temía? ¿Qué fue lo que le dijo? ¡Oh! ¿Por qué no habla usted, monsieur Poirot?
Pensé que su aparente sangre fría era estudiada; las palabras habían salido demasiado deprisa de sus labios.
Geraldine se inclinó hacia adelante con cierta ansiedad. Sus manos se estrujaban en el regazo.
—Cuanto hablamos lord Edgware y yo fue en tono confidencial, señorita —dijo Poirot lentamente, sin apartar sus ojos del rostro de la joven.
—Entonces es que trataba..., vamos..., quiero decir que debe estar relacionado con la familia. ¡Por favor, no me torture más! ¿Por qué no me lo dice? Es necesario que yo lo sepa. ¡Oh, sí, es necesario, se lo aseguro!