De nuevo Poirot movió lentamente la cabeza; parecía presa de gran perplejidad.
—Monsieur Poirot —dijo la muchacha, acercándose a él—, soy su hija, ¿comprende? Tengo derecho a saber lo que temía mi padre en el último día de su vida. No es justo dejarme en tinieblas.
—¿Siempre ha querido usted tanto a su padre? —preguntó Poirot gentilmente.
Ella se levantó como si la hubiesen pinchado.
—Le adoraba —murmuró—, le adoraba. Yo..., yo...
De pronto, el esfuerzo que hacía para dominarse desapareció. Lanzó una carcajada, y dejándose caer en la silla, rió largamente.
—¡Es tan cómico! —dijo con voz entrecortada—. ¡Es tan cómico que usted me pregunte eso a mí!
La histérica risa no pasó inadvertida para los de la casa, pues se abrió la puerta y entró miss Carroll.
—¡Vamos, Geraldine, vamos! Cálmate, cálmate. ¡Vaya, basta ya! ¡Te lo mando! ¿Oyes? ¡Basta ya!
Las imperiosas palabras hicieron su efecto. La risita de Geraldine fue disminuyendo. Luego secóse los ojos y se levantó.
—Lo siento —dijo en voz baja—, nunca me había ocurrido esto. Miss Carroll la miraba ansiosamente.
—Ahora me encuentro muy bien, miss Carroll. Ha sido estúpido, lo comprendo.
Y sonrió, pero fue una sonrisa amarga la que curvó sus labios, quedando muy erguida en la silla, sin mirar a nadie.
—Monsieur Poirot —siguió después con una voz clara y fría— me ha preguntado si fui siempre muy amante de mi padre.
Miss Carroll, para llamar la atención sin duda, carraspeó. No sabía qué hacer. Geraldine continuó en voz alta e insolente:
—No sé qué será mejor, si mentir o decir la verdad, pero creo que es preferible en este caso la verdad —y afirmó con decisión—: No; yo no adoraba a mi padre; le odiaba.
—¡Geraldine, por Dios!
—¿Qué quiere? Usted no le odiaba porque no tenía ningún derecho sobre usted, era de las pocas personas a las que nada podía hacer. Era simplemente la empleada a quien pagaba un tanto al año. Sus cóleras y sus extravagancias no iban con usted, no tenía que sufrirlas. Sé lo que me dirá, que debía haberme impuesto. Pero usted piensa así porque es una mujer fuerte; además, podía salir de esta casa cuando quisiera. Yo, no; yo le pertenecía.
—Realmente, Geraldine, no creo que sea necesario explicar todo eso ahora. Entre padres e hijos suele haber desavenencias, pero la muerte debe hacernos perdonar.
Geraldine le volvió la espalda y se dirigió a Poirot:
——Monsieur Poirot, yo odiaba a mi padre, y me alegro de que haya muerto porque su muerte significa para mí la libertad... No tengo la menor prisa por encontrar a su asesino. Por lo que sabemos, la persona que lo mató debía de tener poderosas razones que justifiquen su terrible acción.
Poirot la miró pensativo.
—La posición que adopta usted es muy peligrosa.
—Que ahorquen a alguien, ¿devolverá la vida a mi padre?
—No —dijo Poirot con sequedad—. Pero puede salvar la de un inocente.
—No le entiendo.
—El que mata una vez, señorita, vuelve a matar de nuevo, y en ocasiones mata varias veces más.
—No lo creo. No se trataría de una persona normal.
—¿Quiere usted decir que sería un monomaníaco del crimen? Pues sí, señorita, así es. Una vida puede trastornarse..., acaso después de una terrible lucha con la conciencia Entonces el peligro es inminente, pues el segundo asesinato resulta ya realmente fácil. A la más ligera amenaza o sospecha de ser delatado, sigue el tercer asesinato, y poco a poco surge una especie de orgullo artístico y es un métier asesinar. Es decir, se acaba haciéndolo por placer.
La muchacha ocultó la cara entre las manos.
—¡Es horrible, horrible! ¡Eso no es cierto!
—Supongamos ahora que le digo a usted que eso ha ocurrido ya, que el asesino para salvarse ha matado ya por segunda vez.
—¡Qué dice usted, monsieur Poirot! —exclamó miss Carroll—. ¿Otro asesinato? ¿Dónde? ¿Quién es la víctima? Poirot movió la cabeza
—Perdóneme, es sólo un ejemplo.
—Menos mal; por un momento creí que realmente... —y miss Carroll añadió, dirigiéndose a Geraldine—: Ahora, si has terminado de decir disparates...
—Veo que está de mi parte —dijo Poirot con una ligera inclinación.
—No creo en el castigo del cielo —dijo miss Carroll vivamente—; pero, por lo demás, estoy completamente con usted. La sociedad debe ser protegida.
Geraldine se levantó y se alisó el cabello.
—Lo siento —dijo—; temo haberme conducido como una loca. ¿Sigue usted negándose a decirme por qué le llamó mi padre?
—¿Que le llamó? —dijo miss Carroll con gran asombro.
—Se equivoca usted, miss Marsh. Yo no me he negado a decírselo —Poirot se vio forzado a hablar claro—. Lo único que le he dicho es que lo que se habló durante esa entrevista debía considerarse como confidencial. Su padre no me llamó, fui yo quien le pedí una entrevista por cuenta de un cliente mío, lady Edgware.
—¡Ah! Ya comprendo —una extraña expresión apareció en el rostro de la muchacha. Al principio creí que era de desilusión, aunque luego comprendí que era de intranquilidad—. He sido una loca —dijo lentamente— al pensar que mi padre se creía amenazado por algún peligro; una verdadera estúpida.
Miss Carroll intervino:
—¿Sabe usted, monsieur Poirot, que me ha dado un susto horrible hace un momento al dejar entrever que esa mujer había cometido un segundo crimen?
Poirot no le contestó y habló a la muchacha:
—¿Cree usted que lady Edgware es la autora de ese crimen, señorita?
Ella movió la cabeza.
—No, no lo creo; no me es posible imaginármela cometiendo un hecho así. Es una mujer muy..., muy... artificiosa.
—Pues no comprendo quién más puede ser —dijo miss Carroll.
—Puede no haber sido ella —arguyó Geraldine—, y, sin embargo, haber venido aquí, marchándose después de una corta entrevista. El verdadero asesino puede haber sido algún lunático que entraría más tarde.
—Todos los asesinos tienen una deficiente mentalidad..., de esto estoy segura —dijo miss Carroll—. Las glándulas de secreción interna...
En aquel momento se abrió una puerta y entró un hombre, que se detuvo, molesto.
—Perdón —dijo—; no sabía que hubiese nadie aquí. Geraldine hizo automáticamente la presentación.
—Mi primo, lord Edgware. Monsieur Poirot. No nos has interrumpido, Ronald.
—¿De veras, Dina? —y añadió—: ¿Cómo está usted, monsieur Poirot? Trabajando para aclarar el misterio de nuestra familia, ¿no es eso?
Traté de recordar. ¿Dónde había visto aquella cara redonda y apacible, aquellos ojos con pequeñas bolsas bajo ellos y el bigotito como una isla en medio de la extensión de la cara?
¡Ah, sí! Era el acompañante de Charlotte Adams la noche de la cena en el cuarto de Jane Wilkinson. El capitán Ronald Marsh; ahora, lord Edgware.
Capítulo XIII
El sobrino
La aguda mirada del nuevo lord Edgware advirtió mi ligero sobresalto.
—¡Ah! —dijo amablemente—. Usted también estaba en aquella cena de tía Jane. Yo allí no fui más que una sombra y por eso creí haber pasado inadvertido.
Poirot se despidió de Geraldine Marsh y de miss Carroll.
—Les acompañaré hasta abajo —dijo Ronald amablemente—. Qué cosa más rara es la vida. Un día me echan a patadas, y al siguiente soy dueño del castillo... Mi no llorado tío me echó a puntapiés, como sabrán ustedes, hace tres años. Le supongo ya enterado de todo esto, monsieur Poirot.
—He oído hablar de ello —replicó tranquilamente mi amigo.